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La comunidad judeo-argentina, organizada institucionalmente, encuentra sus raíces en el proceso inmigratorio iniciado a partir del proyecto político de la generación del ’80. Hombres como Sarmiento soñaron un país habitado por ciudadanos europeos cultos y trabajadores, libre de presencia indígena y con un sistema educativo masivo y homogéneo que transmitiera los valores nacionales argentinos y el amor a la patria. Ese era el espíritu que se había establecido formalmente a partir de la Constitución Nacional de 1853. Sin embargo, Argentina no se pobló de europeos protestantes y agricultores experimentados, sino de víctimas de la marginación política y/o económica en el período anterior a la Primera Guerra Mundial y más tarde de las condiciones que venían determinando la Segunda Guerra. Desde me-diados de siglo XIX una variedad de motivos llevarían a cientos de familias a tomar la decisión de subirse a los barcos para alejarse definitivamente de su tierra natal.
Italianos y españoles han dejado sus huellas en nuestro “ser argentino”. Pero así también, otros grupos entre los que se encontraban rusos, polacos y ucranianos de origen judío que junto a familias judías provenientes de las zonas de África y Turquía, dejarían asimismo la impronta de su presencia.
Es a partir de la Revolución de Mayo de 1810 y su consecuente ruptura con la Península Ibérica, cuando comienza a forjarse un largo proceso hacia la libertad de culto, beneficiando en principio a los protestantes y preparando el terreno para la Ley 817 de Inmigración y Colonización sancionada en 1876. La historiografía especializada en el campo inmigratorio reconoce desde el mismo año de la expulsión de los judíos de España y la llegada de éstos a América, es decir 1492, presencia judía en el continente. Sin embargo, el mito fundacional de la historia judía en el país toma como re-ferente principal la llegada del vapor Wesser en 1889, cuando ochocientos veinticuatro pasajeros provenientes de Rusia desembarcaron en el Río de La Plata. Es en este período cuando la vida comunitaria logra paulatinamente un reconocimiento social.
La creación de un Estado nacional argentino debía forjarse con esa población heterogénea que funcionaba en círculos comunitarios endogámicos. El Consejo Nacional de Educación preparó los dispositivos necesarios para que el normalismo homogeneizante de las escuelas públicas lograra modelar a los futuros ciudadanos. Pero como toda conformación de nuevas identidades en un contexto social dinámico, el encuentro de representaciones colectivas que se dio en el país, debe leerse multidireccionalmente. Unos y otros se integraron produciendo nuevas subjetividades. Es decir, los judíos se integraron a los diferentes sectores de la sociedad y éstos a su vez, más allá de las resistencias y enfrentamientos, finalmente integraron también a esa colectividad judía arribada.
El criterio negador de las características particulares de los grupos poblacionales inmigrantes en pos del proceso de “argentinización” desvanecía la esperanza que emanaba de la mítica expresión “crisol de razas” y la educación era un instrumento fundamental para lograr el anhelado “ser argentino”. Con la misma potencialidad, si se dejaba al libre albedrío comunitario la tarea pedagógica, la escuela podría incluso convertirse en un lugar que atentara contra esa necesidad urgente de inculcar el patriotismo.
Nuestra historia judeo-argentina es nuestro legado y nuestro pre-sente…pero ¿es sólo una o es una multiplicidad de pasados y presentes?
La herencia del pueblo judío no puede considerarse un legado homogéneo; indagar en esa diversidad nos abre el panorama de dilemas no resueltos que giran en torno a lo que significa “ser judío”. Cientos de años de migraciones, encuentros con otras culturas, con otras corrientes de pensamiento y la historia misma, dieron como resultado transformaciones que diversificaron “lo judío” (para algunos una religión, para otros un pueblo, una cultura o un sentimiento). Pero lo que sí es destacable en la historia judía de larga duración, es que a fines del siglo XIX y principios del XX, se desarro-lló, aceleradamente, un sujeto politizado que cuestionó la creencia religiosa para dar paso a otras formas de judaísmo.
En la historia de la inmigración judía aparecen cientos de experiencias ligadas a lo educativo. Ellas irán conformando un amplio abanico de pro-puestas entre las que se pueden identificar ciertas tendencias, que si bien han variado a lo largo de los años, por lo general, mantienen un vínculo coherente con las ideas que establecieron su origen.
Entendemos a la educación cómo práctica pedagógica que trasciende el aula y se percibe en cualquier espacio dónde se genere una situación de enseñanza-aprendizaje. ¿Podemos hablar de “educación judía en Argentina” sin aclarar la diversidad que la constituye? Esas diferencias siguen dando lugar a luchas políticas e ideológicas dónde cada grupo se atribuye el “ser judío” de manera dife-rente y pretende constituirse en el re-ferente apropiado para la población judía local e internacional, pero ¿cuál es el referente apropiado? Tal vez esta pregunta sea imposible de responder y si lo hiciéramos dejaríamos fuera a muchos. Nos parece en cambio más interesante plantear aquella que explica por qué unos y otros se enuncian “judíos” a pesar de tener posiciones tan diferentes frente a la religión, la sociedad, el Estado de Israel y otros temas. La pregunta que alienta a construir vínculos es: ¿qué nos une? Y de ella se desprenden otros interrogantes: ¿hay una esencia común? ¿será la lucha por la vida? ¿la lucha contra el antisemitismo? ¿un origen común? ¿todo? ¿nada? Cualquier respuesta es posible porqué dependerá de la concepción de judaísmo que posea quien la enuncie. Sin embargo, la diversidad de la identidad judía encuentra un límite, al menos discursivamente. Pareciera que acaba allí dónde empieza “no ser judío”. Entonces desde la práctica observante más estricta hasta el sentir la pertenencia en una canción, una comida tradicional o una emoción hay algo que nos remite a ese significante. Esa misma diversidad y pluralidad que caracteriza al judaísmo argentino se plasma en sus espacios educativos y culturales.
La historia de horror y discriminación del siglo XX exacerbada en la Europa de la Segunda Guerra Mundial no debe ser olvidada jamás. Concebir la eliminación del “otro” por ser dife-rente sólo conduce al dolor, la violencia y despierta el lado más oscuro de la humanidad. La educación es un instrumento privilegiado para formar seres pluralistas y respetuosos de sus diferencias, que puedan convivir en un mundo de paz. La educación judía en todas sus tendencias (y la educación en general) debe transmitir la importancia que posee respetar a quién es diferente, debe alentar y festejar la convivencia de la diversidad porque es el valor que asegura su integración con el resto de la sociedad.
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