Las líneas que siguen tienen un propósito: ofrecer un homenaje al decano de los intelectuales judeoargentinos. Se sabe, los homenajes pueden resultar abrumadores si están gobernados por la solemnidad, el compromiso y las formalidades. Y nuestro escritor es un individuo mucho más preocupado por los avatares de la literatura, la filosofía y la estética que por los compromisos sociales; mucho más preocupado por el devenir etimológico de las palabras, por la frase justa y el sonido afinado de la lengua que por los elogiosos discursos. Sin embargo, creemos que él no habrá de negarse ya que, dada su representatividad, un homenaje a su persona lo es también a la cultura de la comunidad judía toda y a la sociedad argentina en general. Bernardo Ezequiel Koremblit ejerce aquí (en este trabajo) su autoridad ética y estética: este homenaje se imprime inevitablemente de su estilo, porque su poderoso estilo es inevitable. Puesto que el estilo de Koremblit no es sólo un estilo literario, no: estamos ante un intelectual que ha producido un estilo vital. Ese estilo del cual vamos a hablar en este artículo, está plasmado en la estética, en la filosofía, en la literatura, en la misma tradición judía, y envuelve con su potencia no sólo al lector: quienes hemos tenido la fortuna de ser interlocutores de Koremblit sabemos de esa suerte de fascinación que ejercen sus precisas palabras; su agudo pensamiento; su filoso humor.
Estas palabras surgen de un diálogo sostenido con Bernardo Ezequiel Koremblit a mediados del caluroso marzo de este año. No logró abatirnos el calor, como tampoco ninguno de los mundanos pesares que compartimos los porteños durante aquellos días. A decir verdad, cuesta imaginarse alguna condición capaz de agobiar la lucidez y el espíritu juguetón de Ezequiel. Conversando con él, uno asiste a una curiosa transmutación de la realidad: la realidad exterior, los hechos banales, desaparecen. Desaparecen a causa de su misma cualidad de banales o porque son transformados en material de curiosas elucubraciones –con lo cual abandonan, entonces, aquella primera condición.
Dialogando con Bernardo Ezequiel Koremblit todo deja una enseñanza, todo prodiga una filiación etimológica o literaria, todo posee espesor filosófico. ¿Cómo podría ser trivial una conversación en la que paso a paso aparecen Spinoza, Moshe Tov, Hillel el Sabio, Carlos Grünberg, Cansinos Assens, Iehudá Haleví, César Tiempo, Gerchunoff, Proust (sobre quien escribió varios trabajos), Shakespeare, Dostoievski, Erasmo, Joyce, Flaubert, I. L. Péretz y tanto otros? Filósofos, escritores, personajes literarios, todos cobran vida en la conversación de Bernardo Koremblit. Más precisamente, se diría que es con ellos con quienes Bernardo Koremblit dialoga, cavila y conjetura constantemente. Cuando uno dialoga con Bernardo se avecina a ese mundo; él nos invita a una escena personal en la cual la literatura y la filosofía conversan con la naturalidad y la calma que es propia de la sabiduría. Cuando uno dialoga con Bernardo se avecina a una escena de múltiples diálogos en la que el escritor se interna hasta transformarse. Koremblit no sólo aprendió de los filósofos, de los sabios y de los escritores; Koremblit se dejó transformar profundamente por ellos. Acaso es de esa transformación de la que da testimonio esa aseveración con la que replicara a la primera de mis preguntas: Yo soy muchos.
UN COMIENZO: LA VIDA FAMILIAR Y EL AMOR. Los comienzos biográficos son relativamente arbitrarios. Quien cuenta su vida elige un comienzo. Y ese comienzo nunca puede ser indiferente, nunca insignificante, nunca trivial. El comienzo autobiográfico es el primer símbolo que un autor ofrece al lector como cifra de su vida.
