Hace un mes aproximadamente, nos visitaron mi cuñado Ernesto Tzví y su esposa Liora, quienes viven en Israel desde hace más de 40 años.
En los ratos libres ella leía un libro en hebreo, que hacía poco tiempo se había editado.
Cuando tomé en mis manos el texto “Ajavat hakeev” (“La hermandad del dolor”), la primera reacción fue apartarlo de mi vista; como quien pasa rápidamente las hojas del diario en tiempos de guerra o de atentados; como quien se resiste a ver películas de terror o de profundo dolor; tuve miedo de leer este libro.
Precisamente dicho escrito, que habla del temor más grande para mí, como para cualquier padre o madre, abuela o abuelo: que le ocurra algo a su hijo o nieto.
Pero a veces no hay opción, y cuando mi cuñada me insistió, dado que nuestro hijo mayor, Abi, y nuestros nietos trillizos viven en la cercanía de Gaza, respiré hondo y comencé a leerlo.
Ya en la tercera página sollocé, pero seguí leyendo y ya no lo pude dejar. El libro es atrapante; hay en él algo casi hipnótico. No es sólo dolor y tristeza, sino también una enorme dosis de fuerza y optimismo.
Hermanados en el Dolor
La autora de “La hermandad del dolor” es la periodista y escritora Rony Lerner, quien su primer libro se tituló “Holej zakuf” (“Camina erguido”), que se publicó en el año 2005. Ella perdió a su hijo Baruj (apodado Bori) en el atentado a la cafetería “Moment” en Jerusalem. En el libro no se desarrolla una historia, pero hay no pocos héroes, y a medida que uno avanza en la lectura, se enamora de estos héroes, de los muertos y de sus familiares vivos; los que se empecinan- como la autora- en seguir viviendo, y con buen ánimo.
Junto a Bori Lerner murieron en el bar “Moment” otros diez jóvenes que habían salido a divertirse como él, aunque por aquel entonces, a principios de la década del 2000, los atentados se sucedían uno tras otro.
Bori, un joven israelí hijo de una familia de cuyas ramas, una se remonta a los fundadores de la aldea Rosh Pina, y la otra a luchadores antinazis, no pensó en ningún momento en claudicar ante el terrorismo.
Cuando su madre le pidió que no saliera, él le respondió: “No debemos vivir como ratas en los agujeros, porque eso es exactamente, lo que quiere el terrorismo”. Murió en septiembre de 2002, a los 28 años de edad.
En el libro no sólo de habla de Bori, sino de sus padres y de otros progenitores que perdieron as sus hijos, y que siguen viviendo después de esa perdida.
Roni Lerner, llama a esta agrupación de padres “La hermandad del dolor” porque se consideran hermanos entre sí; una hermandad creada en la tierra del dolor, una tierra, que quien no fue arrojado a ella, nunca podrá conocerla de verdad. Ni aún los psicólogos ni los trabajadores sociales, que estudiaron lo que sucede en las zonas más insondables del dolor, no pueden desentrañar como es en realidad. Tampoco nosotros, los lectores.
“Dicen que la amistad más fuerte es la de los combatientes; una férrea amistad que se consolida en el transcurso de la guerra. La hermandad del dolor también se acrecienta en la guerra, pero contrariamente a las contiendas bélicas comunes, esta guerra no termina”
(…) A diferencia de lo que sucede en las unidades de batalla, no se requiere en esta lucha ninguna capacitación ni un óptimo estado físico. Tampoco hay restricciones de edad ni de estado civil, ni hay posibilidad de sustituir el servicio militar por estudios religiosos o por trabajos comunitarios.(…) No estás obligado a querer a tus compañeros en la hermandad del dolor, pero son tus hermanos en la lucha por la vida”.
El Adiós
Asegura al comienzo del libro que no tiene intención de escarbar en el dolor. Esto lo hacen los medios de comunicación en forma constante y despiadada. Trata en cambio, de la valentía de los sobrevivientes que quedan en la tierra del dolor, donde pese a todas las dificultades, también la vida continúa como en cualquier otro sitio.
