Se levantó temprano, prendió la cocina, llenó la pava con agua y mientras se lavaba la cara, pensó en el día que le aguardaba. Nada menos que el día de su cumple años y también la noche de Pesaj. Al nacer, sus padres lo llamaron Pesaj en hebreo, pero era necesario traducirlo a efectos de su inscripción, fue así que como Pesaj es Pascua, a el le quedó de nombre Pascual, acompañado del apellido Shlapakoff. Pero eso había ocurrido hacía ya muchos años, para ser exactos, ochenta, toda una larga vida. Mientras saboreaba los mates amargos, endulzados con un terrón de azúcar en la boca, Pascual meditaba sobre lo que debía hacer. Su mujer se levantó y lo acompañó en la mateada, también ella tenía un largo día por delante, besó a su marido, le entregó una prenda que el agradeció. Era un poncho de vicuña que el tanto apreciaba y que debía reemplazar a aquel que perdiera durante el ventarrón que sopló en el invierno. Pascual carnearía los pollos, su mujer los pelaría y luego debía cocinarlos, prestos para la cena, también por cuenta de ella corría el aseo de la casa, la elección de los manteles, vajilla etc, etc. El hombre carneó los pollos y subió a su camioneta camino al pueblo, en busca de las vituallas necesarias para el evento. Mientras el ronroneo del motor diesel lo acompañaba, Pascual meditaba sobre ese Pesaj que estaba a punto de festejar. ¿Se puede llamar festejo a una reunión de dos viejos, cansados de verse la cara uno al otro durante tanto tiempo? Los hijos ya lejos, tal vez llamarán por teléfono recordando el cumpleaños, pero difícilmente recuerden la vieja festividad hebrea. Sin embargo, cuando eran pequeños, con cuanto respeto se sentaban a la mesa del seder, venía mucha gente y todos cantaban, o al menos acompañaban las viejas melodías. Pascual recitaba la Hagadáh, uno de sus hijos hacía las cuatro preguntas y se relataba una y otra vez el éxodo de Egipto, con Moisés a la cabeza de un pueblo de esclavos. La puerta de acceso a la vivienda quedaba abierta, para permitir la entrada del profeta Elías, cuya copa refulgente, se destacaba sobre el níveo mantel. Los chicos jugaban, cantaban y reían, luego se abocaban a la búsqueda del afikomán y el que lo hallaba, hacía su pedido de regalos en medio del bullicio y la algarabía. Después, con los años, los hijos buscaron horizontes nuevos lejos de la chacra. Sus profesiones u oficios, les impedían llegarse hasta el campo, a excepción de cortas y espaciadas visitas. Pascual y su señora no quisieron abandonar la chacra, muchos años llevaban en ella y no les gustaba la vida agitada y anónima de las ciudades. Cuando los hijos formaron parejas, lo hicieron con gente de otras religiones, por tanto, el acervo judaico pasó a ser una mera regresión, al igual que el origen chacarero, de tanta rutina y chatura. Los padres no son consultados cuando los hijos crían alas y eso fue lo que ocurrió en el caso de Pascual como de tantos otros. Toda la colonia judía fue extinguiéndose, los pocos pobladores que aún quedaban, solían reunirse entre ellos para las festividades, a recordar lo que estas eran en los viejos tiempos. Pero ahora, los Shlapakoff habían quedado sólos, ya que la última pareja de vecinos judíos, había emigrado a la ciudad el año anterior para estar más cerca de sus hijos y nietos. Cuando los nietos eran pequeños solían venir a visitar a los abuelos, haciendo su alegría. Pascual les contaba sobre la historia de su pueblo, los niños miraban las velas del sábado y contemplaban atónitos a los abuelos hablando un idioma que ya les era extraño y desconocido. Uno sólo de los nietos, Marquitos, se mostró realmente interesado en los relatos y la historia del pueblo judío, inclusive pidió a sus padres asistir a un colegio hebreo, estos consistieron. A los pocos