Diríase que sin atardeceres y noches de Buenos Aires no puede hacerse un tango y que en el cielo nos espera a los argentinos la idea platónica del tango, su forma universal (esa forma que apenas deletrean La Tablada o El Choclo), y que esa especie venturosa tiene, aunque humilde, su lugar en el universo. (Jorge Luis Borges, Historia del tango)
COMENZANDO LOS FESTEJOS DE SUS NOVENTA PRIMAVERAS
Cuando tenía once años – él diría pirulos-, Móishele Smolarchik Brenner escribía las letras de la murga Los presidiarios de Villa Crespo; se vestía con un traje de preso hecho por doña Fanny con raso y arpillera y repartía programas a la entrada de los cines de Triunvirato (actualmente Corrientes) y Gurruchaga para poder entrar gratis. Cuando tenía once años, Móishele había culminado sus estudios regulares – el sexto grado de la escuela pública de Serrano 935 y el “jéider” del “shil” (sinagoga) de la calle Murillo, en Villa Crespo- para ingresar definitivamente a la universidad de la vida e iniciar su carrera de autodidacta. Cuando tenía once pirulos, Mauricio Smolarchik – a quien se le cayó repentinamente la infancia en la yeca (calle) como a tantos otros pibes, hijos de inmigrantes pobres - fatigaba incansable y ávido las calles de su amada Villa Crespo, entre rusos, turcos, yoyegas (gallegos) y tanos; entre semillitas de girasol, baclavá, lupines y pizza. Miraba entonces encandilado, la ñata contra el vidrio de la lechería La Pura, a Celedonio Flores, uno de sus maestros de la universidad de la vida. Imposible para Móishele era entonces conjeturar siquiera que alguna vez sería reconocido, admirado y elogiado como Ben Molar.
Inconcebible era entonces para él anticipar su destino como académico titular de la Academia Porteña del Lunfardo, de la Academia Nacional del Tango y Presidente Honorario de la Federación Gardeleana de la Argentina, como así también, entre otras distinciones: Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. Ignoraba también el pequeño Móishele que algún día él, nadie menos que él, lograría imponer, luego de 11 años de lucha y fatigoso trabajo, que fuera elegido el 11 de diciembre como Día Nacional del Tango, en homenaje a Carlos Gardel (La voz), Julio De Caro (La música) y Marcel Lattés, que nacieron en esa fecha. (Marcel Lattés, judío francés, participó junto a Gardel y José Sentís en la musicalización de las películas "La casa es seria" y "Melodía de arrabal", que se filmaron en Joinville, cerca de París. Gardel dijo de él: "El celebrado maestro". Junto a Gardel, nos legó la melodía de la canción "Cuando tú no estas". Marcel fue asesinado por ser judío en el campo de exterminio Auschwitz, durante la Segunda Guerra Mundial, el 12 de diciembre de 1943). Y así como, el pequeño Móishele, no podía aún entrever ninguna de estas cosas, tampoco podía aventurar la larga serie de cariñosos agradecimientos y de justos homenajes que sobrevendrían para él con el correr de los años.
Tuve la alegría reciente de conversar largo y tendido con Ben Molar después de un reencuentro acaecido, justamente, por motivos de homenaje. El Departamento de Cultura de AMIA organizaba el “Encuentro Internacional Recreando la Cultura Judía, dedicado a la Música”, del 4 al 7 de Diciembre de 2004 en su sede de Pasteur 633. “Es bueno que los homenajes se hagan en vida de la gente, cuando el homenajeado lo puede disfrutar. Odio la palabra después. La felicidad es ahora”, sostiene Ben Molar, y repite la sentencia de Maimónides: “la felicidad está en hacer cosas”. Está íntimamente convencido de que son ésas las cosas que alargan la vida, una vida que él disfruta, que ha vivido y vive con plenitud. Y de tanto alargar su vida, no le ha alcanzado una sola vida y por eso le ha tendido una trampa al tiempo - “su” tiempo - decretándose eterna juventud, vibrante, “siempre listo” (como los boys scout), de modo de poder seguir haciendo, creando, participando, movilizando ideas y ensoñaciones; amando las cosas bellas y buenas de la existencia. Su almanaque y su reloj no avanzan: retroceden días y segundos, por lo cual este Ben Molar de sonrisa bonachona y mirada pícara y observadora, no es cada día más viejo; es cada día más joven.
