En 1998 tuve la oportunidad de ser invitada a un encuentro multidisciplinario en Perú que se llamó “En el Umbral del milenio”. Allí, ante una audiencia de tres mil participantes, escuché los testimonios de cinco personas que, por diversos motivos, estuvieron privadas ilegítimamente de su libertad. Ante la angustia, que me despertó el tema, tomé nota de algunos cosas que allí se dijeron para poder releerlas y pensarlas luego. Era tan denso todo lo que allí se escuchaba que el silencio era sepulcral. Un orador dijo, que el secuestrado se siente un confinado, condenado, soñador, desterrado, sacrificado, peregrino, iluso, esclavo, moribundo y mutilado, que esos son todos momentos del cautiverio. Que debe saber manejar la relación con el secuestrador y que si consigue establecer un diálogo, con él o ellos, se aminora el dolor. Otro habló de la inquietud que sintió al principio, y la tranquilidad después, cuando estaba ya preparado para morir y los secuestradores se encontraban agotados. En ese tono, siguieron los testimonios hasta que le llegó el turno al último. Me llamó la atención lo que escuché. Era un empresario, padre de un psicoanalista, muy acostumbrado a hablar con sus hijos y con sus empleados. El narró lo siguiente: “todas las mañanas hacía un recorrido imaginario por mi empresa. Pensaba qué necesitaba implementar, qué producto nuevo iba a crear, pensaba marcas, y luego de la reunión diaria con los gerentes me iba a casa donde hablaba con mi mujer y le contaba lo que había pensado hacer ese día. Tuve que crear un mundo de supervivencia, llamaba a mis padres muertos, a una sobrina, a que vinieran a conversar conmigo, y hablaba con ellos, a veces se me aparecía Dios. Me transportaba a los momentos gratos de mi vida, entraba a museos y los recorría, tomaba café con amigos, me acordaba de mi familia y me daba ganas de seguir viviendo.” Tal como lo escribió Cervantes en sus trabajos en cautiverio, el drama viene como producto de algo inviable. El sobreviviente necesita contar sus historias para sobrevivir. Muchas personas que han vivido situaciones de mucho dolor psíquico y no pueden hablar, encuentran en la escritura, un modo de expresión que los hace sentir acompañados hasta que hallan un contexto favorable para hablar. La víctima, sufre un tabú a hablar, que es como un miedo irracional a convocar el mal. Son personas que padecen el silencio. No hablan, o se cuidan mucho de hacerlo con cualquiera, porque temen que el otro no pueda soportarlo. A veces piensan, erradamente, que hablar de lo que vivieron con personas que no han tenido esa experiencia, hace que no signifique nada para el otro. Es como decir,” veo tu herida y se que sufrís pero por más que me esfuerce, no puedo sentir tu dolor. Contar lo que pasó, y lo que sintieron les produce tanto repulsión como reencontrarse con sus torturadores en la calle, porque vuelven a despertar sentimientosy se convocan fantasmas del pasado que se llevan “prolijamente”guardados en la mochila. Sin embargo, curiosamente, sólo hablando el relato descarga su valor tanático-incisivo y libera en parte al sujeto del trauma vivido. La gente que pasó por situaciones traumáticas extremas, como privación de la libertad, tortura, guerra o un prolongado aislamiento, interactúa, cuando lo hace, solamente con otra gente que pasó por lo mismo, que comparte un código común, que paso por la misma experiencia. Esto, implica mucho dolor para el que escucha, porque son cosas que no se pueden escuchar impunemente, mucho más cuando ha sido el Estado el que estuvo implicado. Contrariamente los que más sufren son aquellos que no tienen un grupo con el que identificarse porque su sufrimiento no respondió a ninguna causa, fue particular, solitario y no forma parte de ningún hecho específico, es dolor , no sufrimiento compartido. Las personas que han sido aisladas y maltratadas, se cuidan mucho de mostrarse delante de los otros, por miedo a ser captados en su dolor y, perciben inmediatamente, cuándo a los demás les hace mal lo que escuchan. Es ahí que se callan, se cierran y cambian de tema hacia algo hilarante. No quiere decir que no hablen con nadie, pero las conversaciones que mantienen no son verdaderas comunicaciones. Se trata de un mecanismo que les permite observar, qué pasa con el otro y si pueden avanzar en el relato o no. Aún ante personas conocidas, “ponen la cara y se van” aislándose en un mundo particularmente silencioso. A veces traen al consultorio, después de mucho tiempo, un duelo que no mencionaron, y lo comentan al pasar, rápida y superficialmente, sin darle importancia a la historia que narran, tan acostumbrados están a no compartir sus angustias. Los duelos por los desaparecidos, son duelos especiales. La gente que sufrió mucho la crueldad presenta enfermedades psicosomáticas y se pueden pasar la vida yendo de un médico a otro, sin asociar jamás lo que les pasa con su verdadero conflicto. El miedo no termina con el que lo sufrió porque, al igual, que una “enfermedad hereditaria” se trasmite de generación en generación “genéticamente”, como algo enquistado en el cuerpo mismo de la víctima a modo de “mancha”. Sus familiares o allegados son personas que sufren también de miedos y fobias (miedos irracionales) y, a veces comentan lo que les pasó, a sus hermanos, abuelos, padres o hijos, como algo intrascendente. Así, el miedo se actualiza en las generaciones subsiguientes como propio, como si ellos mismos hubiesen estado ahí , porque lo tienen anotado y muy presente en su