Contrariamente a lo que la gente supone, no nací en una biblioteca. La frase, cargada de humor, dice mucho más de Koremblit que de su vida, desde luego. Así comienza Bernardo a contarnos de su vida. La sugestiva negación introduce con comicidad un elemento que es esencial en la vida de Bernardo Ezequiel: la biblioteca. Un sitio que bien puede ser la metáfora de muchas de las existencias de Koremblit. Porque si bien uno de los que es nació en algún barrio porteño, los otros muchos que también él es nacieron, no nos cabe duda, en una biblioteca.
Aquél que nació en un barrio porteño, tuvo un padre, Manuel (Meir) que fue un buen judío, aunque no era religioso. Con él vivió la mayor parte del tiempo hasta los 23 años de edad. Estuvo menos con su madre, Elisa Sas, ya que sus progenitores se habían separado. El padre lo inició en la lectura. También recuerda que lo llevaba al teatro ídish, que él pudo admirar en sus años de apogeo. Intimó con actores como Jacob Ben Ami, Maurice Schwartz, Ludwig Zatz, etc. (Es interesante señalar que el primer libro de Koremblit sería, justamente, sobre Ben Ami, El Actor Abismal. A los 23 años se casó con Esther Teitelbaum (Z”L) y tuvo tres hijos, dos varones y una mujer. El mayor de los varones, que nació poco tiempo después de morir el padre de Bernardo, recibe como primer nombre el de su abuelo: Manuel y como segundo nombre, Stéfan en recuerdo de Stéfan Zweig. El hijo menor se llamó Eduardo Hipólito (Z”L). El nombre de su hija es Alicia Eleonora, y sus nietos, que le dan tanta alegría se llaman Alejandro Gustavo, Marina, Edgardo y Fernando David. Koremblit pierde a su hijo Manuel en 1951. Hace tanto que no hablo de estas cosas, confiesa cuando responde a mis preguntas sobre los suyos. Creo percibir alguna pesadumbre en su ánimo; pero en ningún momento disgusto. Si hay algo que asombra en la actitud de Ezequiel es su profunda sabiduría, su humor, en fin: ese estado de absoluta tranquilidad, sin reproches. ¿De dónde procede ese estado del alma?, me pregunto y se lo digo. Soy así por los maestros que he tenido, responde. Y entonces adivino que el chiste de la biblioteca encierra una profunda verdad.
Ezequiel se reconoce como un hombre no hecho para la vida matrimonial: estuve cansado de estar casado, revela con uno de esos juegos de palabras que le son tan propios. Actualmente vive el amor con una mujer joven y hermosa, según sus propias palabras. Y cuenta esto como quien habla del amor. Porque efectivamente habla del amor. Para Bernardo, mujer, amor y romanticismo son sinónimos. El romanticismo es un estado del alma; es una vía del conocimiento, de ninguna manera debe confundirse con los lugares comunes o los estereotipos del amor: romanticismo no es lo mismo que romanticón, corrige. Como para el poeta, el amor es, para Bernardo Ezqeuiel, una fuente de experiencias, de sensaciones, de profundos encuentros. (Gloria Guzmán, Amelia Bence, Raquel Meller, Delia Garcés- sobre el particular nos referiremos en otra oportunidad). Para Koremblit el amor es la experiencia de conocer a otro y de conocerse a sí mismo; pero también es la experiencia del desconocimiento, y eso resulta inquietante: el otro, finalmente, es un enigma para él. Y el amor es simultáneamente la experiencia de develamiento y velamiento del enigma. Para Bernardo, el amor es también una experiencia estética. Los griegos, que inventaron el arte de razonar y la filosofía, decían: Meden agan (nada con exceso). Por cierto que esa es la más sabia de las prescripciones. Pero, sin ánimo de contradecir a los griegos, digo que a veces el exceso no es exceso, sino la medida de lo que uno tiene, como ocurre con la pasión, el sensualismo y la devoción por la estética. OTRO COMIENZO: LA VIDA INTELECTUAL. Ezequiel también sitúa otro comienzo. Esta vez no de su vida familiar o amorosa, sino de su vida intelectual. Ese comienzo es decisivo: se trata de su ingreso, con sólo diecisiete años, al diario Crítica, en el que trabajó entre 1933 y 1943 bajo la dirección de Natalio Botana, con quien tenía una relación bastante especial: Yo era el niño mimado de Botana, asevera, cuando recuerda que gracias a Don Natalio se salvó del servicio militar.