Completamente convencido de ello, le propuse un encuentro: quería escucharlo, quería oír sus recuerdos, compartir sus alegrías actuales y pasadas, quizá también algún irreparable dolor. De ese encuentro resultaron estas líneas, que registran a modo de homenaje no sólo aquellas cosas que Ben Molar me contó, no sólo aquéllas que le pregunté con curiosidad de cronista de nuestra historia, sino también las que me impactaron, las que me hicieron pensar, las que se fueron construyendo entre nosotros como caminos compartidos en el devenir de una amigable conversación.
Ben Molar nació un 3 de noviembre de 1915, acaban de cumplirse sus 89 años, estas líneas llevan en su letra el anhelo de comenzar los festejos de la nueva década que inaugurará sus días en el próximo año. Sus noventa años lo encontrarán aún más vital, más alegre y creador, tal como me dejó entrever su jovial espíritu en aquella tan cálida y amena conversación compartida.
EL TANGO, LENGUAJE DE LA PÉRDIDA
“El tango hace el milagro de unir amigos”, sentencia Ben Molar, y entiendo que en esa frase hay una invitación a la amistad. Pienso entonces que si el tango puede ser un camino de encuentro y un lugar de reconocimiento de nuestro pasado; si el tango es, como quiere Borges (amigo y compinche de Ben Molar por más de 20 años), esa especie venturosa en la que los argentinos habremos de reconocernos eternamente, es porque el tango no es sólo una música y una poesía, no es sólo un baile de “ágiles cortes”; no es sólo tampoco ese “sentimiento triste que se baila”. El tango es todo eso y algo más esencial: un lenguaje; es el lenguaje creado por quienes inmigraron a comienzos del siglo XX a Buenos Aires y lo hicieron crecer, cosmopolita, con cada desembarco.
Buenos Aires es cosmopolita porque ha sido el puerto de arribo de miles de exilios. Buenos Aires ha invitado a los millones de inmigrantes, no para que se sumen indistintamente a una realidad ya dada: los ha invitado para fundarse con ellos. Ciertamente, Buenos Aires es la metrópoli del tango. Pero así como la cultura porteña es inconcebible sin el tango, así también la fisonomía geográfica, histórica y cultural de Buenos Aires es inconcebible sin la presencia masiva de judíos que, a comienzos de siglo, se dispersó y habitó los barrios típicos de la ciudad. En el tango palpita una presencia: la presencia de una pérdida irreparable. Difícilmente exista una imagen más emblemática de la pérdida que la figura del inmigrante; difícilmente exista figura más emblemática del exilio que la del judío.
Sin temor a exagerar demasiado, podemos afirmar que existe una solidaridad esencial entre el tango y el judío: a ellos los une una suerte de relación sublime con la pérdida. Acaso fueron los inmigrantes quienes le imprimieron al tango ese sentimiento nostálgico y triste, acaso fue la propia enunciación del tango, la que se les reveló a los recién llegados como el lenguaje más adecuado para cantar sus pérdidas. Aunque quizá no importe demasiado establecer qué fue primero, quién causó a quién. Acaso lo que verdaderamente interesa es no olvidar ni omitir la evocación de esas circunstancias precisas en que se afirma una voz singular y genuina para cantar y contar esa experiencia. Ésa es la profunda convicción que anima este reportaje; ése es el espíritu que alentó el encuentro entre Ben Molar y yo.
“Mi vieja, doña Fanny, nos acunaba a mis hermanos y a mí cantando tangos, intercalándolos con canciones de cuna en ídish (Unter ídeles víguele...)”, recuerda Ben Molar. La escena no puede ser más elocuente: una “ídishe mame” haciendo del tango una canción de cuna. La escena de este recuerdo infantil nos habla de una relación profunda, de una apropiación esencial por parte del inmigrante, de una comunión íntima entre la cultura del tango y la cultura de los inmigrantes. De esa crónica de los inmigrantes, que tiene a los judíos como uno de sus protagonistas centrales, tiene mucho para contarnos Mauricio Smolarchik por judío, por porteño y por argentino.
