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El genial artista plástico
Marc Chagall

Por Moshé Korin
Marc Chagall es, al igual que muchos creadores judíos de origen ruso, como el escritor Schólem Aleijem, un artista que ilumina la cultura judía desde lo personal hasta lo universal, y que al retratar su aldea alcanza el corazón del mundo. Y lo hace con la autoridad de un enviado, con el vigor y la gracia de un mandato celestial.

En Francia

Mi primer encuentro con la obra de Chagall, fue en París, en 1961 (donde hice escala por una semana, allí fui invitado a dar dos charlas en idish, por iniciativa de Jaim Finkelshtein, sobre la comunidad judeoargentina en general y la educación en Buenos Aires, en particular. Este acontecimiento se dio viajando a un curso de perfeccionamiento en Israel).

En la capital de Francia, el Museo del Louvre exhibía por primera vez en su historia la obra de un pintor vivo. En una extraordinaria exposición, Chagall presentó los bocetos – en realidad obras maestras en sí mismas – que habrían de convertirse en doce vitrales para la Sinagoga del Centro Médico Hadassah de Jerusalem. Pasé casi dos horas ante esa explosión de colores y formas.
No soy crítico de arte y no es mi intención referirme a Chagall con lenguaje de experto. Sólo quiero transmitir la intensa emoción que me produjo el contacto directo con la obra del pintor, que sólo había visto en reproducciones. En el mismo Museo compré un poster del genial artista que lo regalé a la familia que en 1956, cuando estudiaba en el Seminario para Maestros en Jerusalem, me había “adoptado”, hogar en el cual pasé hermosos “shabatot” (sábados).
Tuve otros encuentros con la obra original de Chagall: visité su Mensaje Bíblico en el Museo Nacional de Niza, una colección de portentosas imágenes sobre temas del “Tanaj” (Biblia), junto a muchas otras composiciones. Y nunca mejor aplicada esa palabra para aludir a la obra de Chagall, orquestada como una vasta composición a la vez plástica, poética y musical en la que vuelven, a modo de “leit-motivs”, los recuerdos y los símbolos que son como la biografía del artista: los rostros de sus seres queridos, sus padres, sus abuelos, las dos mujeres que amó, los lugares en los que transcurrió su vida.

Los paisajes de su pueblo natal suelen convivir en el mismo cuadro con las estampas de París, la ciudad que él llamaba “el lugar de mi segundo nacimiento”. Bien es cierto que Francia le devolvió ese afecto al adoptarlo como su pintor emblemático y pedirle que pintara la cúpula de la Ópera de París. Fue un deseo expreso del entonces Presidente Charles De Gaulle, a través del más brillante ministro de Cultura que se puede imaginar, el escritor André Malraux. Chagall tardó dos años en cumplir el encargo, al que él mismo definió, en un texto autobiográfico, como un “tributo a Garnier en su casa, a Francia y a la libertad”. Ya no estaba allí Garnier, el gran arquitecto de la Ópera de París, para ver el homenaje de Chagall, pero quien hoy alza los ojos hacia esa admirable cúpula, una obra colosal de 220 metros cuadrados que el pintor terminó en 1964, a los 77 años de edad, hallará todas las constantes de su creación: su portentoso imaginario y sus colores deslumbrantes fundidos en alegoría que son pura música. También caminé por las callecitas medievales de Saint-Paul-de-Vence, la hermosa localidad amurallada del sur de Francia que Chagall eligió para vivir su madurez y donde murió como un patriarca bíblico en 1985, cuando le faltaban pocos meses para cumplir 98 años.

En Jerusalem

Y llegamos a mi tercer encuentro con Chagall, el más impresionante, porque tuvo por marco Ierushalaim. En 1967 viajé a Israel, estuve también en Jerusalem, y por supuesto, quise ver los vitrales cuyos esbozos me habían maravillado en el Louvre. En uno de los montes que dominan la ciudad sagrada, brilla como una joya el Hospital Universitario Hadassah, Centro Médico de excelencia, cuya sinagoga se engalana con los espléndidos vitrales diseñados por Marc Chagall. Él mismo trabajó durante dos años junto con su asistente Charles Marq, reconocido maestro vidriero, quien puso a punto un procedimiento especial para colorear los vidrios, a fin de que el artista pudiera utilizar muchos más que los tres colores básicos en un mismo panel ininterrumpido. Para realizar los doce vitrales, Chagall se inspiró muy atentamente en los textos de la Biblia, el Libro de los Libros que él consideraba –son sus palabras– “la mas alta fuente de poesía de todos los tiempos”. Allí resplandece en púrpura, oro y azul, con sus doce gemas, el pectoral del Gran Sacerdote, minuciosamente detallado en el capítulo veintiocho del libro Éxodo, y la figura majestuosa de Moisés bendiciendo a las Doce Tribus de Israel, tal como se describe en el quinto libro del Pentateuco, Deuteronomio.

