Francisco Narciso de Laprida pertenece a aquella estirpe de hombres legendarios del pasado argentino, expresión de la entrega, la valentía y el heroísmo. Su vida es un ejemplo de sacrificio por la patria y por los valores de bien. Su historia y su vida son una de las hebras principales en el tejido de la historia argentina, de la historia de todos; es parte fundante de la constelación de seres que componen nuestro pasado común como pueblo. Su entrega hizo posible nuestra libertad actual. Se erigió como presidente insigne de aquel Congreso de Tucumán que, en 1816, declaró nuestra independencia, insuflado de espíritu patriótico. Biografía Laprida fue un político argentino nacido en San Juan el 28 de octubre de 1786 y falleció en Mendoza en el año 1829, con tan sólo 43 años de edad. Hijo de José Ventura Laprida, comerciante español que llegó de Asturias y de María Ignacia Sánches de Loria, sanjuanina proveniente de una familia tradicional. Realizó sus primeros estudios en el Real Colegio de San Carlos de Buenos Aires y en 1803 fue a Chile a continuar sus estudios en leyes en la Universidad de San Felipe, convirtiéndose en abogado en 1810. Un convencido patriota Ya siendo abogado participó en el Cabildo abierto del 18 de septiembre de 1810 en el momento de formarse la Junta Provisional de Gobierno. Un año más tarde regresó a San Juan y fue electo síndico del Cabildo. En 1813 fue el principal instigador del descontento popular que terminó con el gobierno de Saturnino Sarassa (gobernador de la provincia de San Juan en 1812-1813). Esto le valió ser encarcelado por el posterior interventor, pero al poco tiempo logró fugarse. Colaboró estrechamente con José de San Martín en la organización del Ejército de los Andes, contribuyendo hasta con sus propios bienes para la causa independentista. Siendo perito de leyes y vecino de importancia fue enviado en 1815 como diputado de la provincia al Congreso de Tucumán, junto con Fray Justo María de Oro. Ocupó su presidencia desde el 1º de julio de 1816 y estaba a cargo cuando el 9 de ese mes se redactó y juró la Declaración de Independencia. Él era el más joven de los diputados, fue el primero en suscribir y jurar el Acta de la Independencia. Fue también aquel que pronunció la histórica pregunta: “¿Queréis que las provincias de la Unión sean una nación libre e independiente de los reyes de España y de su metrópoli?” Luego de la Batalla de Cepeda (1820), el Congreso de Tucumán fue clausurado ese mismo año. Después, Laprida regresó a San Juan donde ocupó el cargo de Gobernador en sustitución de José Ignacio de la Roza. En 1824 representó a San Juan en el Congreso General Constituyente, lo presidió durante meses. Siendo miembro del Partido Unitario, la responsabilidad por el fusilamiento del federal Manuel Dorrego fue un duro golpe, posteriormente regresó a San Juan. Pero el arribo allí de Juan Facundo Quiroga lo obligó al exilio. Laprida se trasladó entonces a Mendoza, donde apoyó la revolución unitaria dirigida por Juan Agustín Moyano. En ese marco de fidelidad y convicción en sus ideales, en el contexto de luchas intestinas entre unitarios y federales, cuando las tropas contrarias al mando del ex fraile José Félix Aldao –quien había derrotado a Moyano- propuso un encuentro basado en el cese al fuego para intentar negociar un acuerdo de paz entre ambos bandos, Laprida no dudó en acceder. Junto a él se hallaba el joven Domingo Faustino Sarmiento a quien Laprida, con sus últimas palabras, logró avisar de la emboscada y exhortarlo a que se pusiera a salvo, salvándole así la vida. En aquella matanza murieron más de un centenar de personas. Sus captores lo enterraron vivo, dejando su cabeza fuera y una tropilla de caballos la arrasó . Su cuerpo nunca fue hallado. Sin sepultura, en Buenos Aires, en su honor, la vislumbre del Pilar enciende la lámpara votiva que en la Catedral señala el sepulcro de San Martín. Sarmiento y Borges rememorando al prócer Relata Sarmiento en su libro “Recuerdos de provincia”: “(…) el enfrentamiento de Pilar, en el que Laprida intentó salvarle la vida antes de perder la suya: ´Yo estaba aturdido, ciego de despecho; mi padre vino a sacarme del campo y tuve la crueldad de forzarlo a fugarse solo. Laprida, el ilustre Laprida, el Presidente del Congreso de Tucumán, vino enseguida y me amonestó, me encareció en los términos más amistosos el peligro que acrecentaba por segundos. ¡Infeliz! Fui yo el último, de los que sabían estimar y respetar su mérito, que oyó aquella voz próxima a enmudecer para siempre…” Sus últimos pensamientos son magistralmente imaginados por Borges –quien fuera su lejano descendiente- en su “Poema conjetural”, quizá trasuntando los propios temores del poeta al recordar a su antepasado en la circunstancia que le tocaba vivir: “Zumban las balas en la tarde última. Hay viento y hay cenizas en el viento, se dispersan el día y la batalla deforme y la victoria es de los otros. Vencen los