A raíz del secuestro de la enfermera argentina Pilar Bauzá Moreno y la médica española Mercedes García a fines de 2007, pertenecientes a la Organización “Médicos sin fronteras”, es que me vino a la memoria los centenares y centenares de servidores de la salud y ayuda al prójimo, pertenecientes a distintas organizaciones, como por ejemplo “Médicos del Mundo”, “Maguen David Adom”,”Órdenes religiosas” (la Madre Teresa de Calcuta) “Cruz Roja”, etc., que se dedican a atender a las personas más desprotegidas, aún arriesgando sus vidas.
Creo que es nuestro deber homenajear a estos “héroes”. Sin duda Albert Schweitzer, fue uno de los protagonistas centrales de estos movimientos. Cabe recordar que en el 2008 se cumplen 56 años de la entrega que le hicieron del Premio Nobel de la Paz.
Creo que se hace indispensable recordarlos, pues estamos viviendo en un tiempo en el que las cifras oficiales nos enrostran que en el mundo mueren de hambre anualmente más de once millones de niños; cifras que nos dicen también que por día mueren cuatro mil quinientos niños por falta de agua o saneamiento. Y en un tiempo en el que la desnutrición en los países en vías de desarrollo afecta a ciento cuarenta y seis millones de niños… tiempo también en el que a cada minuto, un niño muere de sida y otro se infecta con el virus de esta enfermedad. Sobre un mundo en el que la UNICEF titula su libro: “Ser niño. Crónica de una experiencia brutal”, donde cincuenta y cinco por ciento de los chicos nacidos en los países muy pobres, no figuran en ningún registro y son esclavos o prostituidos; es de este mismo mundo del cual el prestigioso biólogo norteamericano Eduard Wilson afirma que cada año se aniquila el cinco por ciento de la superficie terrestre y que de aquí hasta el año 2050 se habrá extinguido el veinticinco por ciento de las especies vivientes.
Oportuno
Es entonces que hoy consideramos sumamente oportuno dedicar aunque no más fuese una breve nota, en homenaje a alguien que tanto luchó para mitigar el dolor humano. Nos referimos a un hombre de múltiples y disímiles facetas como el muy admirado por nosotros, Albert Schweitzer, médico, cirujano y teólogo cuyo nombre está tan asociado a su gigantesca labor médica en el África, y a su asistencia a leprosos y otros enfermos incurables.
Organista
Nació en Kaysersberg, en la Alta Alsacia, el 14 de enero de 1875. Él era alemán, y, es útil recordar, que la Alsacia fue una región en que sucesivamente iba cambiando de manos, siendo francesa o alemana según la época y los vaivenes de las distintas guerras, y también según sus propias divisiones. Además, el apellido familiar “Schweitzer” proviene de la raíz —en idioma alemán— “Schweiz” que quiere decir “Suizo”.
A edad muy temprana, Albert perdió a su padre (pastor luterano). En la casa de su tío, Karl Schweitzer se criaría otro huérfano luego célebre: Jean-Paul Sartre, nieto del tío de Albert.
Desde muy pronto, Albert fue un muy aplicado e inteligente estudiante de órgano. Llegó a ser un eximio organista, brindando conciertos a beneficio por casi todos los países europeos. Y, además, se dedicó con maestría a la construcción de órganos, publicando inclusive un libro al respecto, intitulado “El arte de construir órganos”. Es de suponer la devoción que pondría en esta tarea constructora, y su sentimiento extático al escuchar sus vibraciones aún antes de que la construcción del instrumento estuviese concluida. “Sigo con profunda emoción el misterioso sonido que se pierde en la penumbra de la iglesia”, reconoció en una oportunidad.
Notable compositor
Apasionado por la música, especialmente de la obra de Juan Sebastián Bach, Schweitzer llegó a ser considerado —junto a quien fuese su profesor en el Conservatorio de París, Charles-Marie Widor— uno de los mejores intérpretes de la música de Bach. Sabemos asimismo que Bach deslumbró al rey de Prusia, Federico II el Grande, cuando improvisó frente a él en la Corte; incluso el insigne matemático de la Corte, Leonard Euler observó que instantáneamente armaba Bach en el teclado, contrapuntos inversos en los cuales la armonía era la imagen en espejo de la melodía—. Schweitzer, incluso, publicó un par monografías sobre Bach.
Sensibilidad del sonido
Siguiendo aquel conocido versículo de la Biblia que dice: “En el principio era el verbo, y el verbo era con Dios, y el verbo era Dios”, se infiere que también el verbo es sonido, al igual que la música. Y esto era sobrecogedor para un espíritu sensible y religioso como Albert Schweitzer, quien de ese modo “se transportaba”, podemos decir, al Reino de Dios. Ya nos advertía Pitágoras en el alba de la civilización helena: “Hay geometría en el canturreo de las cuerdas; hay música en el espacio que separa las esferas celestes”. Y dos mil años más tarde, coincidiría el célebre físico Max Plank cuando sentencia: “Lo que hay arriba, es como lo que hay abajo”.
