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EL LIBRO DEL CUZARÍ
Por Moshé Korin
El pensador, ensayista e intelectual judío Jaim Grinberg, comenta en uno de sus escritos, refiriéndose al Libro del Cuzarí: “Si por algún cataclismo se perdieran todos los escritos judíos, desde la Biblia hasta el último diario ídish o ladino, y sólo se conservara el Libro del Cuzarí, los historiadores podrían, no obstante, reconstruir en toda su complejidad las diversas corrientes del pensamiento y del sentimiento que configuran la mentalidad judía tradicional”.

EL AUTOR

Rabí Iehudá Haleví, el autor de la obra, fue hijo de ese siglo XII que marcó un hito en la judería española con figuras de la talla de Moshé Ibn Ezra, Abraham Ibn Ezra, Abraham Ibn Daud, Benjamín de Tudela y, sobre todo, el gran Maimónides.
Como poeta en lengua hebrea, Iehudá Haleví, superó a todos sus predecesores, y hay quien lo considera el más inspirado desde los días de los salmistas. Sus cantos más famosos son aquellos en que expresa la nostalgia por la tierra de Israel y su amor a la Sión destruida.
Pero además, Iehudá Haleví fue un filósofo profundo y un defensor de la fe judía, como se desprende precisamente de este libro, “El Cuzarí”, escrito en árabe alrededor de 1140 y difundido entre los judíos en la versión hebrea de Rabí Iehudá Ibn Tibón.
El nombre de la obra se debe a que está compuesta en forma de diálogos entre el rey cuzarí Bulán, un pagano que quiere abrazar el judaísmo, y “Hejaver”, un sabio judío.
La fe que Haleví amaba era atacada en su tiempo desde adentro y desde afuera. Desde adentro, los disidentes caraítas sólo aceptaban las prescripciones bíblicas, sin reconocer las leyes de la Mishná y del Talmud; y los judíos adeptos a la filosofía aristotélica contradecían también algunos principios del judaísmo. Desde afuera, venían constantes embates de los teólogos cristianos y musulmanes.
Pero el foco de su pensamiento no se sitúa en el dogma abstracto ni en el principio filosófico, sino en el estado lastimoso del pueblo elegido de Dios: una amarga paradoja que los judíos sensibles de todas las épocas han advertido.

LOS JUDÍOS ENTRE LAS NACIONES

Haleví reflexiona sobre el particular destino de su pueblo entre las naciones. Uno de los principales manuscritos de la obra lleva en su frontispicio esta inscripción: ”En defensa y prueba de la fe despreciada”, frase que revela el espíritu polémico y desafiante del autor. ¿Por qué la fe verdadera del judaísmo reclamaba la adhesión de nada más que una pequeña minoría perseguida en cada país, mientras sus religiones derivadas se repartían el mundo occidental? ¿ Faltaba al judaísmo poder sobre el espíritu humano objetivo? En tal caso, no debía ya tomarse en serio como fe.
Los pensadores racionalistas no asignarían a esta prueba mucha importancia, dado que no se puede medir ni demostrar la verdad con un referéndum popular. Para un Aristóteles o un Maimónides era axiomático que la capacidad del verdadero conocimiento quedara limitada a unos pocos elegidos. Pero Iehudá Haleví, demasiado hombre de mundo para desdeñar a ese mismo mundo totalmente, se ocupaba de la situación concreta de la fe judía que, luego de haberse iniciado con enorme ventaja sobre sus rivales, quedaba, sin embargo, tan lastimosamente a la zaga de ellos. Eligió, por eso, como punto de partida de su obra, la única sorprendente conquista en masa del judaísmo desde la aparición del Cristianismo y del Islam: la conversión del rey de los Cuzares y de sus súbditos a la religión judía, en el siglo VIII. Su propósito era mostrar que, en una competencia leal, el judaísmo podía sostenerse perfectamente contra otros credos y contra el atractivo de la filosofía pura.


¿QUIENES ERAN LOS CUZARES?

Los Cuzares eran una tribu tártara semisalvaje, que habitaba las orillas del Volga y las estepas del Mar Caspio. Idólatras, llegaron a conocer, sin embargo, las religiones de sus vecinos judíos, católicos griegos e islamitas, y en el siglo VIII uno de sus reyes, Bulán, decidió abrazar alguno de esos tres cultos. Recibió a emisarios de todos ellos, y luego de escucharlos se decidió por la religión judía. Los súbditos de Bulán siguieron su ejemplo, y así se constituyó un Reino Judío con su capital, Bitil, cercana a la desembocadura del Volga, y cuyos reyes se titulaban “Kohanim” (sacerdotes).
Uno de los sucesores de Bulán, Ovadia, llamó a sabios judíos de otros países para fundar sinagogas, instruir al pueblo, ordenar sus plegarias y suavizar sus costumbres.
En el siglo X, el rey Cuzarí Iosef llegó a enviar a los judíos de España un mensaje en el que narraba la conversión de sus antepasados al judaísmo. Pero en ese mismo siglo, un príncipe moscovita venció a los Cuzares y los expulsó de su reino. Parte de ellos se estableció en Crimea, otros se dispersaron por territorio ruso y algunos llegaron hasta Kiev.
En Córdoba (España), donde vivía y trabajaba Rabí Iehudá Haleví, la historia de los Cuzares constituía una realidad muy vívida, puesto que numerosas familias de la ciudad pretendían descender de ellos. Era muy natural, entonces, que Haleví relacionase su propio pensamiento filosófico con el triunfo obtenido por la religión judía en el debate, cuatro siglos atrás, en la corte de Bulán.