bárbaros, los gauchos vencen. Yo, que estudié las leyes y los cánones, yo, Francisco Narciso de Laprida, cuya voz declaró la independencia de estas crueles provincias, derrotado, de sangre y sudor manchado el rostro, sin esperanza ni temor, perdido, huyó hacia el Sur por arrabales últimos. Como aquel capitán del Purgatorio que, huyendo a pie y ensangrentando el llano, fue cegado y tumbado por la muerte, donde un oscuro río pierde el nombre, así habré de caer… Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano. A esta ruinosa tarde me llevaba el laberinto múltiple de pasos que mis días tejieron desde un día de la niñez…” Siempre me ha conmovido este poema por su vibrante realismo, por la tragedia injusta de la historia y su fatalidad. Es cierto que su texto puede servir de justificativo para las voces pesimistas (el “destino sudamericano”, mencionado por Borges en boca del personaje). El noble héroe que había brindado su vida por la independencia de la Nación termina degollado por sus coterráneos. Lo valioso sucumbe ante las fuerzas degradantes de las peleas intestinas, la inmoralidad y la decadencia. ¿El esfuerzo tiene sentido? ¿Quién no ha oído alguna vez que el esfuerzo hecho por nuestro país no tiene sentido, que no hay recompensa para quienes se juegan por él? ¿Quién no ha sido tentado alguna vez a comulgar con ese credo derrotista, que bajo el ropaje del realismo, da muerte a cualquier visión optimista y esperanzadora? De este modo, el tango “Cambalache” termina siendo una predicción de la mediocridad que estaríamos signados a padecer. Sin embargo, cuando rememoro la gesta de Laprida y el “Poema conjetural” no puedo menos que intuir que quizá en el instante último, aquel patriota habrá rogado que su vida y su muerte tuvieran sentido, que se cumplieran sus más preciados sueños sobre nuestro país. Por ello, siento que somos responsables de que su heroísmo no sea en vano. Su ejemplo (y el de tantos otros) debe guiarnos, motivarnos e insuflarnos el ideal para la lucha cotidiana por construir una nación mejor, más justa y acorde con los valores auténticos que imaginaron nuestros antepasados. Lo que en un principio puede generarnos la desazón del fracaso de lo noble y genuino, debería transformarse en energía que nos impulsara a tomar férreamente las banderas de los más altos principios republicanos, cívicos y sociales que inspiraron a nuestros próceres para construir nuestro querido país. Cuando el derrotismo pareciera vencernos, intentemos pensar en que somos partícipes de la realidad social en la que vivimos; tanto de la realidad presente como futura. Ninguna acción que se inscriba en el marco de los valores republicanos y cívicos es nimia o pequeña. Cuando el nihilismo nos quite esperanzas, intentemos recordar que aquellos valores no son para nada ajenos a nuestro ser argentino, sino que íntimamente los compartimos todos y que forman la reserva moral de nuestro pueblo, a la que se refirió en un reportaje Ernesto Sabato, el 9 de julio del muy difícil 2001: “En cada esfuerzo solidario individual y comunitario de una extensa red de organizaciones sociales, en cada investigador y estudioso que apuesta a la verdad (aunque otros relativicen o callen), en cada docente y maestro que sobrevive en la adversidad, en cada productor que sigue apostando al trabajo, en cada joven que estudia, trabaja y brinda su compromiso formando una familia nueva. En los más pobres y en todos los que trabajan o fatigosamente buscan trabajo, que no se dejan arrastrar por la marginación destructiva ni por la tentación de la violencia organizada, sino que, silenciosamente y con la entrega que sólo concede el impulso a una vida digna, siguen amando a su tierra. Ellos han probado un cáliz que, en la entrega y el servicio, se ha hecho bálsamo y esperanza. En ellos se manifiesta la gran reserva cultural y moral de nuestro pueblo.” Así, a pesar de los problemas que nos aquejan y que nos tientan con el pesimismo y la falta de compromiso, no podemos pisar indiferentes la tierra que lleva la sangre de nuestros próceres. ¿Acaso podemos renunciar a comprometernos? ¿Acaso podemos desmerecer su sacrificio haciendo que éste no valga la pena? ¿Podemos ignorar que para ello contamos con nuestro acervo moral, fuente de esperanza en nuestra nación y sus integrantes? Tal como alguna vez dijo Raúl González Tuñón, “Vivir se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte.” Conocer la historia de nuestros próceres, alimentarnos de su espíritu hecho de valentía y pasión por un país mejor; desempolvarlos del museo del pasado para nutrirnos con la guía de sus valores e ideales, de seguro nos transformará y hará posible que transformemos la historia. Este es mi mayor deseo, que estas líneas hayan contribuido a ello y reverberen en muchos otros. Laprida quedó sin sepultura, que su morada esté, pues, en el interior de cada uno de nosotros.
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