El 27 de febrero de 2008 murió el infame genocida Luciano Benjamín Menéndez, un general profundamente antisanmartiniano, que dejó tras de sí cobardía y muerte. Con el relato que sigue quiero evocar un acontecimiento del que fui protagonista en tiempos de la dictadura, cuando asesinos psicópatas como este general, tenían en sus manos la vida y la muerte de miles de seres humanos. La memoria de esos días es reveladora, entre tantos otros testimonios, de cómo vivían, si es que acaso es ésta la palabra que deba aplicar, quienes estuvieron bajo el yugo del Jefe supremo del III Cuerpo de Ejército con asiento en la Provincia de Córdoba. Un hombre que fue la reencarnación del pensamiento y la acción que prevalecieron siglos atrás durante la Inquisición española, bajo la corona de los reyes católicos.
Año 1977, cárcel de concentración de la ciudad de La Plata, República Argentina.
LLEGARON LOS CORDOBESES
Sobre los tormentos implementados por la dictadura con el objetivo no sólo de diezmar la carne sino la dignidad y la voluntad de los detenidos, siempre aprendíamos algo nuevo. Esta vez la novedad nos llegó con el traslado de los presos cordobeses a la cárcel de la ciudad de La Plata, donde estaba alojado. Pronto vimos que las reglas que traían eran na muestra clara de un sometimiento que excedía todo lo conocido por nosotros. Todo en ellos delataba el grado de sadismo con el que habían sido tratados a diario, aun si los comparábamos con nuestra cárcel, en la que el padecimiento y la muerte eran moneda corriente.
Desde la primera vez que los vi supe qué infierno les había tocado padecer. A tres días de su llegada, dos guardias que se acercaban abriendo las celdas se detuvieron frente a la mía y me ordenaron salir y esperar en la formación del pasillo, y abrieron la celda contigua. Donde yo estaba parado pude ver una escena que me sobrecogió. Apenas el guardia abrió la puerta y antes de que les ordenara a los cordobeses salir al pasillo a formar junto a nosotros, en un acto de sumisión estremecedor, que me espantó, los dos se pusieron de espaldas a la puerta y se arrodillaron en posición fetal, mirando contra la pared. Verlos era como si se hubieran preparado para recibir un balazo en la nuca. Y sin esperar, con voz estentórea, cada uno de ellos gritó su nombre y su número de celda. ¿Qué les habían hecho a los pobres para que reaccionaran de esta manera? Semejante humillación nos revelaba las condiciones de extrema dureza en la que habían vivido. ¡Levántense y párense firmes!, les ordenó el guardia. Como dos resortes, los dos se incorporaron. Y como estaban obligados en el campo de concentración de donde venían, apenas estuvieron de pie y de frente, sin abandonar el fondo de la celda levantaron sus brazos por detrás de la nuca y se quedaron en silencio, mirando al piso y esperando la siguiente orden. El yuga (guardiacárcel) volvió a gritarles: ¡mírenme de frente, carajo! ¡Levanten la vista! Lo que les habían hecho en ese infierno en Córdoba superaba todo lo visto por nosotros. Le habían trastocado hasta el mínimo orden de humanidad que aún se vivía en nuestro infierno. Era como si la muerte y el encierro se les hubieran pegado a sus cuerpos y a sus mentes. ¿Dónde estuvieron estos?, escuché que le preguntaba con acento correntino el yuga de uniforme oliva al de guardapolvo blanco, que era como vestían los empleados de “tratamiento” de esta cárcel. De Córdoba, le respondió… estuvieron en un pozo con los milicos... los recagaron a palos todos los días.
Cuando salieron al patio después de reponerse de la tremenda golpiza recibida en el traslado, algo común en todos los desplazamientos de presos, nos abalanzamos sobre ellos para saludarlos con apretones de manos y abrazos. Rodeados por el tumulto estaban los que había visto en mi pabellón arrodillarse en celda. Me acerqué a ellos y les extendí mi mano. Y mientras lo hacía me di cuenta que sus caras se parecían entre sí. Se veían como hermanos, como mellizos, pero no lo eran. No en un sentido biológico, aunque sí por sus miradas y por el color de su piel carente de sol. Eran grises y sus caras desalimentadas y llenas de un cansancio indescriptible que resumidas en sus semblantes. Entre abrazos y preguntas, el que se veía más agotado y aturdido se había quedado mirando a la nada, con sus ojos humedecidos. Fue la primera vez después de tanto tiempo que sentí que la piedad volvía a habitar en mí como en le resto de todos nosotros. Y no es que no fuéramos impiadosos pero lo cierto es que esa cualidad yacía adormecida en lo más profundo. Porque cuando se vive en el infierno el sentido natural ante el sufrimiento del prójimo termina oculto por supervivencia dentro uno mismo, como lo haría un fugitivo de la muerte. Además, el sufrimiento es tan común, tan cotidiano, que los tormentos que todos padecimos sin excepción terminaron por construirnos una costra en el alma, detrás de la cual vivía esa piedad que ahora afloraba mientras esas bocas desgranaban sus historias. Eran los venidos del feudo del general genocida Luciano Benjamín Menéndez. Esos relatos, de un horror indescriptible, nos hablaban de cuerpos que eran colgados boca abajo, colgando del fuselaje de un helicóptero que avanzaba sobre las copas de los árboles, hasta que algún golpe o roce concluía con sus vidas repentinamente o después de tantas mutilaciones.
Esa era una de las formas para sacarles información, para que confesaran nombres y lugares. También nos hablaron de cuerpos estaqueados a una cama de malla de metal apoyada sobre el hueco de un pozo de tierra lleno de carbón incandescente. Este tormento, casi como salido de alguna mazmorra de la Inquisición española, se la hacía con el único propósito de asarles la carne hasta el límite del dolor. Cuando me lo contaron no pude dejar de rememorar un texto sobre la vida del mártir San Lorenzo, quien murió de esa manera, asado como una res: “Nos dejaban allí, como si fuéramos tiras de asado…” Y no sólo era para sacarles información sino por el placer de sentirlos pedir clemencia a gritos. Alguien recordó también los platos de mierda, llenos de excrementos y orina, que les eran servidos como un guiso en el que estaban obligados a meter la boca. Todo lo que decían parecía salido de las pesadillas del pintor Francisco de Goya. Todo en ellos me hizo pensar en su memorable aguafuerte “El sueño de la razón produce monstruos”. Después de conversar largo rato entendí que esos relatos funcionaban como un exorcismo que estaban practicando consigo mismos. Y me di cuenta también que a pesar de tanto oprobio y tormento en sus rostros aún se dibujaba una señal de desafío singular. Era una especie de ademán de humanidad persistente que habían sabido cobijar a resguardo del olfato bestial de aquellos servidores del general Luciano Benjamín Menéndez, uno más de los caníbales cebados de carne enemiga, cuyas espíritus, lo más apetecible, no pudieron disfrutar. Sentí que esa luz pequeña era tan prodigiosa como el fulgor de las estrellas ante las que siempre me rendía en las noches claras frente a mi telescopio.
A la vuelta del recreo me hice unos mates. No dejaba de pensar en esas historias. Tampoco en ese cobijo de integridad que trasuntaban sus rostros gastados. A pesar de sus experiencias su actitud silenciosa enaltecía a la especie humana. Definitivamente, estos sufrientes me habían devuelto esa parte de humanidad en desuso. Y eso, en lo particular, me hizo creer otra vez en el acontecer del Universo, en que su majestuosidad no era sólo un camino de vana evolución de la materia para terminar degradada en un lugar como este.
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