Fue el primer campo de concentración de Hitler, donde asesinaron a por lo menos 43.000 disidentes, homosexuales y judíos. Kirchner, muy impresionado, habló sobre la complicidad de los civiles y el ejemplo alemán de mantener viva la memoria.
Kirchner, estremecido, saliendo de las “duchas”, la cámara de gas del campo nazi. Por S. M. Desde Dachau, Baviera
“Arbait macht frei”, el trabajo libera. La frase que, como en Auschwitz, corona las puertas por donde se ingresaba al infierno, causa una fuerte impresión cuando se la tiene enfrente. Ayer a la mañana, la comitiva argentina, encabezada por el presidente Néstor Kirchner y su mujer, la senadora Cristina Fernández, atravesó esa misma puerta por la que pasaron unos 200.000 prisioneros de los cuales, se estima, unos 43.000 fueron asesinados y cremados allí. El campo de concentración que más tiempo funcionó durante el régimen nazi –fue abierto en 1933 y fue el penúltimo en ser liberado– impuso un pesado silencio a la comitiva, que hablaba con murmullos, como respetando el recuerdo de los muertos y los torturados. Dachau fue abierto el 22 de marzo de 1933, semanas después del ascenso de Adolf Hitler al poder en Alemania, para concentrar presos políticos opositores, homosexuales y gitanos. Sólo después de 1938 ingresaron judíos. Fue inevitable que el Presidente, su mujer y varios integrantes del grupo parangonasen lo que se muestra el campo con lo ocurrido en la Argentina. “Los métodos fueron los mismos”, dijeron. Tras su temprana apertura, el campo de concentración de Dachau sirvió como modelo para todos los campos posteriores y como escuela de violencia y entrenamiento para las temibles SS, a cuyo mando se encontraba. En los 12 años en que duró el horror se recluyó allí a unos 200.000 prisioneros que trabajaban en los campos exteriores de trabajo. La delegación llegó en una prolija caravana que estacionó en el centro del campo, un rectángulo rodeado de una pared doble, separada por cinco metros, de alambrada de púas, cuyo borde interior estaba electrificado y cuidado por torres desde donde solían dispararles a quienes querían escapar o suicidarse, o simplemente querían asesinar porque sí. A metros de donde estacionaron los coches que llevaban a los argentinos, una escultura gigante asemeja a flacos y negros cuerpos entrelazados, aterrorizados, cuyos cruces asemejaban una madeja similar al entramado a una alambrada. La obra tiene unos diez metros de largo y una altura de unos siete, y es del artista judío húngaro Nandor Glid, que perdió a toda su familia en este campo. La guía que tuvo la delegación fue notoria. La doctora en ciencias sociales Barbara Distel es cofundadora de la asociación que mantiene el campo lo muestra y atesora su historia. Prefiere que no lo llamen museo. Dice que como son sólo seis las personas que hacen los recorridos y deben atender a unos 800.000 visitantes por año, no tiene demasiado tiempo para detenerse a pensar en el horror del sitio donde está. Eficazmente, esta señora de unos 65 años guarda la memoria del infierno. CFK caminaba siempre a la vera de Distel, que era traducida simultáneamente de manera impecable por una empleada argentina. La senadora preguntaba y preguntaba, y trasladaba las preguntas que hacían atrás los periodistas que acompañaban a la delegación. Kirchner, con el gesto compungido, escuchaba y acotaba y, con varios de sus acompañantes, intercambiaba impresiones. La referencia al terrorismo de Estado argentino se imponía ante cada reflexión. Las barracas fueron demolidas, por viejas, en 1966. En su lugar hay tocones de cemento y grava. Sólo dos edificios fueron mantenidos pero reciclados. Allí vivían, dormían y morían los infelices que fueron a dar a Dachau. Camino a los hornos crematorios hay un rectángulo exterior de verde césped bávaro que separa la grava del alambrado interior. Cuando un prisionero pisaba el césped, por el motivo que fuere, era asesinado por los tiradores apostados en las torres. Los SS tomaban los sombreros roñosos de los prisioneros, los arrojaban sobre el pasto y les ordenaban ir a buscarlos. Cuando pisaban el verde, se oía el disparo. Los SS sedaban la vuelta y seguían fumando en el mismo lugar. En