Corría el año 1960 y yo me encontraba en Jerusalem realizando un curso de perfeccionamiento docente. En esos meses, los diarios y la radio permanentemente nombraban a Iaacov Eyal, mencionándolo como el terror de la manzana de su vivienda en Katamón, uno de los barrios en Jerusalem con mayores problemas de pobreza y deterioro de convivencia en toda Israel por aquel entonces. En 1978 también durante un seminario de perfeccionamiento docente en Jerusalem leí una nota que ese mismo Eyal con más de treinta años de edad ya era un responsable y respetado líder en el consejo municipal de la ciudad de desarrollo de Netivot en el Néguev. Iaacov y muchos otros centenares de niños judíos como él, que arribaron a Israel después de 1948, eran el resultado feliz de una peculiar solución israelí a un problema universal: tender puentes sobre las brechas entre grupos de gente que, teniendo características formativas y educacionales muy distintas entre sí, tienen que vivir juntos y ayudarse mutuamente a construir el futuro de su país. La génesis de las dificultades de Iaacov se enraizaban en la herencia cultural que sus padres y él mismo trajeron de su Yemen natal en 1951, cuando llegaban a Israel, un avión tras otro cargados de “Olim” (inmigrantes) yemenitas. Pronto se les unieron multitudes de inmigrantes de Marruecos y otros países islámicos. Vino entonces el choque de culturas, la dificultad de estos recién llegados del mundo musulmán, recién emergidos de una civilización medieval, para adaptar su paso y su progreso al de los judíos ashkenazim, de cultura europea. Cundió la frustración y vino la desesperación. Pobreza, hacinamiento, problemas, “Panteras Negras”y una creciente tasa de delincuencia juvenil constituyeron un muy serio desafío al Estado de Israel. Los titulares de los diarios hicieron conocer el problema al mundo. Mucha menos publicidad han recibido los exitosos programas de solución, como el rol desempeñado por el Movimiento Kibutziano en el venturoso enfrentamiento con este desafío. A la vanguardia de las tres grandes federaciones de kibutzim estuvo, en este campo, el Kibutz Artzi – que respondía a la ideología de Mapam (hoy Meretz) Hashomer Hatzair y el movimiento kibutziano en conjunto se entregaron de cuerpo y alma a diversos proyectos para reconciliar las disparidades en el seno de la sociedad y tratar de eliminarlas. El Kibutz Artzi preparó al respecto tres grandes programas: el proyecto de colegios secundarios titulado” Integración Estilo Israelí” que funcionaba en más de 80 kibutzim del Hashomer Hatzair., el “Instituto Judeo-Arabe” en el kibutz Guivat Javiva y el “Instituto de Harward para Comunidades Cooperativas” Modelo del proyecto colegial era el “Refugio Ana Frank” del Kibutz Sasa, a aproximadamente, a 3 Km. de la frontera libanesa, donde el proceso de integración abarcaba la experiencia vital total de sus estudiantes, nacidos y criados en la ciudad. Eran rescatados de ser candidatos al submundo gangsteril y de las sombrías perspectivas de un futuro sin sentido y enviados a vivir, aprender y trabajar a la escuela de Sasa en completa igualdad de condiciones con los adolescentes nacidos y criados en el kibutz. Muchos de ellos eran seleccionados por los municipios, agencias de servicio social o la Aliá Juvenil. En algunos casos los mismos padres gestionaban la admisión de sus hijos en los programas educacionales kibutziamos. Paciencia y afecto, eran las llaves que utilizaban maestros y miembros del kibutz para guiar a los jovencitos en la transición a su nueva vida. Apenas llegaban se sentían impactados por el profundo cambio registrado de un día para el otro. En lugar de los bloques de departamentos de dos o tres pequeñas habitaciones donde toda la vida estuvieron apretujados con numerosos hermanos y hermanas, ahora se encontraban viviendo en un espacioso complejo de modernos edificios, en un ambiente rural que sería su hogar durante los años siguientes. “Es como estar en un hotel elegante” escribió un asombrado jovencito a su familia. Un activista del sistema de “Integración Estilo Israelí” Moshé Fistenberg, señalaba, que la privación económica no era el único factor que determinaba la elegibilidad para la admisión. No pocas de esas familias habían mejorado su posición económica, pero en el fárrago de la moderna y dinámica Israel, tenían cada vez mayores dificultades en mantener los lazos familiares, que tan relevantes eran en su tradición cultural. “Nosotros dedicamos mucho tiempo a esos chicos –explicaba Fistenberg – porque pese a la atmósfera de pobreza y problemas que habían dejado atrás, añoraban mucho a sus familias, necesitaban amor y atención, todavía en mayor grado que las comodidades físicas que disfrutaban con ellos para hacer que se sintieran verdaderamente apreciados y bienvenidos y para ayudarlos a forjar el sentimiento de “formar parte” de nuestra vida. Cada uno de ellos era “adoptado” por una familia del kibutz. Una vez que transponían las primeras etapas de orientación, comenzaban a apreciar los privilegios de su nuevo ambiente y a sentirse más en el hogar”. Uno de esos jóvenes lo expresaba así: “Al principio uno se siente muy extraño. Se hacen nuevos amigos. Se siente uno libre del hacinamiento y la pobreza que dejó atrás.¡Eso es algo grande!”