En 1965, a la edad de 25 años, Amós Oz publicaba su primer libro. Era una serie de cuentos, algunos de los cuales había ya publicado en el suplemento literario del diario “Davar”, perteneciente a la Histadrut, la Central Obrera Israelí, desde tres años antes. El libro llevó como título el de uno de los cuentos, “Las tierras del chacal”, (traducido al español con el título Donde aúllan los chacales y otros cuentos).
Los cuentos impresionaron favorablemente de inmediato, pese a las “enfermedades infantiles” de las cuales adolecía, sorprendentemente más notables en sus virtudes más sobresalientes. Efectivamente, en esa “opera prima”, Oz mostraba la carta de presentación que lo acompañaría durante muchos años a lo largo de toda su escritura: su controvertida relación con la lengua hebrea, una relación signada por el amor y el odio, la atracción casi erótica y la repulsa rayana casi en el hastío. Tan grande es la vigencia de este aspecto, que el lector debe hacer un esfuerzo para mirar a través de él y contemplar las otras aristas de un artista poderoso, uno de los escritores más importantes, interesantes e intrigantes de la literatura universal contemporánea.
Muchos años más tarde el propio Oz vería en ese despliegue indiscriminado de riqueza idiomática, sobre todo de vocabulario, un alarde propio de la juventud y un defecto que fue corrigiendo con el tiempo, andando de un extremo a otro hasta llegar a un equilibrio. Pero entonces sintió, según su propia confesión, que debía mostrar que tenía en su ropero todos los vestidos de gala y para ello debía mostrarlos como en una vidriera.
Pero más allá del lenguaje deslumbrante ya aparecía el gran pintor de soledades, capaz de desarrollar una filosofía entera, o un estado de ánimo, con una frase estructurada a la perfección. Un personaje, por ejemplo, puede reflexionar a propósito de la filatelia: “seguramente así nos junta también Dios, y nos adhiere y nos ordena, y se deleita ante la armonía, oculta tras los sufrimientos a la vista”.
El lenguaje se fue puliendo, fue dejando atrás los elementos barrocos pero continuó siendo rico, por momentos florido y siempre virtuoso. Mientras más atrás quedaba la fuerte influencia de Agnón, más “israelí” se hacía el lenguaje de Oz, que se paseaba con maestría por todas las variadas capas del idioma, desde la Biblia hasta nuestros días. En cierto momento pareció advertir que ese lenguaje no estaba suficientemente “actualizado”, que era demasiado “intelectual” y comenzó una búsqueda de otros niveles lingüísticos, que lo fueron alejando de la lengua tan pura que lo había caracterizado.
La lucha con el lenguaje
Esa búsqueda se notó claramente en “La caja negra”, una novela construida exclusivamente en base a textos escritos por los personajes, y como cada uno de ellos tiene que poseer un lenguaje propio que lo caracteriza, Oz ensaya varios estilos, desde el joven casi iletrado hasta el intelectual cultivado, pasando también por el judío oriental religioso. Para algunos críticos el resultado fue una caricatura y no una caracterización, valga el juego de palabras. Pero dos cosas están fuera de discusión: fue un enorme éxito de ventas y constituyó una etapa de gran importancia en la búsqueda de Oz en pos de un lenguaje genuino. Si se quiere, una versión literaria de “A la verdad por el error” de Jaim Weitzman.
La puntada final en esa búsqueda se encuentra en una de las grandes novelas casi olvidadas de Oz, la que en hebreo se llamó “La tercera dimensión” y en español y otras lenguas llevó por título el sobrenombre de su personaje central: “Fima”. Ese personaje es uno de los tantos “alter ego” del autor y, entre otras características, tiene la de ser obsesivo con el lenguaje, de corregirse a sí mismo y a otros cuando incurren en errores de expresión o de gramática. Ello aparece perfectamente ajustado a sus conflictivas y contradictorias relaciones con su padre, a sus crecientes dificultades para orinar, a las culposas relaciones amorosas con su amante, esposa de un amigo. Y sobre el final, cuando todos y cada uno de esos nudos llegan a la opción de desatarse o romperse, Fima piensa en algo que no sabría solucionar e inmediatamente corrige su formulación pensada “porque el idioma hebreo no tolera una construcción de ese tipo”. Pero enseguida piensa también: “¿No tolera? ¡Pues que no tolere!”
