¿Quién podría negar, vista su inmensa y más que ponderable obra literaria, que Mario Vargas Llosa es un brillante autor de ficción? Entonces me pregunto ¿le hacía falta transvertirse en mercenario y en ariete del proverbial odio anti judío de la prensa española? Porque ¿qué otra explicación si no esa podemos encontrarle a la ristra de artículos anti-israelíes que publica en el Diario El País de España, sobre todo cuando insiste en que admira desde siempre los logros del Estado Hebreo? Gustavo Perednik, con su clásica erudición, aclara bastante este asunto. Pero no lo suficiente. Por cuanto afirma que “no” toda crítica a Israel implica judeofobia y por tal le asigna algunos resabios de la misma solamente al “texto” del “escribidor” peruano, pero no a su persona. Y aquí surge la paradoja, por cuanto todo texto refleja, inexorablemente y más aun cuando de pegarles a los judíos se trata, el pensamiento de quien lo escribe. Y también porque, aunque tangencialmente, el hombre confiesa tal animadversión. En el cuarto artículo de la serie por ejemplo, Don Mario derrama raudales de lágrimas por Hebrón, donde tal como lo presenta el diario y él no lo desmiente: “El acoso permanente que padecen los árabes por parte de los colonos judíos ha convertido esta ciudad en la imagen de la desolación y el dolor. Vargas Llosa (nuestro combatiente legionario, debería decir) narra en este nuevo capítulo las penalidades de los palestinos que, a pesar de todo, permanecen en este lugar cargado de historia”. Es verdad que el escritor estuvo cinco veces en Israel, pero no es menos verdad que fue por breves períodos de tiempo. No obstante, dichas (mínimas) estancias le permitieron hacer un cuadro de situación bastante preciso, según él estima, sobre un conflicto centenario, cuadro del que saca la conclusión que son los pobres pobladores árabes las únicas víctimas del mismo. Prerrogativa ésta de una mente prodigiosa como la suya, me digo tras leerlo, puesto que yo, habiendo vivido seis años seguidos en Israel, he visto las cosas de manera muy diferente. Si hiciese falta una anécdota, ahí va: La primera vez que tuve que viajar desde Beer Sheva a Jerusalem (1985), recibí cantidad de advertencias para que al solicitar pasaje en la terminal de ómnibus, aclarase que quería viajar vía Tel Aviv y no por el camino que pasa por Hebrón. Ésto debido a las constantes pedreas de las que eran objeto los buses israelíes por parte de los árabes, cuando transitaban por dicha ruta. Resulta que ahora, en la óptica de Don Mario, los únicos martirizados son aquellos que a base de piedras, impedían el libre desplazamiento por la zona de esos inofensivos medios de transporte, hiriendo y también matando con ellas a no pocos pasajeros. Claro, en la visión unidireccional del peruano, aquellos autobuses iban cargados de judíos y por ende los ataques tenían su justificación. Por lo menos, eso es lo que se le entiende, aunque haya querido decir otra cosa. Quisiese creer, en consonancia con quienes lo admiran como literato, que el padre de Morgana (su hija y fotógrafa acompañante) se ve afectado por una “fatamorgana” (espejismo) ! y lo que dice no lo dice en serio; aunque el daño, puesto que lo suyo está publicado, ya fue hecho. No basta por ello que aclare que para entrar a la paradigmática ciudad haya necesitado de los oficios de su futuro yerno “judío” (indicación especial hecha por él), para justificar su “filosemitismo” puesto en juicio por su propio puño y letra. Tendrá en cambio que demostrarlo, interiorizándose más de lo que pasa en la zona y abjurar al mandato de los judeófobos españoles que le encargaron las sucias crónicas. Después de todo, la condición confesional del novio de Morgana, vistas todas las diatribas implícitas o explícitas anti judías que campean en los artículos del ilustre novelista, hace aparecer al enamorado de su hija como el clásico “amigo judío” que todo antisemita tiene.
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