Rubén Beraja, presidente del Banco Mayo y ex presidente de la DAIA, es un hombre reservado, casi indescifrable, que despierta odios y adhesiones extremas. Un perfil del hombre que es para algunos un benefactor y un líder ejemplar y para otros un peón voluntario del proyecto menemista.
“Un hombre dedicado a su trabajo y a la comunidad”. “Un duro que compró a todos y aplastó al que se resistió”.
“Este es el tercer atentado. En unos meses, sufrimos la caída de los dos bancos, hay muchas instituciones que quedan en una crisis profunda y perdemos al dirigente más importante y capaz de las últimas décadas.” Este es el diagnóstico -–seguramente exagerado-— que ayer hacían algunos hombres que rodean a Rubén Beraja. Sus adversarios dan casi la visión opuesta: “Se termina la etapa menemista de la comunidad judía, la que puso en la cumbre a los banqueros y llevó a la dirigencia tan cerca de la Casa Rosada que terminó incinerándose”. Beraja es un ángel o un demonio, el gran benefactor o el ambicioso de poder; el defensor de los intereses de la comunidad judía o el que se entregó a los brazos de Corach. Posiblemente sea una mezcla de todo eso.
Quienes lo quieren sostienen que la comunidad y el banco fueron para él los hijos que no tuvo. “Dios lo quiso así”, suele decir para explicar cómo reemplazó la vida familiar por jornadas casi enteramente dedicadas a ir de un club a otro, de un acto judío al siguiente. Casado con la fotógrafa Raquel Bigio, Beraja tiene un muy buen pasar aunque sus amigos dicen que “de ninguna manera es millonario. No es un banquero que tiene 50 o 100 millones de pesos. Lo más probable es que no tenga ni dos millones. Vive en un dúplex, en la calle Cavia, que vale unos 400.000 pesos, tiene una casa en el country Miraflores, que estará en unos 300.000 y casi no tiene ninguna otra cosa: no se enriqueció ni se pasó el tiempo haciendo negocios para él”.
En la otra vereda reconocen que no usó el cargo para hacer dinero, pero lo acusan por una ilimitada acumulación de poder: “El Banco se convirtió en una especie de amo y señor de los clubes, escuelas y templos pequeños, que sobrevivían gracias a los aportes y créditos. Pero eso no era pura generosidad; significó la formación de un aparato que le permitía mantenerse en la presidencia contra viento y marea. A quienes no pudo dominar, como la gente de Memoria Activa, les hizo casi una guerra. Cuando se convocó en Nueva York un acto contra la impunidad, Beraja le ordenó a uno de sus hombres de confianza, Alfredo Neuburger, que llame a los dirigentes norteamericanos y los increpe para que el acto no se haga o que la gente de Memoria no hable”.
El punto clave de las polémicas fue la relación con el Gobierno. Sus defensores sostienen “que ningún dirigente judío se enfrentó tanto al poder como Beraja. En el acto que se hizo enseguida después del atentado, en Plaza Congreso, Beraja hizo un discurso muy duro delante de Menem. Un año más tarde fue el que embistió contra la Policía Bonaerense e hizo también una fuerte denuncia ante el Congreso de los Estados Unidos. Por otra parte, Beraja siempre pensó que no convenía pegar demasiado fuerte. Era exponer a la comunidad, someterla al peligro de actos de antisemitismo y la clave fue actuar con responsabilidad”.
Para los adversarios del presidente de la DAIA, “la relación de Beraja con Corach era indudable. Al principio hizo algún discurso duro, pero sólo fueron gestos ambiguos. La realidad es que fue un hombre más que cercano al Gobierno y la mayor prueba estuvo en ese pedido de disculpas que fue a hacer a la Casa Rosada después de que la gente silbó a los ministros en el acto del 18 de julio de 1997. Ahí se vio todo claro: la gente de la comunidad repudió al Gobierno por la falta de resultados en la investigación y él, junto con los dirigentes de la AMIA, fueron a pedirle perdón a Corach y Menem. En los cuatro años transcurridos desde el atentado contra la AMIA, Beraja nunca hizo una conferencia de prensa para protestar por la poca gente que estaba investigando el caso AMIA, las pistas falsas, las maniobras. Siempre siguió como una especie de perro faldero al juez Galeano, justificó todo en lugar de ponerse firme”.
Su participación en el Comité de Etica Pública, conformado por el Poder Ejecutivo, fue el punto culminante de esa polémica. Beraja se sumó allí a un organismo que presidía Luis Ferreira, un ultramenemista que adoptó posiciones discriminatorias contra los gays y que obviamente no hacía cuestionamiento alguno a la ética de los funcionarios del Gobierno. El presidente de la DAIA argumentó que esa era una contribución intelectual que debía hacer para impulsar una mejora en la ética argentina, pero incluso buena parte de quienes lo respaldan consideran que fue un error grave. “No se trató de una ofensiva del Ejecutivo para mejorar la ética sino más bien una pantomima para no mejorar nada”, argumentan. Sus adherentes llegan a reconocer que Beraja hizo ese gesto para salvar el Banco, pero los detractores consideran que sólo fue un paso más en su íntima relación con el menemismo.
“Dios pone en situaciones duras a los justos, pero después terminan siendo reconocidos”, suele decir Beraja, considerándose un incomprendido. En el templo sefaradí al que concurre, en la calle Lavalle, muestra el perfil de hombre que lo ha dado todo y sólo recibe críticas duras a cambio. “Es una pose”, sostienen los opositores. Sea como fuere, lo cierto es que Beraja apareció en los últimos años como el dirigente más capaz, con mayor presencia y personalidad de la colectividad judía. Los que condujeron la AMIA --entre ellos Sergio Spolsky-- también protagonizaron una quiebra, la del Banco Patricios, e igualmente aparecieron vinculados con el gobierno a través del jefe de gabinete, Jorge Rodríguez. El anterior presidente de la DAIA, David Goldberg, quebró con el Sanatorio Antártida y también fue cuestionado por su relación con el gobierno de turno. Todo indica que la colectividad judía deberá reconstruirse, básicamente porque a corto plazo hay instituciones, escuelas y clubes que están en peligro de desaparición. La figura del tercer atentado que esbozan desde el oficialismo es falsa: no hubo un factor externo, no hubo terroristas que produjeron la crisis. Es verdad que la comunidad pasa por su peor momento y los viejos dirigentes han perdido buena parte de su credibilidad: tal vez eso produzca la aparición de una nueva camada, menos ligada a bancos y empresas, menos atada al poder y más independiente.
Raúl Kollmann Página/12 - Octubre 1998
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