PUNTOS PRINCIPALES DE LA OBRA

El autor inicia su libro contando un sueño tenaz de Bulán, el rey justo e ilustrado, buscador de la verdad, en el que se le advertía que “sus intenciones eran aceptables, pero no así sus actos”. Esta admonición celestial, dice Haleví, era tanto más importante por cuanto el documento en que se basaba, la carta de Iosef, rey de los Cuzares, a Hasdái Ibn Shaprut, expresaba que la voz habría dicho: “veo tus caminos y me placen tus actos”. El cambio introducido por Haleví refleja el tono básico de su exposición, que va de la consideración de dogmas y principios hacia un análisis de la práctica y el ritual específicos de cada religión viviente.
En ese tiempo, más o menos, los sistemas metafísicos del Judaísmo, el Cristianismo y el Islam empezaban a alcanzar un grado de uniformidad, en base al cual los intelectuales argüían que se podía llegar a Dios cumpliendo los ritos de todas y cada una de las religiones, siempre que el espíritu estuviera debidamente predispuesto a amar la verdad. Lo fundamental era procurar la pureza del corazón, una vez comprendidos los principios básicos de la filosofía.
Esta orgullosa actitud conspiraba contra el apego de la gente judía a su fe ancestral. Si todos los caminos conducen al hombre ilustrado hacia Dios, ¿para qué continuar pagando un precio tan terrible a la práctica y las ceremonias del judaísmo? La posterior historia de los judíos españoles nos enseña que, en el momento crucial de la persecución, los judíos filosóficamente experimentados desertaron, con pocas excepciones, mientras que los creyentes ingenuos y simples se mostraron capaces de vivir y morir “al kidush Hashem” (por la santificación del Sagrado Nombre).
Iehudá Haleví responde al desafío de la filosofía exponiendo el principio de que sólo Dios mismo puede determinar cómo hay que adorarlo. Dado que el hombre no comprende cabalmente la naturaleza de Dios, los preceptos de la religión no pueden ser hechura del hombre. La voluntad divina es inescrutable para la razón humana, y sólo se conoce mediante el acto directo de la revelación.
En base a la especulación pura, se podrá sostener que la mejor manera de servir a Dios es la ascética, renunciando a los placeres y las comodidades de este mundo por amor a Él. Sin embargo, la observancia del “shabat” (siendo como es muy placentera), lo acerca a uno más a Dios que el renunciamiento y el ascetismo.
Las reglas deben establecer un equilibrio entre “temor, amor y alegría”. En efecto, “la pura alegría espiritual es la cumbre misma de la experiencia religiosa”. Y “si tu goce se torna tan intenso que pasa al canto y la danza, entonces alcanzaste la cúspide del servicio y de la comunión con el poder divino”.
El camino hacia Dios sólo pudo conocerse a través de la revelación. Consecuentemente, los argumentos descienden de las alturas etéreas de la filosofía a la polémica terrenal entre las religiones rivales, pretendiendo cada una que ella contiene la revelación verdadera.
En el sentir de Haleví, las pretensiones del Judaísmo sólo eran seriamente disputadas por la Fe Cristiana y por el Islam. Puesto que ellos reconocían que el judaísmo contenía la revelación verdadera del pasado, y agregaban que sus propias revelaciones subsecuentes superaban a ésta, resultaba obvio que el cargo de la prueba correspondía a las religiones ulteriores. Ellas debían demostrar que Dios negó luego la validez del Judaísmo, mediante otro acto de revelación tan convincente como el primero.
Cuando la Torá les fue entregada a los judíos en el Sinái, millares de observadores adultos vieron el humo y el fuego sagrado y oyeron la voz de Dios. Ni el Cristianismo ni el Islam reclaman para sí una revelación tan grandiosa y en presencia de tanta gente. Por eso, el rey de los Cuzares desestima sus pretensiones y se pone a examinar, con gran cuidado y escrúpulo, la fe del judaísmo.
Pero el autor no deja de comprender que, con el correr del tiempo, aun el más auténtico tesoro divino puede corromperse por obra de manos mal inspiradas. En consecuencia, aduce constancias de la Biblia y del Talmud en su afán por demostrar que la inspiración divina abandonó paulatinamente, y no de golpe, al pueblo judío. A ese efecto, cita la aseveración rabínica de que el número de profetas en Israel era de decenas de miles de almas. Cuando el don de la profecía dejó de obrar, el espíritu de santidad prosiguió manifestándose en formas menores, en la vida de santos y sabios. La codificación de la Mishná, por ejemplo, fue un acto de inspiración divina, “pues no pueden seres de carne y hueso componer semejante tratado, a menos que sea con ayuda de Dios”. Todas las “takanot” (disposiciones rabínicas) se lograron, igualmente, con el auxilio de la Presencia Divina. Por lo tanto, el Judaísmo estuvo inspirado por Dios en todas las etapas de su desenvolvimiento, desde Moisés hasta las últimas Responsa de las academias gaónicas.