EL ORIGEN EN EL MÍTICO BARRIO DE VILLA CRESPO
Leopoldo Marechal inmortalizó en su literatura el mítico barrio de Villa Crespo, ese barrio que no sabemos si es mítico a causa de su transfiguración literaria o si encontró destino literario a raíz de su carácter mítico: “me crié en mi querido Villa Crespo, barrio tanguero por excelencia y de calles privilegiadas. En la lechería La Pura conocí a Celedonio Flores, Leopoldo Marechal, Raúl Soldi, Osvaldo Pugliese. Así como la gente se acerca al cigarrillo o la bedida, mi vicio mayor era acercarme al trocén (centro). Amanecer en el centro caminando por la calle Corrientes era una de las cosas más lindas que a uno le podían suceder. En esa época, desde Gallo hasta el bajo había veinte lugares de tango”- evoca casi con nostalgia.
Sin lugar a dudas, un barrio porteño es un sitio mítico por definición. Si algo hace mítico al barrio es precisamente el recuerdo de sus habitantes, a la sazón devenidos los personajes del mito, esos seres algo mágicos que viven en el recuerdo y la evocación. Así como el mito de Villa Crespo vive en el lenguaje de Ben Molar, así también el mítico Ben Molar vive en la literatura del gran escritor de Villa Crespo.
Con la ironía que lo caracterizaba, Marechal dijo de él: “su pasión por el tango puede llevarlo a la sublimidad o al martirio”. Quienes tenemos la suerte de escuchar hoy a Ben Molar podemos afirmar sin dudarlo que su pasión tanguera lo condujo hacia lo sublime. Quizá esto es así porque para Ben Molar el tango posee un origen sublime, cifrado en aquel gesto materno que transmuta la melodía nostálgica del tango en una canción de cuna. “Mi madre me enseñó que el tango es una necesidad, como soñar, dormir o respirar. Mis padres eran inmigrantes y tangueros...” Sigue evocando y agrega: “hablaban ídish entre ellos”. A partir de allí, con el tango y el ídish haciendo un contrapunto, escuchamos la historia familiar. Sus padres -León Smolarchik y Fanny Brenner -se conocieron en Europa y se casaron en la Argentina; tuvieron tres hijos: Rafael Z”L, Mauricio (Ben Molar) y Raquel. Recuerda a su familia llena de dificultades, deambulando por once conventillos de Villa Crespo. No hay nada de lamento, tristeza ni rencor en estos relatos. Todo lo contrario: “tengo un recuerdo hermoso de Villa Crespo. Allí la vida era una vida de puertas abiertas. Cualquiera entraba y se sentaba a compartir la mesa.”
Si hay una palabra que sintetiza la vida en el barrio de Villa Crespo, esa palabra es: confraternidad. La confraternidad nació en aquellos inquilinatos donde diez o quince familias alternaban en una cotidianeidad humilde pero profundamente solidaria: compartían la mesa, los baños, la comida. Se vivía verdaderamente en una comunidad fraterna. “Una de las cosas más importantes en mi vida fue la confraternidad,” afirma. Y sugiere una metáfora ciudadana de la fraternidad porteña: la esquina de Triunvirato y Gurruchaga, esa esquina donde turcos (árabes), judíos, yoyegas (gallegos) y tanos (italianos) se cruzaban vendiendo pizzas, semillitas de girasol, baclavá y lupines.
Con aquel maravilloso sentido de la confraternidad ha sembrado en su vida innumerables amigos. Uno de ellos, Germinal Lubrano, testimonia con estas palabras el conmovedor afecto por Ben Molar: “Es el hermano que me dio la vida. Es un ser como pocos. Cuando necesito hablar con alguien que quiero mucho, hablo con Ben y vuelvo a vivir mis mejores épocas; estar dialogando con él nos vuelve a la juventud.”