Crítica marca el comienzo de una carrera intelectual. Se trata de una carrera en todo el sentido del término, puesto que allí Bernardo ingresa como grumete, siendo muy joven, y termina escribiendo en la sección literaria. Sus compañeros de forja son nada menos que Nicolás Olivari, Raúl González Tuñón, Ulyses Petit de Murat, Pablo Rojas Paz, Florencio Escardó, César Tiempo, Conrado Nalé Roxlo, Roberto Arlt y el mismo Borges. Una élite intelectual en torno al peculiar proyecto periodístico de Botana, que logró una síntesis entre la cultura de élite y la cultura popular: un diario amarillo e intelectual a la vez; la colmena que reunió Botana no la tuvo ningún otro diario de la época, recuerda con entusiasmo.
Ezequiel es un hombre extremadamente sensible al humor; le gusta reír y hacer reír, y acaso no se imagina que una conversación, tenga la dignidad que tenga, pueda prescindir de la risa. Su interés por el humor también posee un costado intelectual del que da cuenta su ensayo El humor: una estética del desencanto. De la época de Crítica Bernardo cuenta una serie de anécdotas. Recordamos una, que nos hizo reír muchísimo. Prueba además la genialidad periodística de Botana para resolver conflictos entre intereses.
Era la época de los políticos Lisandro de la Torre y Bordabehere. El presidente era Agustín P. Justo, de quien Botana era amigo. Se suscita el conflicto en los frigoríficos y Crítica cubre el problema de las carnes, que empieza a adquirir ribetes de alto voltaje. Botana recibe algún llamado inquisidor del presidente. Inmediatamente recorre la redacción del diario exclamando: ¡Tuvo suerte el presidente: murió Gardel! La muerte de Gardel, acaecida de manera inesperada en un accidente, no pudo ser más justa. De ahí en más los titulares de la muerte de Gardel desplazan abruptamente los del conflicto de las carnes. Y es de imaginar la acogida popular que obtuvo el diario. Lo cierto es que la anécdota lo pinta magistralmente a Botana: un hombre que no manipuló la realidad –el accidente de Gardel es un hecho- pero que supo perfectamente servirse de ella. Claro, también es cierto que era un hombre de suerte: ¡había muerto nada más y nada menos que el inolvidable Gardel!
El año 1944 marca un final y un comienzo. Koremblit abandona Crítica y empieza a trabajar en Hebraica. Durante muchos años dirigió la revista Davar, una publicación que marcó el panorama literario argentino, secundando a Nosotros, de Roberto Giusti y Alfredo Bianchi, y a la afamada revista Sur de Victoria Ocampo. Durante muchos años fue director de cultura de Hebraica. En esta etapa de su vida se gestó la profunda relación con Borges, quien trabajó en su despacho de Hebraica por espacio de veinte meses, después de perder su cargo de director en la Biblioteca Nacional, en tiempos del peronismo. Una hora antes de que Borges se retirara de su despacho, lo que sucedía a las seis y media de la tarde, Koremblit solía caer para dialogar con él: Allí escuché páginas de inolvidable recordación, confidencias de las que me enorgullecía ser su inmerecido destinatario, muestras de un humor pleno de sabiduría e inteligencia, reflexiones filosóficas y conceptos literarios propios del homo sapiens y el homo ludens que coexistían simbióticamente en el rico humanista que él, renacentísticamente, era. (El mundo judío de Borges)
SUS OBRAS. Me interesa una sola cosa: todo. Aún cuando no se definiera a sí mismo como un intelectual humanista, esta frase, pronunciada en diferentes reportajes y escrita en varias de sus páginas, denuncia el espíritu renacentista que alienta este interés panhumano de Bernardo Ezequiel Koremblit. A Koremblit le interesa tanto el mundo como el dorso del mundo: detrás de la obra hay una mano de obra; la trastienda de la literatura me interesa tanto como la literatura.
