LA VOZ y la opinión


Periodismos Judeo Argentino Independinte
A Cien Años de la Muerte del Hombre que Cimentó las Bases del Estado Judío
Herzl, Sin Maniqueísmos

Por Herman Schiller
hermanschiller@hotmail.com
Por encima de las discusiones que materialistas e idealistas —los dos polos antagónicos de la interpretación filosófica— han venido sosteniendo acerca del papel que le cupo al hombre en las etapas culminantes de la historia (como, por ejemplo, durante la caída de la Bastilla o la revolución industrial); por encima de tales disquisiciones, es posible afirmar, utilizando esas dos pautas conceptuales, que Teodoro Herzl —el fundador del sionismo político— ha sido, sin duda, un instrumento de su época y de las condiciones objetivas que lo circundaron, pero, al mismo tiempo, resulta innegable que también han servido como factores coadyuvantes de la génesis del movimiento nacional judío muchos elementos subjetivos que integraron su avasallante personalidad.
Teodoro Herzl fue el hombre que, bajo los marcos de una ideología acorde con los supuestos de aquella época, le dio formas organizacionales a los anhelos de reivindicación nacional que bullían en las masas oprimidas de la judeidad.
Nacido en 1860 en Budapest (Hungría) y fallecido en Viena (Austria) en 1904, actuó, fundamentalmente, durante las dos últimas décadas del siglo diecinueve.
Lo que equivale decir que su “crescendo” operacional, a través del cual le puso recuadro y estrategia a la lucha por darle una salida nacional a la cuestión judía, se libró en ese momento clave de la historia que algunos (los más desprevenidos) denominan “belle epoque” y otros (con me-nos veleidades románticas) tipifican como el instante en que la gran expansión in-dustrial de Occidente inició el reemplazo de la competencia por el monopolio, a través de un proceso de fu-siones denominadas “pools”, cuyos miembros se proponían fiscalizar los precios distribuyendo entre ellos, de una manera u otra, el total de las actividades económicas.
En ese momento de la historia, cuando las antiguas aristocracias fueron cediendo las decisiones fundamentales a la nueva burguesía (aunque sin dejar de participar todavía en el ejercicio del poder); y, al mismo tiempo, cuando las diferentes ideologías (como el liberalismo, el sindicalismo, el anarquismo y el socialismo) asumían papeles de estímu-lo para agudizar el carácter transitivo de esa coyuntura; en ese momento, bajo el incentivo de pogroms desencadenados periódicamente en uno y otro confín de Europa, los judíos, lentamente, se fueron concientizando sobre el fracaso del espejismo de la “asimilación” y de la “emancipación” que resplandecieron en su seno con posterioridad a la Revolución Fran-cesa.
Primero fueron algunos francotiradores los que es-bozaron la hipótesis de que no habría solución para el problema judío —ni siquiera bajo el régimen más progresista—, mientras no fue-ra restaurada la soberanía judía sobre el antiguo solar ubicado en la cuenca oriental del Mediterraneo.
Se trataba, generalmente, de intelectuales liberales que se habían despojado del “capote” guético para integrarse a la cultura occidental, pero que, después, ante la cruda continuidad persecutoria, se manifestaron fa-vorables a la “autoemancipación”, título éste con que uno de ellos (León Pins-ker) definió en 1882 la idea de que “no son los demás quienes. nos van a liberar, porque esta tarea debemos hacerla nosotros mismos”.
Nombres como el de la poeta judía norteamericana Emma Lazarus (que en una serie de artículos publicados en 1882 en “The Ame-rican Hebrew” abogó por una nación judía independiente); Maritz Steinsch-neider (el célebre bibliógrafo que esbozó una tesis parecida); Moisés Hess (que en 1860 publicara “Roma y Jerusalem”, tras haber colaborado doce años atrás en la redacción del famoso Manifiesto Co-munista junto a Marx y Engels); y, fundamentalmente, el propio Pinsker, plasmaron intelectualmente la idea de que el pueblo judío debía promover su propia liberación, en vista del agotamiento sufrido por las otras soluciones pro-puestas con anterioridad.