Roni se enteró del atentado por la televisión. Sabía que su hijo estaba en Jersusalen y le teelefoneó de inmediato sin obtener respuesta. Al poco tiempo ya se encontraba con su marido en el instituto patológico de Abu-Kabir para identificar el cadáver.
“Estaba entero, igual que en la vida, sólo que envuelto en un lienzo azul. (…) Acaricié su frente y estaba fresca, no del todo fría. Si me hubiese dado cuenta que no lo vería más, si hubiese sabido lo que pasaría después en todos esos días y noches, semanas, meses y años, no lo habría dejado tan pronto. Pero entonces, cuando me hicieron salir, lo hice, y ni siquiera pude gritar”.
Venganza
Roni Lerner dedica algunos capítulos al tema del deseo de venganza. “Es la vía de escape natural y más simple de la indignación”. Pero ese deseo no se cumple ni aún cuando los asesinos son capturados, ya que los tribunales no aplican la pena de muerte aunque la ley lo permite.
Cuando se juzgó a los criminales del bar “Moment”, se reunieron los padres de varias víctimas del atentado exigiendo la pena de muerte, reclamo que no fue atendido. La autora también se refiere a la posibilidad de que lo asesinos de su hijo sean liberados a cambio del soldado Guilad Shalit. En esos casos- dice-, las familias de ambos lados de la barricada, de los muertos y de los prisioneros de guerra, están profundamente sumidas en la tierra del dolor; y es tan difícil juzgar…
Furia
Al no poder vengarse de los asesinos, los padres van acumulando rabia y ésta se manifiesta de distintas maneras. Algunos se enojan con la gente de izquierda que le dio las armas al enemigo; otros se desquitan con los de derecha que se asentaron en los territorios en conflicto y los soldados mueren en su defensa. Algunos también responsabilizan a los dueños de las confiterías, bares o empresas de transporte que no proveyeron suficiente vigilancia, y los otros hasta se enojan con los abuelos fallecidos que no cuidaron a sus nietos desde el más allá; y por supuesto, está la ira para con Dios, al extremo de descreer de la propia fe.
Culpa
Un sentimiento muy marcado que se agrega es la culpa. La autora menciona dos clases de culpa: Culpa nacional y culpa individual. En su opinión, el lugar del orgullo nacional fue ocupado en los últimos años por un complejo de culpa lamentable y deprimente.
“Nosotros siempre tenemos que ser los más correctos, no para con nosotros mismos, sino para con los demás.(…) Después de actos terroristas con baños de sangre, tratamos de hallar la culpa ante todo en nosotros mismos. Se planearon cuestionamientos a la conducción del ejército, de la policía, de los rescatistas.(…) Soldados y policías pueden haber estado en sus puestos día y noche hasta quedar extenuados, pueden haber permanecido horas expuestos al calor y al frío, pero si un terrorista suicida logra infiltrarse, pese a todo, en un lugar con una nutrida concurrencia judía y detonar su carga explosiva, se formula la pregunta, por qué las fuerzas de seguridad no lograron evitar la masacre”.
Y está también la culpa personal que sienten los padres que perdieron a sus hijos:
“Tal vez si hubiéramos actuado de otro modo…Quizá no lo amamos lo suficiente cuando era aún posible…Por qué lo enviamos a la escuela en ómnibus y no lo llevamos nosotros mismos…Por qué fuimos al restaurante y mandamos a nuestra hija a pedir la comida…Por qué le permitimos salir a ese sitio en el centro de la ciudad…En la tierra del dolor gobiernan los sentimientos de culpa sin ninguna contención”.
La culpa no es sólo por lo que pasó, sino también por lo que vendrá. ¿Se puede seguir
como de costumbre, alegrarse un poco, disfrutar de vez en cuando, divertirse?
Miedo
Luego del impacto inicial, cuando uno piensa que peor ya no puede ser, se toma conciencia de que el drama no desaparecerá y aún puede agravarse. No sólo porque se extraña a quien ya no está, sino por el terrible miedo por los que quedaron; por la comprensión acerca de la fragilidad de la vida; por la certeza de que una tragedia no otorga inmunidad frente a otra.