Seguramente ese espíritu humanista del escritor hizo que su interés se volcara hacia el ensayo. La ensayística posee la cualidad de introducirnos no sólo en la literatura, sino también en su propio quehacer. El ensayo literario bucea justamente la trastienda literaria: los intrincados cruces de la obra de un autor con su vida, con su intimidad, con la política, con sus precursores, con su tiempo. Y es precisamente en esos cruces en donde emerge una de las problemáticas que más han preocupado a los intelectuales: el compromiso del escritor.
La relación del escritor con la política es una relación polémica. Sobre ella han intervenido y pensado generaciones de escritores a lo largo del siglo. Esa relación difícil es precisamente el punto de partida del primer ensayo de Koremblit, que interroga este problema en el escritor Romain Rolland. El mismo lleva como sugestivo subtítulo: Humanismo, combate y soledad. Y el último término de la tríada prefigura la tesis de Koremblit sobre tan intrincado problema. Quizás sea en La torre de marfil y la política donde la tesis koremblitiana adquiere su mayor vigor. Allí sostiene que el escritor no tiene que intervenir en política. El compromiso del escritor es con la literatura. A la figura del escritor comprometido opone el compromiso con la literatura. La historia enseña drástica y trágicamente que si el escritor interviene en política es sacrificado: La negativa del intelectual al llamado de los politicistas no significa que se encoja de hombros respecto del grave problema social: privilegiados y desheredados. El aislamiento, la torre de marfil, no es el refugio del escritor que se recluye junto al calor del hogar, en cómodas pantuflas, para saborear a solas el jerez con bizcochos, egoísta e insensible a los estremecedores, humillantes e indignantes problemas del mundo. La maternal torre de marfil es el refugio del que ha aprendido la lección: a Sócrates le dieron la cicuta, a los Gracos los mataron a palos, a Moisés le opusieron un becerro de oro, a Jesús lo crucificaron, a Rathenau lo asesinaron, a Giordano Bruno lo incineraron, a Cicerón –último defensor de la República en Roma- lo dejaron acéfalo, y así en adelante y adelante con los sabios que hablaron o escribieron o actuaron en el campo de los militantes de tantas banderas, todas desteñidas.
Si los ensayos sobre el compromiso del escritor se centran en la figura de los grandes, fiel a su interés por todo, Koremblit nos enseña su contrapartida en El humor: una estética del desencanto. Allí le toca el turno al hombre común –mejor dicho: al hombre común que todos llevamos adentro-. Con un registro humorístico nutrido en las figuras de la cultura popular, con un estilo que invoca, seguramente, aquellas armas de la escritura periodística forjadas en la legendaria Crítica, Koremblit nos muestra, finalmente, qué es lo común del hombre; es decir, qué es lo que todos los hombres tenemos en común: y es que somos, definitivamente, seres limitados. La risa, la ironía, la complicidad con el lector proponen un modo de sobrellevar con humor la fatal condición de mortales: Creo que es lo único que sé y lo único que vale de lo que pueda saber: que el hombre es una criatura limitada, por muy denso que sea su intelectualismo, por muy vasta que sea su cultura, por muy restallante que sea su inteligencia. Una criatura muy limitada, muy limitada, pobre criatura querida. Pero hay un único hombre que dentro de su estricta y demarcada y enjaulada limitación es capaz de saltar hacia lo prodigioso limitado en una pirueta de volatinero, en una cabriola de funámbulo que supera su congénita limitación: ese único hombre es el humorista.
