Sin dudas, el 23 de agosto de 2006 será recordado, por cuanto ninguna autoridad competente se ocupó de impedirlo, como el día en que la judeofobia se blanqueó definitivamente en la República Argentina y ganó sus calles. Para ello y en esa jornada, una gavilla formada por una treintena de sujetos encapuchados y armados con palos copó varios carriles de la Avenida Figueroa Alcorta y estableció allí la primer: “zona libre de judíos”. Ésto ante la pasividad y, por qué no, la anuencia gubernamental y policial, puesto que teniendo ellos la obligación constitucional de proteger a todos sus ciudadanos por igual, hicieron caso omiso a lo que les demandaba el deber y miraron para otro lado.
Siendo que parecido comportamiento le cupo asimismo a la dirigencia comunitaria argentino-israelita, la que apenas esbozó una tibia protesta por lo sucedido y dejó que todo discurriese según el antojo de los matones, suspendiendo la actividad prevista.
Como todos sabemos, ese día las juventudes de confesión hebrea se habían propuesto realizar una manifestación frente a la Embajada de Irán, en protesta por el fomento y provisión de armas y fondos que ese país le da a la banda islamo-fascista-integrista Jizbalá, la responsable de haber atacado a Israel sin razón ninguna y desencadenando con su accionar una guerra tan indeseada como cruenta, que afectó gravemente a El Líbano; una nación ésta que de modo alguno puede alegar inocencia por lo posteriormente ocurrido (el contraataque israelí), en razón de haber ignorado la resolución Nº 1559 de la ONU, que le demandaba desarmar íntegramente al mencionado Jizbalá.
Contienda ésta que (aparentemente) finalizó y en forma abrupta, obligada por una nueva resolución del “máximo” órgano político mundial, la que se conoce por la Nº 1701. Lo que no resultó óbice para que la mencionada teocracia iraní, pese a que el mandato de la ONU vuelve a ordenar el desarme y la disolución completa de la organización guerrillera shiíta, persista en colmarla con armamentos y fondos para que siga hostigando a placer e impunemente, al Estado Judío.
De ahí que la comunidad israelita, identificada como no puede ser de otro modo con el país originalmente agredido (Israel), haya decidido manifestar su desagrado por el comportamiento persa frente a la embajada de esa república, que además está acusada de inspirar los atentados a la sede diplomática israelí en el año 1992 y a la Amia en el 94. Protesta que finalmente impidió ese conjunto de encapuchados, cuyos argumentos se basan fundamentalmente en la disuasión a base de palos y sin ninguna otra razón mediante.
Lo que vimos por la televisión, donde el locutor de TN (grupo Clarín, cuando no) llamaba suavemente a los “camorreros” ilegales: “los jóvenes de Quebracho”, debería eximirnos de mayores comentarios. Sin embargo y por la gravedad que el hecho representa, no viene mal repasar lo observado y exigirles, tanto a nuestra dirigencia como al gobierno nacional, actuar con mayor rigor y abortar, con todas las armas que tengan a su disposición, este peligro antes que el mismo se institucionalice. Porque no era solamente esa treintena de “barras bravas” escondidas sus identidades bajo pañuelos árabes, quienes impidieron que se realice dicha manifestación claramente pacífica; más todavía cuando la misma provenía de entidades judías y por todos los antecedentes preexistentes, de modo alguno podían temerse desbordes.
Pero además de los nombrados, vimos también allí, desplazándose entre los matones, al sheij Mosen Alí, un sujeto mediático que de canal en canal, de radio en radio y de diario en diario, aparece hasta el mismísimo hartazgo proclamando al Islam como la religión de la paz. Y en ese lugar, visto que el individuo no es iraní sino colega religioso de estos últimos y que acompañaba indisimulablemente a los apaleadores, no era precisamente paz lo que el mismo proponía. Al mismo tiempo y para completar la matoneada, pudo advertirse que llegaban marchando también los que se dio por llamar “piqueteros”, organizaciones que en principio fueron formadas por desocupados para demandar trabajo y que luego se transformaron en grupos de choque a-ideológicos, que utilizan su número y también sus garrotes para amedrentar a la ciudadanía, poniéndose al servicio de quien les pague mejor.
Todo ésto nos retrotrae a las épocas del nazismo, donde formaciones irregulares parecidas a las antedichas y así como éstas sin pensamiento propio, arrasaban todo a su paso, como anticipo de lo que sería más tarde la descomunal matanza de minorías, bajo la dirección de las siniestras SS del III Reich. Ayer aquellas formaciones al servicio de Adolf Hitler, a quien apoyaron a ultranza y hoy éstas al de Ajmadenijad y Chávez, aventajados aprendices del criminal dictador austro-teutón. Y gracias a ellas el pasado parece volver, pero en esta oportunidad con consecuencias mucho más funestas. Porque esta vez el enemigo no es un país con un ejército formal como lo fue oportunamente Alemania, sino millones de exaltados religiosos que se encuentran mezclados dentro de las sociedades occidentales y están fanáticamente dispuestos a destruirlas.
Resumiendo: es deber ineludible de la democracia gubernamental argentina y de sus fuerzas policiales, impedir que se entronicen esas gavillas ilegales y se constituyan en un poder paralelo, con el consiguiente riesgo de “libanizar” el país. Y es también obligación de las instituciones judías exigir, pero no con tibieza sino con toda la energía que la emergencia demanda, la aplicación en toda la regla de los derechos que les asisten como ciudadanos de un país libre y que emanan indubitablemente de la mismísima Constitución Nacional. Ya que si bien el momento que vivimos (que vive el mundo entero, a decir verdad) es sumamente grave, no obstante resulta atinente el no dejarse estar, para despejar la posibilidad de que lo ocurrido en la Avenida Figueroa Alcorta se expanda a lo largo y ancho de toda la República, transformándola, por obra de la desidia dirigencial y societaria general en “zona libre de judíos”, con las consecuencias catastróficas que ya hemos experimentado.
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