Música y Teología
Schweitzer cursó estudios de Filosofía, graduándose en 1899 (a los 24 años). Un año más tarde, es ordenado sacerdote en la Iglesia de San Nicolás, en Estrasburgo. Y, ya en el siglo veinte, en 1901 es Director del Instituto Teológico, siendo Doctor en Teología a partir de 1902. A su formación universitaria le imprimió una singular visión personal, reflejada en varias obras publicadas acerca de tan trascendente temática.
Pronto es famoso en casi todo el mundo por su talento musical, especialmente tocando el órgano. En 1905 aparece la edición francesa de su libro sobre quien considera su gran maestro. El título del mismo es “Johannes Sebastian Bach, el músico poeta” (tres años más tarde, se imprime la edición alemana).
Su concepción escatológica o postrera del cristianismo, entendido como anticipo del arribo del Reino de Dios se refleja en su libro “De Reimarus (1694-1768) a Wrede” (1859-1906), publicado en 1906. Ya entonces el teólogo Schweitzer contradecía al dogma oficial.
Original Tesis
Y Schweitzer decide comenzar entonces estudios de Medicina y Cirugía en la Universidad de Estrasburgo, donde se doctora en 1911 —a los 36 años de edad— con la presentación de su Tesis de muy insólito título: “Retrato psiquiátrico de Jesús”. Luego, sigue estudios de especialización en la Universidad de París, especializándose en Enfermedades Tropicales. Es que Schweitzer —espíritu esencialmente religioso y misionero de su fe— pronto entendió que para él era más trascendente salvar los cuerpos y las almas de los sufrientes desheredados del mundo, que quedarse como pastor de un pueblo alsaciano.
Praxis por el otro
Y comienza en ese momento lo que podríamos denominar “la praxis por el otro” en el sitio que fuera su destino. Allí donde reinara la ignorancia, el hambre, la enfermedad y la muerte. Allí, justamente donde su especialización en enfermedades tropicales lo indica como el más habilitado. Entonces, junto a su mujer Hélene Breclau —enfermera; extraordinaria compañera, con quien tuvieron una hija, Rena—, se trasladan en 1913 a Lambarené, en lo que es hoy Gabón, en la antiguamente denominada África Ecuatorial Francesa. Allí se instalan y comienza su singularísima obra. Una verdadera epopeya que dignifica a todos los hombres.
Varios de sus libros cuentan acerca de esta experiencia. En ellos, en síntesis, podemos decir que hallamos una crítica cultural, que culmina en una ética positiva del mundo y a favor del respeto a la vida y un profundo y activo amor por el prójimo.
Selva del dolor
Albert Schweitzer emprende así su voluntario éxodo hacia su “tierra prometida”: el corazón de la miseria africana. Hay quienes sostienen que aquí justamente nos hallamos frente a la actitud de un verdadero maestro, ya que el maestro lo es, no tanto por lo que dice sino por lo que hace. Con él estuvo siempre como fiel compañera y excelente asistente, su esposa Hélene. Juntos residieron en una humilde barraca. Ambos se compenetraron del dolor del hombre de la selva. Hélene, de su parte, ha sido una indispensable auxiliar en la atención de los enfermos, siendo a su vez instrumentista y anestesista en las intervenciones quirúrgicas realizadas por su marido.
Consigna
Se instalaron en la ribera baja del río Gogué, donde Schweitzer con fondos propios construye un precario hospital, al que también mantendrá desde su peculio y con donaciones que conseguía de fuera. Además de la ignorancia y la desnutrición, debió vérselas con la lepra, la tuberculosis, las enfermedades tropicales y diversos males. Ya en el primer año debió atender a más de dos mil pacientes.
A todo esto, tanto su tarea médica como su interpretación religiosa y su amplitud de criterios para respetar las creencias de las nativos, fueron motivo de dura crítica por la corporación médica de la época.
Schweitzer se propuso curar al enfermo de sus males, pero sin pretender cambiar las singulares creencias nativas. Su consigna era “curar a los nativos y darles amor, pero sin desfigurar su perfil histórico-cultural”. Y esto era sin lugar a dudas revolucionario, sobre todo considerando el ya conocido germen de la violenta transculturación operada desde varios siglos antes.
Prisionero de guerra
Durante la Primera Guerra Mundial, el misionero Albert Schweitzer pese a no ser combatiente, fue considerado “propiedad enemiga” y encarcelado en Francia como prisionero de guerra. Allí fue en los años 1917/1918.
En el cautiverio, no quiso perder el tiempo. Y allí elabora lo que sería luego su libro de dos tomos, “Filosofía de la civilización” (que se publicaría en 1923). Un libro en el que rinde culto a la vida y presenta una firme consolidación de su aspiración ética, mientras advierte el riesgo de que la civilización como tal, pueda desaparecer.