AFINIDADES Y FILIACIONES. La fidelidad a su idea de que el compromiso del escritor es con la literatura, ha de llevar a Koremblit por la ruta de aquellos escritores que hicieron de su vida un texto, que llevaron la experiencia de la escritura literaria hacia lo ilimitado y lo absoluto: Jorge Luis Borges y Alejandra Pizarnik son un testimonio de esta experiencia absoluta, bajo dos modalidades absolutamente contrapuestas –otra vez, aquí, la contraposición que busca con ansia el todo. No nos cabe ninguna duda de que Koremblit ha encontrado en ellos las figuras del compromiso anhelado en La torre de marfil.
Si hay alguien para quien la diferencia entre la literatura y la realidad es no sólo improbable, sino también falaz, ése es Borges, un ser que habita la literatura en sus múltiples dimensiones; un ser que no condesciende jamás a lo fútil, a lo trivial, a la retirada del pensamiento, de la ironía inteligente, de la aguda inquisición. Borges es la figura del sabio que habita la paz de un pensamiento absoluto, ilimitado en sus posibilidades, aun cuando el hombre no lo es; incluso porque el hombre no lo es. La paz borgiana es la paz de una obra y de un pensamiento que trascienden a su propio creador. ¿Acaso importa el creador cuando la obra es infinita? La contrapartida de esta figura es Alejandra Pizarnik, un ser que se inmoló en la experiencia literaria animada –o desesperada- en la búsqueda de una escritura absoluta. En Alejandra, el cuerpo del poema y su propio cuerpo se funden hasta lo indiscernible. Si hay una figura con la que presenta afinidad Bernardo Ezequiel Koremblit, esa figura es, precisamente, la borgeana, la figura del sabio que está en paz consigo mismo porque sabe acerca de la naturaleza finita del hombre tanto como de la naturaleza infinita del pensamiento. Bernardo reconoce haber aprendido de la filosofía a estar en paz: Aprendí mucho de Hilel el Sabio, de Spinoza, de Cansinos Assens. Hay autores que no abandonaría jamás; ellos son: Montaigne, Proust, Baudelaire, Spinoza y Joyce.
Creo en Dios aún cuando (y porque) su existencia es indemostrable, nos dice Koremblit, parafraseando a su maestro, Spinoza. Bernardo Ezequiel Koremblit puede ser judío en paz aun cuando no observe todos los preceptos. Aquí el parentesco con Borges resulta inocultable. Ambos han hecho del judaísmo una labor especulativa; para ambos, el interés en el judaísmo reside mucho más en lo que hay para pensar en sus inagotables fuentes que en la tradicional observancia de sus rituales.
KOREMBLIT POR SÍ MISMO. El estilo de Bernardo Ezequiel Koremblit trasciende lo estrictamente literario: es un estilo que envuelve con sutileza su conversación, su pensamiento, su modo de estar. Aunque quizá no lo trascienda; acaso suceda que su ser literario transforma en literatura todo lo que emerge ante él: el humor, el amor, la amistad, en fin... la vida misma. Cuando conversa Koremblit, ese lexicómano irremediable, busca con delicadeza las palabras, paladea con placer las etimologías, se fascina con las paradojas y se entusiasma con los juegos de palabras. Es distinto humor y chistología; no es lo mismo romanticismo que romanticón; al escritor comprometido yo opongo el compromiso con la literatura. Koremblit adora los contrastes, las oposiciones arriesgadas que lindan con la transgresión, el absurdo y la paradoja.
Sin embargo, tal afición no se reduce a un simple juego de lenguaje. Cada oposición, cada contraste enunciado por Koremblit es una toma de posición en el mundo - en su mundo, que es un mundo hecho de ideas y de lenguaje. Cuando Koremblit sentencia sobre el sentido de las palabras, se está apropiando del mundo; no está definiendo sólo palabras: se está definiendo a sí mismo. Así consuma su anhelado compromiso: la vida y la literatura son indiscernibles; ésa es la clave del estilo vital- literario de nuestro gran escritor.
Nota: Próximamente la Secretaría de Cultura de AMIA organizará un homenaje a Bernardo Ezequiel Koremblit.
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