Escribo. Sobre Martín Coronado y 1810, un artículo que debo entregar con premura, para la revista del Teatro San Martín. Llega mi padre hasta mi escritorio. No dice, como de costumbre, "¿te interrumpo?" o bien "¿te puedo hablar?" Más allá de sus fórmulas de cortesía, la verdad es que siempre me interrumpe y casi siempre se lo acepto. Pero hoy entra y sólo habla.
"Vengo del Once." Levanto la vista. Está ansioso. "Estuve con Uriel (el encargado del negocio de Emilio). Fue su cumpleaños, yo no pregunté nada pero me bastó verle la cara. Fueron a comer a Puerto Madero, él, unos amigos y las chicas. El llevaba la kipá puesta, como siempre. Los amigos también. Desfigurado, lastimados todos." Me quedo consternada. "Creen que eran de Quebracho, se bajaron de unos autos."
(La procedencia no podemos afirmarla, para el dolor y la indignación mucho no suma, para intentar caminos de justicia, una vez más, sí sería bueno saber quiénes son, pero puede ser injusto y además resulta temerario echar a rodar una versión sin suficiente fundamento.)
Luego de una larguísima pausa me pregunta: "¿vos qué pensás?" Me cuestiono qué puedo contestarles a él, a sus 80 años y a su largo cansancio, y apenas atino a considerar, desgarrada en mi propia contradicción o para ofrecer algún consuelo absurdo, que quizá fue mejor que en el momento Uriel y sus compañeros no respondieran nada, verbal ni físicamente. No por cobardía sino por precaución, por preservación (aunque no lo demuestro, no termino de convencerme de lo que sugiero, creo que yo habría reaccionado). Un grito ahogado, porque los otros --según él acababa de contarme-- estaban con palos y vaya a imaginar uno qué más.
Pues si el talit asomaba bajo cada uno de los sacos de los agredidos, en cambio ignoramos qué había bajo las camperas de quienes los insultaban con las frases de siempre y les pegaban con encarnizamiento.
"Cuando yo entré --agregó mi padre--, Uriel le contaba todo a un proveedor, un muchacho católico que estaba indignado y que le preguntaba por el significado del talit." "Él se quería interiorizar" --me aclara, como si yo no hubiese entendido, y sigue subrayando-- "ese muchacho que lo oía estaba enojadísimo por lo ocurrido, preocupado, angustiado". Mientras decía estas cosas, sin dudas buscaba un bálsamo contra la agresión, pensando en las formas de respeto posible y recordando que hay de todo bajo el cielo.
"No presentaron denuncias, Uriel no quiere, por la familia y por el negocio." Otras frases sueltas y pensamientos tan inconexos como repetidos siguieron uniendo nuestro triste diálogo. "¿Qué podemos hacer?" --me mira.
¿Qué podemos hacer?
Escribo.
Esto no es un cuento ni el esbozo para una pieza breve de teatro (aunque los nombres acabo de cambiarlos); esto ocurrió hoy, martes 27 de abril de 2010, hace apenas un rato.
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