En el barrio también se cifra otro origen: el origen del amor: “Dios puso a Pola Neuman en mi camino para que me aguantara. Era actriz de cine y de teatro. Aunque se fue en 1991, me acompaña siempre.” La voz se le quiebra. Lo acompañamos, conmovidos, en el recuerdo de este amor que entrevemos fue sublime, absoluto. “La conocí en la calle Corrientes a través de un amigo en común. Creo que me enganché con Pola porque era de Villa Crespo; de otro modo no hubiéramos podido encontrarnos nunca.” Dice, y la sonrisa le vuelve a la cara. Recuerda los primeros momentos del romance; evoca un pasado de amor junto a quien fue su inclaudicable compañera. Enumera, agradecido, los dones de Pola, que culminan en dos hijos maravillosos, Daniel y Rubén, que lo han hecho abuelo de Maia, Wanda y Sasha, una “profesión” que ejerce con la felicidad y el amor que caracteriza cada acto de su vida. Es por eso, que muchos lo apodan " El megaabuelo".
TAN JUDÍO COMO PORTEÑO
El barrio y la infancia en una familia judía de inmigrantes pobres han dejado su huella imborrable en este personaje que es Ben Molar: “Desde pibe como matze; en Iom Kipur ayuno las 24 hs. Mis padres no me obligaron; pero yo vi que era así. Para mí es una necesidad espiritual estar reunido con la familia en Pésaj, en Rosh Hashaná o en Iom Kipur. En esos días, es sagrado para mí estar en familia, y las segundas noches de esas fiestas las comparto con otra gran familia, cálida y amable, junto a otros tantos amigos en el hogar de los Korin” . Por su parte, la huella del barrio de Villa Crespo resuena en el lunfardo, que constituye su modo natural de hablar. Nada de afectación, nada de simulación ni actuación. La vida de Móishele ha transcurrido naturalmente en el registro del lunfardo; ése es el lenguaje de sus recuerdos, ése es el lenguaje en que nació y creció la confraternidad barrial, en el que transcurrió su existencia.
José Gobello, miembro de la Academia Porteña del Lunfardo, honor que comparte con nuestro entrevistado, prologa un libro de Ben Molar titulado Allá "arriba" en la mesa del feca. En él nos enteramos de que ese pequeño libro -que va ya por su cuarta edición -es un anticipo de las memorias de Ben Molar. Entendemos que Ben Molar ha dado con la forma justa para sus recuerdos. ¿En qué otro registro que el del lunfardo y la cultura popular puede escribir sus memorias Ben Molar? Ninguna forma solemne del recuerdo podría ser afín con la personalidad de nuestro autor. En el libro mencionado encontramos pequeñas viñetas, reflexiones, anécdotas, escritos en un estilo sencillo, coloquial y amable. El lunfardo es el registro estilístico más apropiado para estos textos, que habían encontrado un interlocutor en Jorge Luis Borges antes de que Ben Molar se decidiera a escribirlos. Los leemos y entendemos por qué Borges, que amaba la literatura oral, que disfrutaba de la conversación lúcida como disfrutaba del rasguido de una guitarra, supo alentar a Mauricio en el proyecto de escribir estos textos.
LA TRANSFIGURACIÓN DE MAURICIO
El origen del seudónimo de Ben Molar como escritor de boleros es bastante conocido por todos. Los periodistas han abundado en el detalle de esa crónica, por lo que no nos vamos a extender demasiado en el relato, aunque sí en su significación. Corría el año '45. En esa época se escuchaba mucho el bolero en nuestro país; sin embargo, no existían argentinos autores del género. Por otra parte, el apellido de Mauricio no daba con el romanticismo del género. Como forma inteligente de evitar el rechazo del público, Mauricio inventa un personaje: Ben Molar, un escritor argentino que residía en París y componía junto a Paul Mizrahy. La triquiñuela funcionó bien durante un tiempo. Sin embargo, como dice Borges, sucede a veces que la ficción le copia a la realidad. Así fue en este caso, y Mauricio Smolarchik terminó pareciéndose demasiado a Ben Molar. Un buen día, Mauricio le muestra a su amigo Gregorio Barrios la letra de “Final”. El gran cantante, tras leerla, exclama: - “¡Pero si ésta es tu historia! Vos sos Ben Molar!“ - descubriendo el secreto. La literatura prefiguraba la realidad, puesto que el título del bolero anticipaba el desenlace en la vida de Mauricio: el final de un secreto. De ahí en más concluyó el misterio y Ben Molar y Mauricio Smolarchik Brenner fueron un solo personaje.