Pero, ¿por qué está la gente judía tan segura de la inspiración única de su tradición? En este punto, el autor vuelve sobre las experiencias místicas de su propia alma, que presenta como dones exclusivos del pueblo judío. Al Dios de la filosofía se lo puede demostrar por medio de argumentos y rebatir por el mismo recurso, pero el Dios personal de Israel es concebido directamente por el judío. Provisto de una particular intuición divina, el pueblo judío “palpa” y “ve” la santidad de Dios, de modo que no puede dudar de Su Presencia ni negarse a Su Voluntad. “Esa percepción directa de lo divino lleva a quienes la experimentan a entregar sus almas voluntariamente por su amor a Dios, y aun a morir por Él”. Hay algo particularmente íntimo y único en la relación entre el judío y Dios. “Y en verdad se le llama Dios de Israel porque entre los gentiles falta esa percepción”.
Desde luego, el rey de los Cuzares no iba a permitir que quedase sin réplica la doctrina de la superioridad de Israel. ¿Por qué el buen Dios, que ama a todos los hombres, habría de destinar a un solo grupo una distinción especial, dotándolo con la intuición de lo divino? A ello replica Haleví que, originariamente, ésta fue prerrogativa de toda la humanidad, pero que luego de la caída de Adán y la subsiguiente degeneración de sus descendientes, quedó limitada al pueblo judío. La mayoría del pueblo judío puede esperar que, en circunstancias propicias, alcance su innata intuición el grado de la profecía. Cuando esto ocurre, “se elevan por encima de su especie por el refinamiento de su alma y por su anhelo de los niveles más altos de comunión mística con lo divino, en humildad y pureza...”
¿Significa eso que los judíos han sido designados por Dios para ser una “raza maestra”, puesta por encima de las demás naciones? De ninguna manera. Al contrario, la prueba de la elección de Israel consiste en el hecho histórico de que su más leve infracción a la ley es castigada inmediatamente y despiadadamente. El pueblo judío está sujeto a la particular providencia de Dios, que reprende a aquéllos a quienes ama.
Haleví sostiene que la humanidad forma un todo viviente, y que en ese conjunto orgánico le cabe a Israel la función de dirigir a todos los hombres hacia la senda verdadera de la religión. Israel ha sido llamada a funcionar como “corazón” de las naciones, reaccionando a los dolores del cuerpo de la humanidad y estimulando su conciencia.
Tanto el Cristianismo como el Islam provienen del Judaísmo, “y constituyen el necesario preparativo espiritual para el esperado Mesías”.
“Todas las vicisitudes que nos sobrevienen en el destierro, purifican dentro de nosotros el espíritu de la Torá, librándonos de toda escoria y refinando el metal, de modo que a través de nuestro perfeccionamiento el poder divino se disperse en el mundo”.
Esta interpretación podría inducirnos a pensar que el pueblo judío debería resignarse al exilio para cumplir su “misión”. Pero el pensador no lo ve así. En su concepto, el pueblo judío influye de un modo místico en el progreso del mundo, por su existencia misma, antes que por casuales esfuerzos misioneros. Debe, pues, a sí mismo y al mundo, la rehabilitación de su existencia sobre una base sana y productiva, reforzando sus lazos con la Tierra Santa. El pueblo judío sólo logra su dimensión profética en su propio país; la “intuición divina”, su don peculiar, sólo prospera en la Tierra de Israel. Mientras a los seres de una colosal envergadura espiritual, como “Abraham, Moisés y el Mesías”, les es dable alcanzar el nivel de la profecía fuera de los límites de Tierra Santa, los hombres menos grandes no pueden esperar tal fin sino viajando al país de sus padres.
De este modo, Haleví comienza convirtiendo a los Cuzares al Judaísmo y termina convirtiéndose él al sionismo personal. Es llevado a esta conclusión paso a paso, por la íntima y evidente lógica de su fe.

EL AMOR A SIÓN

El argumento de su obra indujo a Rabí Iehudá Haleví a emprender su célebre viaje a Sión, lo que constituía en verdad un acto de autosacrificio, ya que Tierra Santa estaba ocupada por los Cruzados, que habían dado muerte a todos los judíos de Jerusalem. Literalmente sería “ver” la “gloria de Dios” y luego morir.
La peregrinación comenzó con una larga travesía por el Mediterráneo. En Egipto, donde su fama lo había precedido, los jefes de la comunidad intentaron retenerlo, pero no los escuchó. Finalmente llegó a Israel, y allí se pierden sus huellas. Según la leyenda, postrado en emocionada plegaria cerca del Monte del Templo, fue muerto por un jinete que pasaba por el lugar.

Noviembre 2005 / 28 de Tishrei al 28 de Jeshvan 5766
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