Que la política decide con los mezquinos parámetros del corto plazo no es una novedad. Al menos no en estas últimas décadas en las que la dinámica de una democracia mal entendida y peor interpretada empuja a priorizar el escenario electoral más cercano sin que el futuro importe demasiado. Sorprende como se empieza a naturalizar en la comunidad, a considerarse no solo habitual sino también normal, esta lógica canalla que parece atravesar a la política en todos sus estamentos y jurisdicciones. No se trata de un fenómeno exclusivo de los populismos, aunque justo es reconocer que en ellos esta actitud brutalmente inadecuada se exacerba, tomando potencia y mostrando su peor costado. Preocupa que este esquema del "sálvese quien pueda" haya calado tan profundo en la mente de los gobernantes que administran la coyuntura sin importarles lo que ocurrirá más adelante. Es exactamente al revés de lo que sucede en la vida familiar. Los padres siempre tratan de pensar en el futuro de sus hijos trascendiendo el tiempo de vida que les toca acompañarlos. Los gobernantes comprenden muy bien lo que están haciendo, entienden como funciona el poder y las consecuencias que generan sus políticas en el mediano plazo. Saben que el dinero que están gastando hoy, habrá que pagarlo cuando lleguen los vencimientos de sus deudas, esas que asumen ahora sabiendo que tendrán que cancelar otros gobiernos más adelante. Conocen también el impacto de sus prácticas inflacionarias de emisión artificial de dinero. Son conscientes de que los que los sucedan en el poder tendrán que hacer un sacrificio enorme y serán "los malos de la película" cuando deban acomodar la caja, reducir gastos y eliminar el despilfarro. Se dan cuenta de las torpezas que han cometido designando funcionarios y empleados a mansalva, incrementando el gasto estatal y comprometiendo a las generaciones venideras a hacerse cargo de un costo descomunal. Esto no sucede involuntariamente. No les cabe la ignorancia como justificación. Lo hacen a conciencia, lo que los convierte en verdaderos miserables. La clase política, que muchas veces funciona como casta, no dice mucho al respecto porque cada uno de los integrantes de esa actividad, lo ha hecho en el pasado, tal vez en magnitudes menos relevantes, y es posible además que deba terminar recurriendo a mecanismos similares muy pronto. La democracia moderna no ha encontrado aun resortes institucionales para protegerse de estas despreciables posturas tan frecuentes en la política contemporánea. Se habla de acotar el gasto estatal y evitar el déficit en el presupuesto. Pero eso no ha sucedido. El Estado es aún hoy el botín de los que ganan elecciones, esos que saquean las arcas públicas desde que llegan hasta que se van. Los ciudadanos están indefensos ante esta actitud corporativa que no distingue entre partidos, sino que muestra matices de una postura uniforme. Algunos parecen más sensatos y prudentes, otros más irresponsables y ruines. La sociedad debe hacer un gran esfuerzo y despertar. Parece no registrar los hechos. Es probable que se haya resignado pasivamente, y entienda que esa inmoralidad es parte esencial de las inalterables reglas de juego. El endiosamiento a la democracia ha logrado que situaciones como estas sean asumidas como un simple daño colateral, un mero mal necesario y solo parte del paisaje. Tal vez no se ha dedicado el tiempo suficiente para que la ciudadanía encuentre artilugios de contrapeso que condicionen a la política a la hora de tomar decisiones que comprometen el porvenir. En este tema existen dos planos. Uno es el de lo fáctico, ese en el que los mecanismos institucionales deben funcionar como un verdadero límite para evitar estas trampas que la política utiliza para gestionar el presente legando los efectos adversos al que viene. Por otro lado, está lo moral, y es allí donde la condena debe ser despiadada por parte de la ciudadanía. Si la gente no crítica con contundencia no solo verbal, sino electoral, a quienes ejercen estas prácticas, la clase política lo seguirá haciendo porque no tiene señales disuasivas que le indiquen el umbral aceptable para la sociedad. Está muy mal derrochar irresponsablemente los recursos de la gente, pero mucho peor es hacerlo conociendo las reales consecuencias de esa acción sin detenerse por la ausencia de escrúpulos. El desafío de la sociedad pasa por descubrir pronto engranajes formales que impidan estas inmorales acciones. Es imperioso hacerlo si se pretende conservar a la democracia como un valor de este tiempo. Pero no menos importante es empezar a castigar con eficacia estas actitudes con señales claras, sin ambigüedades, mostrando repudio genuino frente a estas indignidades explicitas. Un gran primer paso es identificar a los inmorales y no jugar su juego, ese que invita a seguirlos porque los otros son peores. Cabe intentar comprender que los procesos políticos implican etapas, que los eventuales sucesores, son solo un descarte frente al resto y no los legítimos héroes que harán lo necesario. La idea es evolucionar. Para eso no solo es preciso que los gobernantes cumplan su mandato y se vayan desprestigiados, sino que los que vengan, sepan que la sociedad está despertando y que algunas conductas serán inadmisibles. Es posiblemente el único modo de minimizar esa nefasta tradición y desterrar para siempre la miserable conducta oficial.
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