algunos casos, el cuerpo quedaba ahí por días. A veces, lo fotografiaban. Varias de esos gestos horrorizados y silenciosos para siempre están expuestos en la galería del campo. Algunos, con nombre y apellido. Otros, acompañados de otras fotos de cuando estaban vivos y desarrollaban sus actividades normales. El artista de cabaret Fritz Grünbanld (1880-1941) es uno de ellos. Los hornos son desoladores. En vez de una pala como la que usa para introducir el pan para hornear, en Dachau, como en otros campos, hay camillas. El silencio se hizo pesado. Fue peor lo que vino. Toda la delegación ingresó a la cámara de gas, un sitio que, incluso sin el Zyklon B, crea ahogo: techos bajísimos, sin ventanas, completamente oscuro, con 15 duchas encastradas en el techo (14 de ellas fueron robadas por los visitantes, sólo queda una). “Hijos de puta”, se escuchó decir por encima del quedo silencio a alguien. Nadie se dio vuelta para ver quién fue. La delegación calmó un poco (no mucho) su congoja cuando la guía reveló que esa cámara no fue utilizada. Excepto por una vez, cerca del final del campo, en que hicieron una prueba para probarla. Los cobayos fueron humanos, por supuesto. Las cenizas de los muertos están esparcidas por todo el campo. Cuando la guía informó eso, todos miraron el piso (y sus propios pies). Antes de entrar a los hornos y a las duchas, hay una estatua pequeña, enverdecida, de un hombrecito minúsculo y flacucho. Da lástima. La frase inscripta en su pedestal reza “En honor de los muertos y para que los vivos recuerden”. Dachau no fue creado como “campo de exterminio” sino como campo de trabajo. Los judíos empezaron a llegar aquí cinco años después de su apertura, en 1938, después de la “Kristalnacht”, la noche en que los camisas pardas de Hitler salieron a romper las vidrieras de los negocios judíos, quemar sinagogas, saquear las casas y asesinar a todo los juden que se les atravesaran. Así y todo, en Dachau se masacró a unas 43.000 personas, según los inexactos registros. Rápidamente, a los judíos los trasladaron a otros campos de exterminio en Europa oriental. Muchos sostienen que la población alemana se enteró tarde de la masacre. Cuando se ve el mapa de los 34 campos de exterminio en toda Europa, los de trabajo, y los 150 exteriores, se observan cientos de manchas rodeando las principales ciudades de toda Europa central. “Es imposible que no lo hayan sabido”, dijo CFK, consiguiendo la aceptación cómplice de varias miradas a su alrededor. Momentos antes, frente a un horno crematorio que comenzó a funcionar antes de que se desatase la guerra (de 1933 a 1939), Kirchner había hecho referencia a algo similar a lo que momentos después hizo su mujer. El Presidente rizó el rizo comparando la Argentina con lo que había ocurrido en Alemania respecto de la culpa social. “Esto no podría haber ocurrido sin el silencio y la complicidad de la gente”, dijo. Una vez empezada la guerra y, más luego, abierto el frente ruso, unos 4000 soldados soviéticos fueron asesinados en Dachau. Los fusilaron a unos kilómetros del campo, donde fueron posteriormente cremados. En 1944 hubo tifus en el campo; murieron 5000 personas. Un afiche que se colgaba en el campo decía “lo tienes, te mueres”, donde una parca atacaba a un piojo gigante. Si un SS encontraba a algún prisionero con piojos, lo asesinaba in situ. Todos tenían piojos, por supuesto. Para los nazis, sus vidas valían eso, un piojo. El campo fue liberado por el ejército norteamericano el 21 de abril de 1945 por la tarde. Ese mismo día, se hizo un juicio militar a los SS que no pudieron escapar. De los 42 apresados, 38 fueron fusilados al caer la noche. “Alemania mantiene viva la historia del Holocausto a partir de la construcción permanente de memoria”, dijo Kirchner en un alto, antes de regresar a su coche que lo llevaría de vuelta a Munich. “Es un modelo a seguir para hacer que una sociedad avance sin olvidar ni negar su pasado”, remató. Todos subieron a sus vehículos. Muchos, en la delegación, no hablaron durante un largo rato. En el aire flotaba la sensación de que lo ocurrido en Dachau nos pasó a todos. Y nos volvió a pasar.
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