Esa frase constituye quizás la gran victoria, la definitiva, de Amós Oz en pos de su idioma, inconfundible, singular, preciso y precioso, maleable, moderno y claro y al mismo tiempo lleno de poesía, de imágenes y metáforas enriquecedoras, maleable, elástico y siempre elegante.
Entre la ficción y la vida
En cuanto a los contenidos de su obra, hay que aclarar de inmediato: se requieren dos condiciones para ser un gran escritor: talento y biografía. No todos cuentan con una historia de vida capaz de llevarlos a las profundidades que requiere el mundo de ficción. Quizás se pueda escribir éxitos de venta, eligiendo temas y elaborándolos con oficio. Pero los grandes escritores no eligen temas, los temas los eligen a ellos. Oz ha contado cómo se rehusaba a escribir, en primera persona singular femenino, la vida de Jana Gonén en “Mi Mijae”l. “Le decía que no quiero escribirla, que vaya a otro escritor, mejor a una escritora, que yo no puedo”, describió con ironía una situación que sin embargo guarda estrecha relación con la verdad.
Oz es un escritor fecundo que escribe mucho, y hay quienes dirán: demasiado. De hecho, desde la publicación de su primer libro ha publicado durante largos periodos a razón de un libro por año. No debe sorprender que en esa gran cantidad haya mejores y peores. Un artista debe ser juzgado siempre por sus obras más logradas, no por las otras. Cualquiera puede escribir un libro malo, no cualquiera puede escribir uno bueno.
Salvando las subjetividades propias del caso, señalaría las siguientes obras como las más importantes de Oz: “Mi Mijael” (1965), “La colina del mal consejo” (1976, tres cuentos), “Un descanso verdadero” (1982), “Fima” (1991) y “Una historia de amor y oscuridad” (2002).
De entre todas ellas merece una mención especial “Un descanso verdadero”, que junto con “Mi Mijael” antes y “Una historia de amor y oscuridad” después, forma parte de la trilogía temática e idiomática más importante de la obra del escritor, y podría ser apreciada desde un punto de vista más amplio de lo que aparenta.
Como es sabido, Amós Oz, nacido como Amós Klausner, creció en el seno de una familia revisionista en la cual se veneraba a Vladimir Jabotinsky. Su madre se suicidó cuando él comenzaba la adolescencia, y un año más tarde se fue de su casa al kibutz Julda, en calidad de lo que se denominaba “niño externo”, y cambió su apellido. En el kibutz fue adoptado, como era y sigue siendo la costumbre, por una familia y en su caso se trató de la familia Juldaí, que era director de la escuela, y cuyo hijo Ron es el actual intendente de Tel Aviv. A eso me refería cuando señalaba más arriba que es un escritor “con biografía”.
Muchos han insinuado que Jana Gonén en “Mi Mijael” es en realidad su madre. Eso es verdad y no es verdad a un mismo tiempo. “Un descanso verdadero” se desarrolla en un kibutz, uno de los personajes es alguien que llega de afuera (en este caso un “olé jadash”, un nuevo inmigrante) y la confrontación generacional ocupa un lugar preponderante en la novela. Alguien por consiguiente podría sospechar, con algún fundamento, que se trata de episodios autobiográficos. Quien eso suponga tendrá razón y no la tendrá a un mismo tiempo. “Una historia de amor y oscuridad”, un libro sobre el cual ampliaré en una próxima entrega, se define en todos lados como “autobiografía”, y ello es tan cierto y tan falaz como los dos ejemplos anteriores.
La frase de Gustave Flaubert – “Madame Bovary soy yo” – es aplicable a casi todos los grandes escritores de ficción, pero lo es mucho más en el caso de Amós Oz. Sus personajes son ficticios pero verdaderos, son auténticos, nacen de una parte de su alma y de su vida. En los casos en que no ha sido así, cuando el intento de meterse en la piel del otro no fue logrado y Oz cubre esa falta con oficio, la novela ha desafinado y no ha terminado de convencer.
Sucede con Oz lo que con todos los grandes artistas: no importa de quién hablan y qué historia cuentan o qué pintan, siempre describirán su aldea, su alma, su hogar, ya sea en una novela o en una tela de pintura. Van Gogh puede pintar su cuarto, una naturaleza muerta, un campo de trigo o un autorretrato, y siempre nos dejará con la sensación de que ha pintado lo más íntimo de su propio ser. Amos Oz puede escribir una ficción que es una autobiografía, como “Un descanso verdadero”, o una autobiografía que es una ficción, como “Una historia de amor y oscuridad”.
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