Hay guerras, conflictos, litigios internacionales en los que no resulta fácil posicionarse, dirimir las razones o las culpas ya que éstas se reparten entre los bandos en pugna. Pero hay veces en que la cosa está muy clara y no admite vacilaciones. La carnicería que ha montado ese engendro religioso-ideológico llamado Estado Islámico en Siria e Irak no deja lugar para las dudas ni las ambigüedades: esas terribles imágenes que han mostrado estos días las televisiones de centenares de soldados apresados, desnudados y humillados ante unos captores que se burlaban de ellos imitando sádicamente el ruido de las ametralladoras («ratatatatá…») antes de darles muerte; esos éxodos masivos de la población civil; esos energúmenos que usan las modernas tecnologías de la comunicación para amenazarnos con entusiasmo y mostrar eufóricos las cabezas que han seccionado; este verano sangriento, en fin, de cabezas cortadas que en realidad ya se anunciaba desde que el ISIS tomó en junio la ciudad de Mosul y consiguió, al hacerse con el petróleo y con la sucursal del Banco Central de Irak, incrementar sus recursos de novecientos millones de dólares a dos billones y convertirse en la organización terrorista más rica del mundo. ¿Quién puede ver un mínimo y remoto asomo de justicia o justificación, de bondad o nobleza en esa amenaza y en todo ese horror? ¿A qué viene el mutismo de nuestra izquierda, o sus condenas en voz baja y con la boca pequeña? ¿Dónde están los manifiestos y manifestaciones de nuestros líderes progresistas, nuestros pacifistas, nuestra juventud y nuestros artistas concienciados con las grandes causas? Sorprende ese estruendoso silencio en esa izquierda que es tan aficionada a usar la palabras «nazi» y «fascista» contra cualquiera que no es de su cuerda; contra cualquier voz crítica en la política o en la prensa; contra el inquilino de la casa Blanca, sea quien sea, republicano o demócrata; contra el Estado de Israel, que ha sido el primero en aceptar una tregua con unos terroristas como los de Hamás a los que, por propia definición, no habría que dar ninguna tregua. Esa izquierda, sí, que hasta teoriza sobre un supuesto proceso en el que la víctima paradigmática del nazismo de ayer se habría convertido en el victimario de hoy perpetuando sobre los palestinos el horror cometido sobre ella. Yo no sé si se han dado cuenta quienes se dedican a urdir esa lúdica y barata clase de paradojas que comparar una guerra como la de Gaza con el Holocausto también es una forma de «negacionismo». No. No se pueden ver genocidios en un Estado pluralista, serio y democrático que se defiende en una guerra de las lluvias de misiles y a la vez callar ante los verdaderos y premeditados genocidios, como los de ese Estado Islámico que es la pura antítesis, no ya del Estado de Derecho, sino de la Civilización misma. Nunca hemos visto a ningún representante de Israel celebrar ninguna de las consecuencias trágicas de la guerra ni decir que hay que matar a todos los árabes y a todos los que no profesan el judaísmo. Pero, en cambio, sí vemos continuamente a representantes del Islam que dicen que hay que matar a los judíos por serlo, a los «infieles» por serlo, a los hijos de éstos sólo por serlo. Y eso sí es un programa genocida. Esos sí son crímenes contra la Humanidad. Ésas sí son violaciones de la Convención de Ginebra. Si hay algo que se parezca al nazismo son esas decapitaciones de civiles y de niños. Callar ante ellas es renunciar a usar la cabeza para pensar. Es autodecapitarnos nosotros mismos.
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