Cerca del final de la guerra, Schweitzer fue canjeado por otros prisioneros de guerra. Curiosamente, la Francia de la “Libertad, igualdad, fraternidad” no supo distinguir a un misionero y filántropo de un combatiente. Un desvarío más de la historia.
Peligrosa época
Albert Schweizer fue un devoto de la vida y del lugar, y respetuoso de la naturaleza a la que consideró amenazada de muerte. Así, declaró en una oportunidad: “Vivimos en una época peligrosa: el ser humano ha aprendido a dominar la naturaleza, mucho antes de haber aprendido a dominarse a sí mismo”. Es decir, que de llegar el hombre a un dominio total de la naturaleza, el resultado sería la devastación de ésta.
Reconstrucción
A fines de 1924, Albert Schweitzer regresa a Gabón y con mucho dolor comprueba que de aquel hospital que fuese su obra, sólo quedan las ruinas. Una vez más, este hombre ahora de 49 años de edad, rehace el hospital. Esta vez, a tres kilómetros río arriba de lo que fuera su anterior instalación. La reconstrucción incluye un Internado para los enfermos de lepra. Sigue dando conciertos de órgano y la recaudación la destina a esta obra. También obtiene algunas donaciones particulares que le ayudan a solventar la precaria financiación.
Colisión
Además de ser hiperactivo y no darse descanso en la tarea médica en el África, fue también Schweitzer un consecuente pensador, que como tal abrigó una visión personal del conocimiento y de la creencia heredados. Su visión entró en colisión con los principios de la época, a los que criticaba por su esterilidad. Pero aún, si en el terreno filosófico o en su interpretación personal de la música de Bach se podía incorporar su aporte, en el campo del dogma teologal todo le era más esquivo. Recordemos que su tesis doctoral se fundó en “Retrato psiquiátrico de Jesús” y recordemos asimismo que mientras que las verdades de la razón, son de por sí mutables, en cambio, las verdades de la fe no se pueden discutir, debido a la inmutabilidad del dogma.
Fue también muy riguroso en cuestiones de moral, y su severidad estuvo al tono en la selección de las personas que le rodeaban, incluso en quienes podrían trabajar a su lado.
Nobel de la Paz
En 1952 la Fundación Nobel le otorgó a Albert Schweitzer —entonces de 77 años de edad— el Premio Nobel de la Paz. A esta ceremonia sus tareas no le permitieron asistir, siendo el embajador de Francia quien lo recibiese a su nombre, leyendo el discurso de agradecimiento. En este discurso escrito, Albert Schweitzer —una vez más preocupado por los pobres y los sufrientes del mundo— declara que destinará el dinero para la adquisición de cemento, madera y chapas acanaladas para completar el lugar de alojamiento y asistencia de los doscientos leprosos que estaban a su cuidado. Y así sería: en 1954 inaugura lo que llama “Ciudad de la luz”. Tres años más tarde, en 1957, fallece su mujer (en Zurich), en lo que fue un momento muy duro para Albert Schweitzer.
Es interesante apuntar que esa misma premiación de 1952, incluyó en el Nobel de Literatura al novelista francés François Mauriac. ¡Oh, coincidencia…! Mauriac fue autor —entre otros libros— de “El Desierto de amor”, “El río de fuego”, “El beso al leproso”. Títulos éstos que ya alguien muy bien señaló, parecerían dedicados a Albert Schweitzer.
Amor por la Humanidad
Albert Schweitzer compone la ópera “El Reino de Dios. La Cristiandad en los orígenes” y escribe “Mi vida y mi pensamiento”, de carácter autobiográfico. Murió el 4 de noviembre de 1965 —a los 90 años de edad —¿Dónde…? Donde sino en “su” Lambarené.
Podemos decir que como en los casos de Albert Einstein, Rabidranatah Tagore, la Madre Teresa de Calcuta, de manera muy especial en el de Albert Schweitzer la vida de estas personas no han sido, sino una noble entrega de amor por el género humano.
Hoy, cuando pasaron más de cuarenta años de su muerte, y releemos las frías cifras —escandalosas, diríase “obscenas” en su objetiva enunciación— de las frases con las que comenzamos esta breve nota, no podemos menos que extrañar su ausencia. Y, ensimismados, preguntarnos, ¿qué pensaría de esto el inmortal filántropo de Lambarené…?
Por quien doblan las campanas
Vale aquí recordar la célebre frase de John Donn, excelso poeta del barroco inglés del siglo dieciséis —que inmortalizase Ernest Hemingway—, casi a modo de una oración laica: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta porque me encuentro unido a toda la Humanidad. Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”.
Y por supuesto, recordar también la exigencia que nos hacen las Sagradas Escrituras “Cada uno es responsable por el mundo”, que asimismo nos reconforta al decirnos: “Quien hace el bien a uno, lo hace a toda la Humanidad”.
¡Honremos a estos benefactores de la humanidad!
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