. Los responsables del programa hacían todos los esfuerzos posibles para que los chicos mantuvieran y cultuvaran sus lazos familiares. Visitaban con frecuencia sus casas y los padres eran alentados a visitarlos en el kibutz. Cuando se los invitaba a pasar un fin de semana en el kibutz no era nada raro que trajeran consigo cinco o seis otros hijos de visita. El éxito del “Refugio Ana Frank” estuvo confirmado por el informe de una investigación realizada por un grupo de sociólogos universitarios norteamericanos. Dicho informe fue compilado por el Dr. Jacob Zylberman, de la universidad de Harward (EE.UU.), en base a los estudios efectuados en el kibutz por los profesores Lawrence Reimer de la Universidad de California y Martín Wolins, de Harward. Decía el citado informe: “Es raro encontrar un lugar donde adolescentes de diferentes clases sociales y procedencias culturales no solamente vivan juntos en paz y armonía, sino que hasta formen una sociedad cohesiva”. “La habilidad del kibutz para integrarlos al estudio, señalaba el informe, la experiencia de esos adolescentes de observar la conducta de los adultos abocados a sus trabajos y la forma de autogobierno y democracia en que todos vivían, constituían un modelo de programa educativo integral que podía contribuir mucho a la planificación educativa tanto en Israel como en los mismos Estados Unidos”. Desde 1954 aproximadamente, la tercera parte de los graduados escogieron quedarse en el kibutz y convertirse en miembros plenos del mismo. El gobierno contribuía con las dos terceras partes del costo de los estudios de los que venían de afuera del kibutz y la otra tercera parte era aportada por el kibutz mismo. Pero la dedicación de 24 horas al día para estos jóvenes de parte de toda la comunidad del kibutz, especialmente los profesores, madres de familia e instructores juveniles, constituía una contribución especialísima, única e inconmensurable. Pese a un déficit anual de 400 dólares (de aquella época) por cada joven, que también soportaba el kibutz, estaban en marcha ambiciosos planes para incrementar y mejorar esta actividad de salvataje social.
Los otros dos programas del Kibutz Artzi En su “Instituto Judeo-árabe” el Movimiento Kibutz Artzi tocaba el centro mismo de lo que interesa a los israelíes. La coexistencia de judíos y árabes en un solo territorio. El Instituto estuvo situado en Guivat Javiva, a mitad de camino entre Haifa y Tel Aviv. Albergaba unos 300 estudiantes de todos los estratos de la sociedad israelí: aldeanos árabes, tribeños beduinos, musulmanes, cristianos y judíos. Una biblioteca de más de 50.000 volúmenes en siete idiomas era continuamente consultada y pronto sería ampliada para acomodar la afluencia de más libros. El programa de estudios, conducido por profesores árabes y judíos incluía seminarios para muchachas árabes, cursos cortos de idioma árabe para estudiantes israelíes de escuelas secundarias, simposios que se realizaban en aldeas árabes y seminarios que solían atraer a participantes del exterior. En el “Instituto Judeo – Árabe” vivían y trabajaban juntos y cerraban así, la brecha entre ambos grupos. Su objetivo supremo era lograr una paz fundada en la mutua comprensión y respeto. Fistenberg era realista sobre las dificultades de concretar esa idea:”Sea cual fuere la solución última del conflicto árabe –israelí, sea que devolveremos solo parte de los territorios o que retengamos la mayoría de ellos, de todas maneras, dentro del Estado Judío existiría una nutrida población árabe. Nosotros estamos trabajando, seguía diciendo Fistenberg, para el día en que los dos pueblos tendrían que coexistir juntos. Eso, sin dilaciones, debe fomentarse desde ahora, mediante la promoción del conocimiento y comprensión mutuos” La labor del Kibutz Artzi había generado la creación de una academia estadounidense. Se trataba del “Instituto de Harward para Comunidades Cooperativas” que con el auspicio conjunto de la Fundación Guivat Javiva, desarrollaba su propio mini-sistema de programas como seminarios de intercambio de estudiosos y de miembros de kibutzim , que pasaban un año en la Universidad de Harward en calidad de profesores asociados o visitantes. Un programa de escuela secundaria estadounidense en Israel para estudiantes de esa procedencia y la participación “cuerpo de paz” de voluntarios norteamericanos en Guivat Javiva completaban esta actividad. Además, el Servicio de Publicaciones, colaboración conjunta del Instrituto de Harward y del Centro Kibutziano para la Investigación Social, editaba estudios sobre la vida en el kibutz. Fistenberg estaba justificadamente orgulloso de los logros de sus compañeros kibutzianos:”no nos dedicamos precisamente a teorizar. Vivimos y lo hacemos. En mi propio kibutz Ein Dor cultivamos la clase de relaciones con nuestros vecinos árabes, que ambicionamos sean ejemplo para toda Israel. Luego de lo que aconteció en Entebbe, una delegación de árabes, llevando ramos de flores, vinieron para dar la bienvenida a casa a dos de nuestros miembros que habían caído rehenes de los terrorista y fueron liberados durante el operativo, Janet y Ezra Almog. Nuestros vecinos árabes pusieron en sus manos una carta oficial de congratulaciones del concejo de su aldea, el cual al mismo tiempo condenó al terrorismo y nos reiteró su deseo de mantener y mejorar las relaciones entre nosotros”. Tal optimismo parecería tener poco efecto real en la vasta arena de las disputas internacionales. Pero para Fistenberg, su esposa, su hija y tres hijos varones, así como para muchos otros israelíes, sus persistentes esfuerzos personales y comunales brindaban confiada perspectiva de que, mediante el persistente trabajo y el tender puentes, entre judíos de distintos estratos sociales, y judíos y árabes, puede constituir un objetivo realista para nuestros propios días. Para finalizar debemos desearnos: ¡Jamás renunciar al sueño!.
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