Cuando asistió a la inauguración de los vitrales en 1962, Chagall declaró que aquella obra era su “modesta entrega al pueblo judío, que siempre soñó con el amor bíblico, la amistad y la paz entre los pueblos”. Y añadió esta frase conmovedora: “Durante todo mi trabajo sentí que mi padre y mi madre observaban por sobre mi hombro, y detrás de ellos había millones de otros judíos de ayer y de hace mil años”.

Contemplar en la Sinagoga aquellas pinturas que yo había visto en París y que, en su traspaso al vidrio, adquirían mágicas transparencias, fue para mí un especial regalo de la vida. Pero podría jurar que los vitarles, encendidos por el sol, no eran más luminosos que las pinturas originales.

Su vida

La vida de Marc Chagall es una larga peripecia en la que hubo, como en toda existencia humana, momentos felices y épocas duras. Pero llama la atención que un hombre que vivió un tiempo tan turbulento, signado por dos guerras mundiales y una gran revolución en su propia tierra natal, sólo dejara testimonios de amor, belleza y alegría de vivir. Bien lo dijo él mismo al definir los dos ejes esenciales de su obra: “Luz-libertad y color-amor”.

Sólo la profunda tristeza que le causó la muerte de su esposa, la novia de su primera juventud, logró ensombrecer por un tiempo su paleta con motivos melancólicos. Pero pronto se impuso su vitalidad creadora y regresó a su mitología personal, poblada de ángeles, parejas de enamorados voladores, personajes del circo, fiestas y escenas populares, músicos que sobrevuelan los paisajes de su pueblo, flores y seres fantásticos, gallos que parecen salidos de los tradicionales huevos de Pascua rusos, y a menudo, en primer plano o semiescondidas en la maraña de fantasmagorías y símbolos, las figuras de su mujer y de su hija, a veces acompañadas por él mismo, en insólitos autorretratos.

Imágenes

Son recurrentes en sus cuadros los seres simbióticos y las imágenes oníricas: hombres con cabeza de pájaros o caballos, arlequines que cabalgan gallos, cabras dotadas de piernas o vacas voladoras en cuyos vientres se transparentan los terneros. Una y otra vez aparecen las siluetas del judío errante, del músico ambulante, del musiquero (“klezmer”), “Helegman”, con sus caras verdes o azules, y alguna figura diminuta, que a menudo está cabeza abajo. Todo ello podría sugerir un universo de pesadilla, si no trasuntara una luminosa alegría, una desbordante potencia creadora.

Su niñez

Marc Chagall nació el 7 de julio de 1887 en Liosno, cerca de la ciudad rusa de Vitebsk. Su venida al mundo estuvo llena de sobresaltos ya que la noche en la que nació hubo un incendio en su casa y estuvo a punto de morir asfixiado junto con su madre. Fue el mayor de 9 hijos, de una pareja de trabajadores, profundamente religiosos, que le transmitieron el amor y el respeto por la tradición judía. Pero no lograron apartarlo de su temprana vocación por el dibujo. Él mismo lo explicó más tarde con estas palabras: “Elegí la pintura; me era más necesaria que el aliento”.

Los inicios

Era todavía un muchacho cuando se fue a San Petesburgo, aunque no logró ingresar a la Escuela de Bellas Artes, como era su intención. El gran cambio en su destino se produjo al cumplir 23 años, cuando un diputado amigo le consiguió una beca de estudios en París. Allí tuvo la suerte de relacionarse con los personajes más notorios de la vanguardia intelectual y artística: los poetas Apollinaire y Blaise Cendrars, los pintores Soutine, Delaunay, Fernand Léger. Francia vivía nuevas experiencias artísticas: el surrealismo, el cubismo, el fauvismo, y Chagall, como sus coterráneos Kandinsky y Soutine, se integró a la Escuela de París con su propio bagaje, incorporando los temas y los colores del folklore ruso a la pintura moderna francesa. De aquella época es su extraño “Autorretrato con siete dedos”, en el que aparece vestido como un dandy geométrico, pero con siete dedos posados sobre el cuadro casi “naif” que está pintando y que representa una escena rural de su amado terruño.