“Siempre tengo miedo” escribe Lerner. “Necesito que se comuniquen conmigo desde cualquier lugar, cuando se llega y cuando se sale camino a casa. Si llamo al celular y no recibo respuesta, todo aquello retorna con gran intensidad”.
“Vuelvo a revivir aquella noche en que trataba una y otra vez de comunicarme con Bori y sólo escuchaba el mensaje grabado en el contestador”.
Nostalgia
“Por la tierra del dolor pasa un sendero: El sendero de la nostalgia por aquel que nunca volverá. Se extraña el abrazo, el beso, la conversación, el solo hecho de verlo otra vez”. Dice Roni Lerner.
Lo más difícil es la festividad de Pésaj, la fiesta familiar judía por excelencia; también los sábados y las vísperas de fiestas, los encuentros familiares y los festejos. Todas esas ocasiones son dolorosos recuerdos del hijo ausente, pero ella no está dispuesta a renunciar a todo eso. Ni a la reunión en torno a la mesa festiva, ni a las salidas familiares que antes se hacían con el hijo y ahora sin él, “No pienso desistir de las cosas buenas de la vida, aunque me destrocen el corazón”
Los medios de comunicación
La autora no ahorra conceptos críticos sobre el manejo de los medios de comunicación en tiempos de desastre; sobre el aberrante espectáculo circense que provocan. “Las catástrofes se venden bien en los medios. El material teñido de sangre causa conmoción y asegura de antemano un enorme “rating”. A principios de la década del 2000 los periodistas tuvieron a su disposición gran cantidad de ese material, y lo aprovecharon hasta la última gota”
En su opinión, en la reseña de los atentados, perdió la prensa todos los límites éticos, entrometiéndose en el ámbito privado, escarbando en el dolor, mostrando la sangre y buscando las falencias.
En cambio no mencionaron el heroísmo - por ejemplo -, del vigilador Jaim Smadar quien interceptó con su cuerpo a una mujer terrorista y resultó muerto; del estudiante Arik Beber que intentó detener a los asesinos que entraron al pueblo Adora (cerca de Jevrón), y gracias a él se evitó una masacre mayor. Tampoco se recuerda al estudiante Noam Alter de la Ieshivá Otniel, quien logró pese a sus graves heridas, evitar que los terroristas llegaran al comedor de la institución; y muchos más.
Ceremonias
“Normalmente hay cuatro estaciones en el año. En la tierra del dolor hay una quinta estación, que gira en torno a la fecha en que todo cambió” dice Roni. En esa quinta estación se efectúan no pocas ceremonias y rituales. En el lugar del atentado, en el cementerio y, además los actos oficiales.
“En las ceremonias no lloro. Las lágrimas me brotaron una sola vez, durante el acto recordatorio en la escuela primaria. No me pude contener, pero no fue por la conmemoración en sí, sino por el patio donde se realizó. Aquel patio donde lo llevé por primera vez cuando era un pequeñín de seis años, y junto a las otras madres veía desfilar a los niños en parejas; el patio por el cual iba luego a las reuniones de padres, donde me decían que molestaba en clase, que era imposible seguir así; el patio donde jugaba al baloncesto o iba amonestado y el vicedirector Doron Ziperstein lo retaba y sonreía al mismo tiempo, porque también lo quería, como todos”.
Fuerza
Para enfrentar el dolor se necesita fuerza, y eso es justamente lo que busca Roni Lerner. Esa fuerza la encuentra ante todo, entre sus compañeros en la hermandad del dolor, y el resto lo colecta en el círculo de las personas y los actos que fortalecen el espíritu. Por eso se aleja de aquellos que lloran demasiado, aunque el llanto provenga de un cariño auténtico hacia su hijo. Elude a los que la miran con pena, a los que la invitan a sus casas por lástima y a los que demuestran un exceso de “condescendencia por la situación”
Se acerca, en cambio, a quienes hablan de su hijo sin echarle encima la carga de su propia aflicción, que le cuentan cosas de él con una sonrisa y, sobre todo, prefiere a los que la tratan a ella y a su familia como de costumbre, sin recelo, sin evasivas.
