Acostumbrado a dar sorpresas al pueblo de Israel, el primer ministro Ehud Olmert anunció que daría una repentina conferencia de prensa en la que más tarde confirmó que renunciará una vez que su partido Kadima encuentre al nuevo líder que buscará a través de las elecciones internas.
Se va Olmert. A mediados de septiembre, el oficialismo elegirá candidato (Mofaz, Livni) y el jefe de Gobierno se retirará a cuarteles de primavera ya que anunció que no participará de las primarias. Con Olmert se termina una era de casualidades negativas, de una guerra improvisada, de manejos principiantes y de causas contra él y otros miembros de su Ejecutivo (Jaim Ramón, Abraham Hirchson).
A Olmert se le reprocha más de lo que se le reconoce. El fantasma de la Segunda Guerra del Líbano pero por sobre todo las causas de corrupción y soborno que se le adjudican son factores que combinados resultaron fatales para él y su administración.
Es cierto que en la gestión de Olmert se intenta avanzar hacia la paz con Siria y los palestinos y que los esfuerzos por lograrlo no son pocos. Pero también es real que el panorama “vecinal” es mucho más hostil desde que Hamás tomara para sí la Franja de Gaza y desde que Hezbollah se fortaleciera ante la mirada “inocente” de la ONU.
Olmert se va y Guilad Shalit no vuelve. Cuando un líder renuncia, quedan los platos sucios de la cena de ayer y hay que ver si escoba nueva barre mejor.
Hoy, la prioridad moral de Israel pasa por la liberación del soldado secuestrado y Olmert no llegará a lograr esto a menos que, acostumbrado a dar sorpresas, anuncie un inminente y repentino acuerdo de intercambio de prisioneros con Hamás.
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