Sin embargo todas estas exteriorizaciones de tipo literario estaban condenadas a permanecer enmohecidas en la superestructura cultural, porque no venían acompañadas con la praxis que sólo se da cuando, además de condiciones objetivas óptimas, aparece también una dirección que sepa interpretar teórica y prácticamente la dinámica del proceso.
El primero que reunió tales condiciones fue Teo-doro Herzl, un brillante intelectual que, al principio, debió también trazar la elíptica de sus antecesores: desde el liberalismo occidental asimilacionista hasta la toma de conciencia sobre la única salida viable para el drama de su pueblo.
Herzl, empapado de la cultura alemana en cuyo se-no vivió y para la cual creó en sus comienzos —hasta el punto que sus críticas eran al principio contra los obstáculos sociales que impedían la total asimilación de los judíos—, entró en crisis con su concepción de mun-do, fundamentalmente du-rante la explosión antisemita del proceso Dreyfus de 1895.
Ese es un episodio bastante conocido, aunque hu-bo otros hechos que lo im-pactaron profundamente, como en el caso de la agitación antijudía promovida a raíz de la calumnia sobre asesinato ritual acaecida en Tisza Ezlar, cuando el jo-ven Teodoro era todavía un estudiante de 22 años; y como en el caso también de la marea antisemita desencadenada en Francia por Eduard Drummond, quien en 1885 publicó la “France juive” (La Francia Judía, con cien ediciones en un solo año) y en 1902 fundó “La libre parole”, órgano del movimiento antisemita.
(Dicho sea de paso, esa actividad antisemita de Drummond en Francia inspiró en Buenos Aires, a Ju-lián Martel a escribir en 1890 la novela antijudía “La bolsa” que fue publicada por entregas en “La Nación”, el diario de Bar-tolomé Mitre. Además, no resulta improbable que los articulos antisemitas publicados por Domingo Faus-tino Sarmiento a principios de 1888 hayan sido inspirados también en la gran hostilidad que había hacia los judíos en Francia y en otros países europeos de aquellos días).
La creciente furia antisemita lo llevaron a Herzl a un cambio radical.
Años atrás todavía pensaba que la solución estaba en la ruptura de “las últimas cadenas del gueto invisible” por medio del “bautismo y la conversión”. Pero el antisemitismo desatado en países co-mo Francia, que parecían la quinta esencia de la libertad, lo movieron a dirigir su pensamiento hacia rumbos distintos a los tradicionales: había que transformar a los judíos de minoría acobardada en nación. Y esa metamorfosis no sería posible sino por medio de la creación de una dirección política y por el establecimiento de las masas oprimidas en su propio territorio.
Herzl, en el papel y en la práctica —con su natural capacidad de jefe y su avasallante poder carismático, como se diría hoy con la terminología en boga—, comenzó entonces una tarea cuyos primeros balbuceos no hallaron eco en las clases dirigentes judías pero sí en los sectores populares, porque había logrado dinamizar una formulación categórica que, en los intersticios del pueblo, subyacía latente desde hacía mucho tiempo antes: la única respuesta al interrogante del problema judío debía ser la creación del Estado judío y la inmigración organizada.
1895 puede establecerse como el año clave de Herzl ya que durante su transcurso, poco después de la degradación de Dreyfuss, escribió en pocas horas “El Estado judío”, donde planteó sus tesis fundamentales.
A partir de ahí y hasta su muerte, ocurrida en 1904, es decir en sólo nueve años de actividad plena, sentó las bases estructurales de aquello que Nathán Birnbaum tituló como sionismo y que hoy, un siglo después, casi todas sus corrientes internas (inclusive la derecha que esgrime el “herzlianismo puro y sin contaminaciones”) coinciden en definir como el movimiento de liberación nacional del pueblo judio.
En esos nueve años Herzl configuró su talla de gran líder, siendo dable considerar como el acontecimiento más importante de su breve paso por la historia del pueblo judío el hecho de haber reunido en 1897 en Basilea el Primer Congreso Sionista, donde formuló ante 197 delegados llegados de todas partes del mundo el planteo que desde en-tonces seria básico: “estamos aquí para colocar la primera piedra de la casa que ha de ser el hogar de la nación judía”.