Al estallar la Primera Guerra Mundial regresó a su hogar ruso. En 1915 –tenía 28 años– se casó con una muchacha de su pueblo, Bella Rosenfeld, con quien tuvo una hija, Ida. La Revolución de 1917 lo encuentra dispuesto a participar en el gran sueño socialista: organiza muestras y trabaja en algún puesto cultural. Afirma, convencido, que un “pintor proletario sabe que él y su talento pertenecen a la colectividad”. Pero la burocracia del régimen termina por alejarlo. Su cuadro titulado “La Revolución”, en el que un orador político parecido a Lenín hace acrobacias sobre una mesa ante la mirada serena de un rabino, resulta más bien satírico.

Entrada Triunfal

Regresa a París en 1922 y comienza su verdadera carrera. Como bien dice André Breton, pontífice del surrealismo, con Chagall, “la metáfora hace su entrada triunfal en la pintura moderna”. Marc Chagall ya es una personalidad en el mundo artístico europeo. Expone sus obras, firmadas con su nombre completo, bien legible, y viaja mucho. Visita los grandes museos europeos y queda muy impresionado, en España, por las pinturas de El Greco. Su creatividad parece incontenible: escribe poemas, redacta su autobiografía, hace grabados, ilustra las fábulas de La Fontaine, realiza los decorados escenográficos de “El pájaro de fuego” de Stravinski y “La Flauta mágica” de Mozart para el “Metropolitan Opera House” de Nueva York.

Pero el destino acechaba: al terminar la Segunda Guerra Mundial se quedó sin Bella. La muerte de su esposa lo sumió en una depresión que le impidió trabajar durante casi un año, y cuando volvió al taller, su dolor quedó reflejado en las pocas obras sombrías que pintó. Una de ellas es el sangriento “Buey desollado”, un tema que tentó a varios grandes pintores, desde Rembrandt hasta nuestro Antonio Berni .

Años más tarde, otra mujer, Valentina Brodsky, a la que llamaban Vava, lo rescató de la soledad. Se casaron en 1952 y se instalaron definitivamente en el sur de Francia, en esa Provenza cuya luz había inspirado a Van Gogh, Matisse, Cézanne, Gaguin, Pissarro, Fernand Léger.

Ecuménico

Llegan para Chagall importantes halagos, como el Premio Erasmo que recibió en Copenhague en 1960, y la Legión de Honor, cuya Gran Cruz le fue otorgada por el gobierno francés.
También es la hora de los grandes encargos: museos, teatros, sinagogas, catedrales, iglesias, le piden murales o “vitraux”.
Artista universal y ecuménico, Marc Chagall se inspira tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. De su paleta surgen patriarcas bíblicos y Cristos crucificados, Anunciaciones a la Virgen María, ángeles y mártires. En alguno de sus cuadros aparecen juntos el candelabro y la cruz.

Chagall, un icono

En 1974, al filo de sus 87 años, realiza su magnífico vitral “Crucifixión”, para la catedral de Reims. También lucen sus obras las catedrales de Metz, en Alsacia, y de Maguncia, en Alemania. Para esta última, realizó un conjunto de cinco vitrales en los que estuvo trabajando durante ocho años. Entregó el último en 1984. Tenía 97 años y apenas le quedaba uno de vida. El joven artista que presentó por primera vez sus pinturas en París, en 1924, se había convertido en un icono de su tiempo. Hace un par de años, en las “Galerías Nacionales del Gran Palais”, una muestra retrospectiva reunió 179 obras de Chagall, que fueron admiradas por una multitud.

Quisiera terminar esta evocación de un genio con la frase que otro genio, Pablo Picasso, le dedicó a su colega. Dijo Picasso: “Cuando Chagall pinta, no se sabe si está durmiendo o soñando. Debe tener un ángel en algún lugar de su cabeza”.
¡ Marc Chagall, orgullo del pueblo judío y de la humanidad !





Mayo - Junio 2008 / Iyyar - Siván 5768
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