José Gobello sostiene que la figura de Ben Molar es la figura de un self made man, de un hombre que se construyó a sí mismo. Lo cual es indudablemente cierto, si se tiene en cuenta, como decía Borges, que Ben Molar se doctoró en la universidad de la calle, de la noche porteña y de la vida. Casi un personaje de Marechal, Ben Molar es un verdadero autodidacta. La invención de Ben Molar constituye, en ese sentido, la metáfora más acabada del proceso de "autoconstrucción" de Mauricio. “Hay un paralelismo entre César Tiempo y yo. Él inventó a Clara Better y yo a Ben Molar. Los dos tuvimos la valentía de engañar a todos con un fin mayor: entregar nuestro trabajo a los otros”.
SU LABOR EN LA CULTURA
Si bien es cierto que Ben Molar se construyó a sí mismo, también es cierto que su tarea no concluye allí. Ben Molar construyó una parte importante de nuestra cultura porteña. El proyecto cultural y artístico “Catorce con el Tango” es una expresión acabada de ese aporte fundamental. “Los años sesenta fueron años de profunda tristeza para el tango. Había una especie de proscripción cultural de nuestra música”. Recuerda con pesadumbre. Para terminar con ese silencio, tuvo una idea genial: reunir catorce escritores de primera línea con catorce músicos de tango. Borges, Sábato, Baldomero Fernández Moreno, Marechal, César Tiempo, entre otros, junto a Astor Piazolla, Anibal Troilo, Juan D´arienso, Mariano Mores, etc. El encuentro de la literatura y la música confluyó a su vez en un encuentro con la pintura: catorce cuadros de pintores de talla como: Carlos Alonso, Raúl Soldi, Raquel Forner y Vicente Forte, ilustraban cada uno de los tangos. Se constituyó así una muestra ambulante que viajó por todo el mundo, con un éxito desbordante. Significativamente, el primer lugar de arribo fue Israel: “cuando vi el espectáculo de las flores creciendo en el desierto me enamoré de Israel. Volví quince veces con Pola. Mi pasión por ese país era tan grande que muchas veces me pregunté por qué no me había quedado. Creo que me faltó la valentía de los sabras...”.
Sin lugar a dudas, “Catorce con el tango” fue un proyecto genial. Ese proyecto genial parece reeditar una marca sublime, originaria en Mauricio. Una marca que su madre Fanny, la vieja, le imprimió de pequeño: la mezcla esencial entre lo popular y lo sublime. Y así como el tango se mezcla con la canción de cuna; la música popular se mezcla con el gran arte. El gesto materno, transfigurado más tarde en Ben Molar, nos muestra que lo popular puede ser la matriz finísima de una mezcla exquisita. Ben Molar lleva hasta sus últimas consecuencias el gesto materno, ese gesto que exhibe la condición esencial de la cultura del inmigrante: su capacidad de transformar y transformarse, de mezclarse, de confluir, de recrear, de fundar y autofundarse. Mas no olvidemos los singulares sonidos con los que tejía la melodiosa voz materna aquellas canciones que acompañaron la infancia de Ben Molar: el tango y el idish. Aquellas dos hebras han tejido su ser aunando, el ser judío y el ser porteño, cuya confluencia se caracteriza por el diálogo que no desdibuja ninguna de las dos pertenencias, sino que las potencia recíprocamente. Ben Molar es el símbolo de la mágica alquimia que se produce cuando la diversidad dialoga y crea. Y es por ello que en el festejo de sus noventa primaveras, las copas de judíos y porteños brindarán en su honor. Decíamos al comienzo que el inmigrante no estuvo aquí a título de invitado, de espectador o de pasajero ocasional. Entre nosotros, el inmigrante fue protagonista de una fundación cultural. Sin inmigrantes no existiría la cultura mítica de los barrios de Buenos Aires ni la bohemia porteña; no existiría tampoco nuestra exquisita cultura popular ni el tango. Borges asegura que sin los atardeceres y las noches de Buenos Aires no puede hacerse un tango. La figura de Ben Molar nos exige hoy ampliar la declaración de Borges, sin temor a traicionarlo: sin inmigrantes judíos, tampoco.
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