Pocos meses antes, en una carrera contra el tiempo, Herzl había iniciado contactos con factores estatales que gravitaban en aquella época (inclusive lle-gó a hablar con el máximo representante del imperio otomano que, en aquel en-tonces, regía sobre territorio palestinense), entrevistándose además con los círculos de judíos ricos de Lon-dres, París y Viena, en particular los barones Hirsch y Rothschild.
Todos ellos consideraron su programa como una utopía delirante. Inclusive en el movimiento de colonos (“Jovevei Tzion”), que ya habian erigido algunos asentamientos en Eretz Israel, encontró resistencia ya que consideraban que hablar abiertamente del Es-tado judío podía provocar alarma en los otomanos y traer dificultades a los campesinos judíos.
Herzl comprendió en-tonces que debía dirigirse esencialmente a las masas judías y a los más jóvenes y convocar un congreso que estructurara el movimiento.
Por ello —y a pesar de la oposición de los judíos ricos, de los asimilados y de los rabinos, sobre todo los de Europa Occidental—, nadie pudo impedir que nu-merosos contingentes de las comunidades judías de Rusia y de Polonia y sectores cada vez más amplios de los campesinos que erigían colonias en Eretz Israel, comenzaran a ver en Herzl al conductor que necesitaban.
El impacto que en el seno de las comunidades judías (y fuera de ellas) produjo el Primer Congreso, generó una gran oposición a Herzl.
La burguesía sintió que peligraban sus intereses y gran parte de los rabinos, particularmente en el Oeste del continente europeo, se lanzaron contra Herzl, proclamando que sus ideales laiconacionalistas no tenían nada que ver con “la mi-sión histórica del pueblo judío que consiste en di-fundir la fe en un Dios único”.
Por su parte la oposición de izquierda acusaba a Herzl de desarraigar a las masas judías de la realidad nacional que vivían en cada país para ilusionarlos en vagos proyectos de liberación de la diáspora.
Pero los grandes movimientos revolucionarios ge-neran, simétricamente, tantas simpatías como oposición.
Y el sionismo —cuyos fundamentos fueron desencadenados por Herzl— fue, en sus inicios (y dejamos para otra oportunidad la crisis actual, que es harina de otro costal) un movimiento revolucionario que trastocó los esquemas vitales de todo un pueblo.
El 9 de julio del 2004 —Kaf Tamuz en el calendario hebreo— se cumplieron exactamente cien años de la muerte de Teodoro Herzl.
Probablemente muchos de los que invocan hoy su nombre, suponiendo que su memoria puede aparecer como dique de contención frente al avance de las masas que exigen mejores condiciones de vida y ma-yor participación distributi-va en la producción, olvidan que, en un momento de la historia en que eran ma-sacrados numerosos trabajadores en las grandes ur-bes industriales por exigir reivindicaciones mínimas, Herzl ya imaginó la bandera judía con siete estrellas correspondientes a las horas de trabajo diario, esbozando además otros conceptos (la liberación africana del yugo colonialista, por ejem-plo) que luego suscribirían los pueblos del llamado Tercer Mundo.
El herzlianismo —aun en la forma balbuceante que asumiera durante las primeras etapas de la revolución judía—, no parece contener elementos contrapuestos a las tesis de socialización de la economía que hoy se están dando en distintas partes del mundo, inclusive en las grandes capitales, para enfrentar la furia de la globalización.
El sionismo, como todos los movimientos nacionales sin excepción, se dividió en distintas alas, desde las más reaccionarias hasta las más progresistas. Estas últimas estuvieron encabezadas por Ber Borojov (1881-1917), el ideólogo del sionismo marxista.
El sionismo es injustamente demonizado hoy en buena parte del mundo, donde es caracterizado en bloque, sin fisuras, incluyendo a sus sectores obreros más contestatarios, co-mo un movimiento conquistador y proimperialista. Pe-ro, no obstante las distorsiones y falsificaciones de pro-pios y extraños, serán sus sectores más avanzados, he-rederos de los viejos ideales pioneros y socialistas, los que finalmente encontrarán, los vasos comunicantes con el pueblo palestino sobre la base del reconocimiento re-cíproco de sus respectivos derechos nacionales.
Herzl puso las bases.
La revolución judía mientras no se logre el entendimiento con los pa-lestinos, aún está inconclusa.•
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Julio 2004 - Tamuz/Av  5764
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