años, Marquitos inició el secundario y los padres, alegando motivos económicos, desistieron de educar a su hijo con esos principios arcaicos y anacrónicos. Sin embargo, con el tiempo, ese nieto viajó a Israel y se contactó con su historia y sus ex hermanos de raza, pero hacía mucho que no sabían nada de él. Si hasta el apellido fue cambiado por sus hijos, trocando el “muy judío” Shlapakoff por Lapacó que sonaba más francés y por ende con más aceptación en el mundo gentil. Pascual no se dio cuenta que había llegado al pueblo, dejó de lado sus remembranzas y se abocó a hacer las compras. Su visita más importante era a lo del comisionista, a quien había realizado un encargo especial. Valió la pena esperarlo, pues al llegar entregó a Pascual un envoltorio de papel madera y un frasco con un contenido color rojo que trajera desde la ciudad. Era un paquete de matzáh (pan ácimo) y un frasco de jrein (rábano picante), que no podían estar ausentes en la cena de Pesaj. Pascual recorrió el pueblo, por si hubiera algún viajante forastero a quien invitar a su cena, como antes se hacía con los cuenteniks (buhoneros) o con conscriptos judíos que estaban lejos de sus hogares, pero lamentablemente no halló a nadie que reuniera los requisitos para ser un comensal invitado a su cena festiva. Regresó a marcha lenta las pocas leguas que lo retornaban a la chacra, meditando en el pasado tan brillante en el recuerdo y en el presente tan triste y tan concreto. El día transcurrió tranquilo, con la serenidad que trae la rutina, los olores de la comida inundaban el hogar semi vacío. Por fin apareció la primera estrella, Pascual y su señora se sentaron a la mesa en la que, el mantel blanco vibraba con el parpadear de las velas, cuya llama reflejaba danzando en la lustrada copa de Elías el profeta. La mujer bendijo las velas y no pudo evitar las lágrimas cayendo por su apergaminado rostro, ante tanta soledad. También Pascual sintió llorosos sus ojos cuando comenzó el ceremonial diciendo .Bienvenidos todos al seder de Pesaj, sabiendo que sólo dos platos se usarían, sin apetito ni ansiedad. Probaron la matzáh, el rábano picante y los otros elementos del platón ceremonial. Entre ellos comentaron si estaba mejor o peor que el año anterior, sabiendo que era poco lo que podían hablar al respecto, pues la realidad era tan triste que sobrepasaba todo deseo de festejo en ambos ancianos. Igualmente el hombre haría la ceremonia, fiel a su tradición, en que debía recordar que alguna vez fuimos esclavos en Egipto. De pronto, el sonido de un motor cortó el silencio de la noche serena, a continuación, un haz de luz inundó el patio y voces extrañas alteraron a los dos viejos que estaban prontos a festejar su solitaria velada. ¡Buenas noches! ¡jag sameaj!, dijo un hombretón barbado a quien seguían una mujer y un niño de corta edad. ¡Zeide, soy Marcos!, rugió el joven sonriente ante la sorpresa y la incredulidad de Pascual y su señora. Ahora sí era un festejo, Marcos contó de su viaje a Israel, su retorno al judaísmo, su casamiento con una mujer israelí y tantas otras cosas que los ancianos, no terminaban de sorprenderse con una noticia, que otra ya los sorprendía más. Zeide déjame hacer el seder también a mí, para que mi hijo pueda formular las cuatro preguntas que corresponden, dijo Marcos a su abuelo. La pareja tenía muchas más lágrimas que antes en sus ojos viejos, pero estas eran de alegría infinita. Pascual Shlapakoff contemplaba a su nieto y bis nieto, siguiendo la tradición que el mantuviera a toda costa durante tanto tiempo. Recordó a su propio padre y abuelo, miró a Marcos con su hijo, se sirvió una copa de vino y brindando consigo mismo se dijo. “Lejaim , he cumplido !jag sameaj Pascual.”.
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