inconciente. Adorno en su “Dialéctica negativa” nos dice que toda la cultura después de Auschwitz es basura ¿Porque dice esto? Porque a partir de Auschwitz el hombre se dio cuenta que su capacidad de destruir es infinita y que no importa cuan educadas, cultas o civilizadas son las personas. Auschwitz es el sinónimo mas importante de degradación moral y ética. Harry Mulisch por boca del protagonista de su novela Sigfrido, persigue, como tantos antes, hacer inteligible la enigmática figura de Hitler, como único modo posible de sustraerlo del vacío de sentido en que se encuentra. Primero se pregunta si es necesario y ético tratar de comprender el mal absoluto. Mulisch dijo que Hitler era el abismo personificado, que la última palabra que puede decirse sobre él es nada. Genet por su parte dice que hay algunos que no pueden ser buenos, que al mal no se lo puede dejar afuera porque forma parte de la historia y es irreductible. Separar el mal del bien es una fantasía neurótica, al mal no se lo puede separar ni controlar porque está adentro, no afuera. Hay que subsumirlo al bien y darle un sentido socialmente aceptable. Es la ley impuesta por el padre la que orienta bien a la energía negativa y ayuda al individuo a sublimar. La vivencia de crueldad muy guardada y enquistada en un lugar, con suerte, hace síntoma. Digo con suerte porque cuando se somatiza es más común buscar ayuda que cuando la enfermedad es muda. Estas personas no saben buscar ayuda necesitan que el otro vaya hacia ellos, y pueden guardar cosas para decir durante cuarenta años. En la sociedad y en el grupo íntimo tiene que darse un contexto propicio para que se pueda hablar. Por eso, es un error pensar que si no se habla y se evita remover la cuestión la cosa pasa. Todo lo contrario se convierte en un mal común en la familia y arrastra la posibilidad de compartir con los otros el dolor. Así, cada uno sufre en silencio por no poder “recordar, repetir y elaborar”. Los que logran hablar no sólo se hacen un bien a sí mismos sino también a los demás porque dejan testimonio de lo ocurrido e impulsan a otros que se identifican con ellos y se comunican. Freud decía que Pompeya empezó a correr riesgo de extinción recién cuando fue desenterrada. Mientras se hallaba resguardada por la ceniza, la ciudad permaneció intacta, en cambio al tomar contacto con el aire, comenzó a destruirse. Esto quiere decir que sólo sacando aquellas cosas que nos molestan a la luz, podemos lograr quitarles la pregnancia que contienen. Recuerdo el relato de un paciente “ Estábamos sentados cenando con mis amigos y justo llegó Juán hace mucho que no lo veíamos, nos pusimos a recordar cosas y salió el tema de Carlos su hermano que fue muy amigo mío. Me sacó el apetito el hijo de puta... me clavé un Rivotril y le di uno a Beatriz, ella también es muy sensible, porque sino me tenía que ir”. Yo no sabía que era lo que le hacía mal de la presencia de su amigo y se lo pregunté: ¿Qué dijo que le asustó tanto? “No le voy a pasar a usted toda esta mierda- dijo el paciente- yo ya estuve vomitando toda la noche, por suerte Beatriz me tuvo la vela. Hay gente que siente placer en contar cosas, yo entiendo era su hermano y él necesita desahogarse, pero yo no puedo escuchar más, se me revuelven las tripas”. Pero yo si – le dije- y acá puede hablar lo que quiera. Empezó a hablar dando rodeos, y al rato estaba llorando al recordar al amigo desaparecido, hacía 25 años. Yo, sentada atrás hacía también un esfuerzo para controlar mis emociones y permitirle que siga hablando. Hace un tiempo me puse en contacto con personas especialmente dedicadas a recoger testimonios sobre lo vivido en los campos de concentración en la segunda Guerra Mundial. La mayoría de las personas que recogieron los datos referían lo siguiente. Los entrevistados pedían el anonimato y muy especialmente que dichos documentos jamás fueran leídos a sus familiares. También quiero agregar que los terapeutas que trabajan con personas que han sufrido torturas y vejaciones absorven el sufrimiento aún cuando sean personas muy experimentadas. Cuando se logra poner en palabras lo horroroso, lo siniestro e innombrable se da el cambio psíquico. Uno tendría que poder captar esos momentos privilegiados para escuchar y que el sujeto pueda explayarse. Hablar es la posibilidad de sacar afuera algo que ha usurpado y a veces destruido la psique. El analista ayuda al paciente a reencontrarse con partes suyas antiguas y escindidas y a integrarlas dentro de su yo. Hablar es crear la posibilidad de expulsar de sí algo malo, para lo que hace falta alguien que, como dijo una vez una colega, “sostenga la cabeza cuando el otro vomita”. El maltratado, el torturado, física o psíquicamente tiene que hacer un esfuerzo más grande que los demás para hablar porque le han cortado el pensamiento y tiene grandes dificultades para pensar por sí mismo. Ha perdido parte de su identidad, de su voz y vive buscando permanentemente sus límites, porque se confunden con lo torturante. Nosotros, la sociedad tenemos que crear espacios y momentos dónde se pueda hablar libremente, es una forma de entender y metabolizar el pasado y seguir para adelante. Por último, faltaría agregar el pánico, la vergüenza y la soledad que sufren los que infrigieron el mal, y los familiares que lo han descubierto, porque no pueden reaccionar de la única forma que saben, con violencia. Y no es que no quieran hablar sino que, a ellos, nadie quiere escucharlos.
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