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De Janukáh y los Apikoires
Cuando de niño cometía alguna tropelía (frecuentemente), o hacía observaciones irrespetuosas (permanentemente), mi madre me trataba de “apikoires”, era un insulto no comprendido pero válido para mi.
Pasó mucho tiempo desde la época en que yo preguntaba por el significado del epíteto, mi madre me apostrofaba “andá a estudiar si querés saber”, con su habitual pedagogía, no sutil pero efectiva al fin.
Fue a raíz de una lectura sobre Janukáh, en que me encontré con el término “apikoros” en hebreo, que origina el “apikoires” y que no es más que una mención a los filósofos griegos seguidores de Epicuro, llamados a su vez epicúreos.
Tal línea filosófica postulaba la no interferencia divina en la conducta humana, el hombre debía liberarse de ideas tales como culpa, castigo, recompensa, moralidad, e inmoralidad, sólo había placer.
Para los epicúreos, la búsqueda del placer es la única meta del hombre, por lo cual inmoralidad y libertinaje debían reemplazar las virtudes tradicionales del pueblo hebreo, con los que entraron en contacto desde la invasión de Alejandro (332 A:C).
He aquí la reacción que origina el evento januquiano, no prima el hecho militar, sino la imposibilidad de aceptar el cambio compulsivo de los valores que sustentaban a los judíos observantes de la época.
No porque sí Janukáh deriva del vocablo hebreo “Jinuj” (educación), pues es un evento tomado para educar a las generaciones por venir.
En aquella época, los griegos consideraban a los hebreos como bárbaros sin modales y los hebreos veían a los griegos como bárbaros sin moral, ambas aseveraciones son ciertas, pero para nosotros prima el ser ético y no el ser filosófico.
Tales conductas (la helena y la hebrea) se interrelacionaron de distinto modo y origina, para los hebreos el posterior talmudismo y para los greco romanos la aceptación del judaísmo bajo el manto del cristianismo naciente.
Cuando de niño me hacían prender una velita y llevar luz al candelabro de ocho brazos, yo sólo pensaba en los hechos heroicos de los hermanos macabeos, no percibía que lo relevante era prender esa pequeña llama que emitía luz.
Tal vez recién lo comprendí al leer la parashá TZAV, donde está escrito. Beaesh al a mizbeaj tukad bó (que el fuego en el altar arda en él) no dice tukad alav (sobre él) sino bó (en él).
Pues la llama no está más que en nosotros mismos y es la que nos permite Ser en la escala humana, para eso contamos con la ayuda de un sistema de valores, que aún al margen de la religiosidad de cada uno, está claramente explícito en nuestras fuentes judaicas.
Los griegos creían en la santidad de la belleza, los judíos creían en la belleza de la santidad, ¿quién ha dejado huellas más profundas?
Es cierto, Antíoco Epifanes pudo tener miles de estatuas de sí mismo o de sus dioses, pero en la misma época se traduce la Septuaquinta (versión griega del testamento hebreo ), ¿es acaso comparable la influencia posterior de unas y de otras?
Han pasado más de dos mil años y aún estamos aquí, defendiendo el mundo de las ideas y aferrados a una fe que nos obliga a ser mejores.
Cada uno de nosotros lleva la llama prendida en su interior, no importa si no brillamos para afuera , en tanto sepamos que algo interno nos obliga a elegir un camino.
El judío de hoy puede elegir el camino de los apikoires, el de los macabeos o cualquier otro, pero si pretende tener continuidad como judío, debe ser consciente que hay un compromiso muy fuerte en esa elección.
No basta con prender la vela del candelabro para que otros vean las titilantes llamas, hay que tener una brasa interior concordante con las mismas.
No podemos ser observantes frente al candelabro y epicúreos en nuestra vida diaria, en ese caso pasaríamos a otra escuela filosófica, la de los cínicos o tal vez más vulgarmente, a la de los hipócritas.
Espero que en estas jornadas de janukáh, cada uno piense en esto y en todos los sucesos históricos, desde los macabeos hasta los hermanos de la shoá o los héroes del Israel actual, todos ellos vivieron y murieron por defender la condición humana.
Una condición humana que priorice una vida digna de ser vivida, tal vez iluminada por esa pequeña antorcha que cada uno de nosotros debe portar en su interior, hoy simbolizada por la tea que enciende las ocho luminarias de nuestro Janukáh.

Isaías Leo Kremer

Nov - Diciembre 2006 / Kislev - Tevet 5767
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