“Quise seguir viviendo” – escribe-, “Hablar de todo, también de lo que no se relaciona con la ausencia; comportarme como cualquier persona, seguir adelante hacia una vida plena en la que tenemos derecho de sufrir, enojarnos, alegrarnos y aún… sí, aún ser felices”.
Seguir viviendo
Una y otra vez subraya Roni Lerner en su libro, que después de la tragedia sigue existiendo el deseo de vivir, y en ese contexto de querer continuar por el camino de la vida, se inscribió en un curso de historia judía en la Universidad. “Quería hacer la prueba de develar en alguna medida el enigma de la poderosa resistencia de nuestro pueblo frente a las adversidades. Presentía que ese enigma albergaba muchísima fuerza”.
Y efectivamente, en las vicisitudes de los héroes del pasado logró hallar consuelo, fortaleza y energía. El último capitulo del volumen, está dedicado precisamente, a esa energía cuya fuente es el pasado histórico del pueblo judío. La autora, que admite haberse criado en el seno de una familia secular y que nunca tuvo demasiada afinidad con las fuentes antiguas del judaísmo, descubrió su significado en su hora más difícil.
“En uno de esos momentos, en que el dolor me estallaba por dentro y no podía sobrellevar la idea de que mi hijo no regresaría, lo invoqué con sólo y supremo grito desesperado:¡Si algo queda todavía, házmelo saber, dame una señal!”
Tres días con sus noches deambuló con esa obsesión, hasta que a la cuarta noche, sin poder dormir, encendió la radio y escuchó un poema escrito en la Edad Media por Rabí Iehuda Halevi. El poema era una elegía por la muerte de Rabí Abraham Ibn-Ezra, poeta, matemático, filósofo, lingüista y autor de fábulas y epigramas.
Dice el poeta que las lágrimas y las penas del corazón son sólo la materia. Lo que importa es aquello que las motiva, la fuerza que existe más allá de lo material, y esa fuerza no desaparece con la muerte.
Roni se sintió conmovida por esos versos y comenzó a investigar sobre la vida Ibn-Ezra. Supo así, que su único hijo había muerto repentinamente. El afligido padre no hablaba de él y pidió asimismo a los demás que no lo mencionaran en su presencia.
“Me identifiqué totalmente con esa actitud”-cuenta la autora-“Conocía esa sensación cuando el golpe es tan duro, que el sólo hablar del fallecido se torna imposible. Sin embargo, igual como me ocurrió a mi, no hubo sumisión frente al dolor. Ibn-Ezra decía que si claudicaba ante el dolor, no dejaría de atormentarse y no podría retornar a la vida. Por eso hizo de todo para seguir viviendo: Escribió, investigó y se permitió bromear. Y eso fue lo que terminó de persuadirme; empecé a valorar el inmenso caudal de energía a lo largo de generaciones.”
“Nuestro pasado” – manifiesta la escritora -, “Está vivo y es sorprendentemente actual. Sin él no tenemos ninguna defensa frente a las dificultades del presente y lo que nos depara el futuro. La fuerza que nos legaron nuestros antecesores, los que siguieron marchando por la dura senda de la vida, pese a las desgracias y las crisis, es lo que nos ayuda a sobrevivir en los confines del dolor.”
“Cuando pude levantarme del duro suelo de la tierra del dolor, advertí que yo estaba tan sólo en extremo de la superficie. Más adelante había un vastísimo territorio, y en él un enorme gentío. Multitudes, multitudes; todos los miembros de la hermandad del dolor. Todos aquellos que no se dieron por vencidos y siguieron viviendo. Sabía que tenía que llegar hasta ellos. Me incorporé y empecé a caminar. Emprendí el viaje hacia las fuentes de la fortaleza y el vigor”.
¡Un libro cautivante, que nos estimula a la reflexión!
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