Los veranos en Moisés Ville eran largos. Todo era intenso: el calor, los juegos, la lluvia, los aromas, el silencio de las siestas de los adultos. Mi bobe y yo nos alojábamos en la casa de la tía Elena y el Pelado. La parra parecía tejida al crochet, como la colección de carpetas y caminos que lograba mi bobe en cada temporada; y repartía luego en la familia. Todas las casas, también esta, poseían un fondo interminable, poblado con árboles frutales, plantas de flores, a veces un gallinero y las sogas para tender la ropa que el sol blanqueaba y la brisa, ausente casi siempre, mecía con desgano. El lavadero cubierto, y ese piletón tan enorme en el que me lavaban el cabello con agua apenas tibia, mientras lo invadía el inconfundible perfume del dulce de quinotos que yo degustaba recién hecho, aún en la olla a presión. El Pelado Estaba bastante sordo. Conocía las plegarias de memoria como si él mismo las hubiera creado. Cada mañana de su vida comenzaba en el shul, aún antes del primer amargo. Terruño que albergó a mis abuelos rusos, dio a luz a mi padre, y veintidós años más tarde, a mí. Moisés Ville fue para mí, cuna, primeros pasos, tardíos dientes; el mundo todo alrededor de la plaza. Al tiempo que yo naciera, y a instancias de mi madre, nos trasladamos a Buenos Aires, que desde entonces es nuestra residencia, aunque yo me sienta siempre de paso. La casa en la que nací no habita en mi memoria, excepto por relatos y construcciones postreras. Estaba ubicada frente al Templo de Los Trabajadores, el de los vitrales, a la vuelta de la plaza y camino al bosque. Nada tenía dirección en el pueblo. Pero todos llegaban a destino por referencias y señuelos de un código mítico bien aprendido. Los primeros veranos, abandonaba yo junto a mi bobe la ciudad que ella no asumía, rumbo a Moisés Ville. En Buenos Aires se camina muy rápido y ella, desde que yo nací, arrastraba su andar reumático antecedida por el bastón de mango plateado. En lo de la tía Cata se almorzaba a las doce en punto. La cocina celeste albergaba conversaciones protagonizadas por muertos y emigrados. El tío Isaac cantaba, y a veces me sentaba sobre sus rodillas. Creo que le gustaba acariciar mi cabeza. Yo podía tocar el piano unos cuantos minutos antes que todos emprendieran la siesta obligada por el estío. A esa hora, los chicos íbamos a la plaza, que pronto sería alfombrada de cáscaras de semillas de girasol. Trepábamos el monumento a San Martín, prócer ajeno a la zona, que observaba tieso nuestro juego. Davicho me prestaba la bici que yo no lograba montar. Con Mónica compartíamos las muñecas. Los hermanos Leik eran ya ciudadanos cordobeses, pero se refugiaron largo tiempo en el pueblo ante las amenazas al padre, abogado y militante político en la mira de los militares de los setenta. Una marcha pegadiza, recurrente; anunciaba a diario el final de la siesta. Pregones propagandísticos de las ofertas que podían conseguirse en la Mutua, cooperativa agrícola, se sucedían en los altoparlantes. Las calles, los negocios, la vida, recomenzaban. Sin apuro, casi sin sorpresas. Pocas veces fui a la Kadima, suerte de centro cultural con una biblioteca bien provista y un teatro, en cuyas butacas aún resuenan los acordes del acordeón de mi viejo, animando cuanto evento se celebraba en el pueblo. La Kadima era el orgullo de la gente; albergue de ilustres conferencistas, grupos de teatro judío de las grandes ciudades, músicos llegados de Israel, y autoridades políticas diversas. Y mi viejo, con su acordeón, acompasaba un rezo, acompañaba una fiesta o simplemente matizaba una reunión. La gente bailaba a su ritmo. Aún hoy, a veces despierta el acordeón en su casa porteña y musita una música hasta quejosa, que el viento de su fuelle parece emitir por haber sido reemplazado por un saxo estridente. Moisés Ville está lejos pero a veces retorna. Permanece su impronta en la historia de mi diáspora. Y en mis genes llevo inscriptos aquellos recuerdos coloniales tempranos de una niñez en la cual siempre, era verano. Rut Jarmatz rjarmatz@speedy.com.ar
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