Nadie camina por las calles desiertas de Gaza, es el otoño de 1948 (5708), el ruido distante de los disparos corta la monotonía de la tarde. Flacos perros en mandada recorren los basurales en bus-ca de algún resto que les permita saciar el hambre. No es el problema de las moscas, éstas tienen detritos a disposición, su zumbido entona la jornada por doquier, pero una nube enorme de insectos verdes se arremolina alrededor de dos cuerpos que penden del árbol central en la desolada plaza pública. Son dos monigotes desencajados colgando de gruesas cuerdas y moviéndose al compás de la brisa que hace flamear sus blancas vestimentas en que la sangre dejó sus marcas. Recordando que habían cubierto dos seres vivos y vitales antes de ser piezas mortuorias sobre los mismos, ese fue el destino de Abu Ish y su primo tribal. Ambos pagaron tributo a su origen ¿quién se acuerda de ellos, quien oyó su lamento?. Orgulloso árabe de la familia de los Mujamara, descendiente directo del jeque judío Mujimar de Yahud Aljaibar, era un beduino sabio que administraba la aldea de Yuta (vecina a Hebrón) con sabiduría. Su gente era nómade gran parte del año, criaba sus ovejas y cabras en el desierto del Neguev, y durante el verano llegaban a Yuta y a Jirbet Alkum (ruinas abandonadas) donde se relacionaban con los pobladores del lugar quienes comerciaban sus productos. Para Abu Ish era toda una entrada triunfal su llegada a Gaza, donde era recibido siempre con honores por sus hermanos árabes, así como por sus "primos" hebreos. Todos conocían su linaje noble y recordaban que su abuelo Mujimar fuera llamado al desierto para evitar la guerra fratricida entre Shaabitas y Jositas. La llegada del jeque beduino fue el fin de las hostilidades y fue nombrado rey de la aldea. Con el tiempo la religión musulmana de los conquistados, primó sobre la fe mosaica de los descendientes del rey, parte de los cuales regresaron al desierto para no alterar sus creencias ni contaminar sus hábitos en las aldeas. Abu Ish sabía de sus orígenes hebreos, como el de tantas otras tribus del lugar, por ejemplo los Masalame, los Bet Etab, o las familias Dar El Lajam. Pero no había conflicto alguno, ya que en sus visitas a Yuta, compartía gratos momentos con sus "hermanos" y con sus "primos". Con los problemas entre árabes y hebreos comenzó para el jeque Abu Ish una etapa con triste final. Ya no podría seguir festejando Januka con sus ocho luminarias brillantes sin ser mal visto por los árabes del lugar. Tampoco podría practicar sus cinco oraciones diarias en dirección a la Meca sin ser sospechoso para los hebreos, sin embargo su corazón anhelaba paz para ambos. Entrelazaba los dedos en la maraña de su barba renegrida, mientras escuchaba a los jefes de las otras familias pidiendo su colaboración para echar a los hebreos sionistas. La matanza era sagrada e inevitable, el botín apetecible, no podía desestimar los argumentos de los jeques, que armaban a los suyos para la contienda. Sin embargo crispó sus morenas manos sobre el viejo Mauser cuando oyó entre los gritos de guerra: "muerte al Iajud" (muerte al judío). ¿No era acaso el mismo un descendiente de aquellos que tanta gloria dieran otrora a esta castigada y santa tierra?. Pidió a los jefes de la familia un poco de tiempo para decidir su apoyo a la causa y se retiró a sus tiendas instaladas en la quietud de la noche desierta. No tuvo la paz que la serena reflexión requiere. Fue visitado por dos jóvenes vestidos del modo occidental, con viejos uniformes de campana, eran hijos de pobladores he-breos que luchaban por su supervivencia. Conocía a sus padres y el arraigo de los mismos a esta única tierra que sus hermanos reclamaban en su totalidad. La solicitud de los jóvenes era de otro tenor, solo le pedían que fuera imparcial y no actuara contra ellos en caso de iniciarse la batalla, afirmaban que sus bienes y los de su tribu no serían afectados en modo alguno. ¿Podría creer en ellos el sabio jeque, quien podría saber si eran palabras con verdades las que salían de sus labios?. Al igual que su antepasado decidió intentar calmar a los contendientes, con ese espíritu se levantó en la mañana dispuesto a dialogar con sus hermanos, para que reflexionen. ¿Acaso no había lugar para todos en este bendito suelo? Otra vez sangre y lágrimas regarían las tierras de nuestros padres?. Con ese pensamiento se dirigió hacia Gaza, acompañado solo de su primo y ambos desarmados, solo llevaba su blanca vestimenta y sus sabios pensamientos de jeque Muja-rama. No lo escucharon, los enardecidos jeques locales decidieron cobrarse por su "sangre judía", empezando por eliminar los judíos cercanos para luego pasar a los alejados. Nuevamente una injusta crucifixión fue contemplada por los cielos de Jerusalén, los cuerpos mancillados de los dos beduinos fueron devorados por los perros hambrientos y la aves carroñeras ,que no hicieron distingos de raza o religión alguna. No abundaré en detalles, todos pueden consultar sobre la suerte de este jeque beduino sacrificado en aras de una violencia innecesaria, nadie lo oyó gritar, pocos supieron de él, su nombre era Abu Ish, nieto del jeque judío Mujimar. Servicio de Prensa
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