|
Si catorce años no son una vida, tal vez quien esto escribe deba dedicarse a otra cosa. La impunidad supo desnudársenos cuando aún caminábamos en pañales respecto del qué hacer si pasa lo que pasó. El resultado hace mucho que dejó de ser incertidumbre y se transformó en impunidad.
El 17 de marzo de 1992 cuando la tarde empezaba a acomodarse en Buenos Aires, un estruendo inexplicable sacudió cimientos edilicios, transeúntes, trabajadores y todo lo que pudiera ser arrollado por la ola de muerte que las bombas saben avasallar. La Embajada de Israel en Buenos Aires había sido destruida y, con ella, familias enteras empezarían a atravesar una ola de sufrimiento y de reclamo de justicia que ya lleva una vida. A partir de ese momento, la Argentina debió entender que las cosas que sólo sucedían en lejanos países en conflicto, también podían suceder aquí y es más, debió entender que, no necesariamente, las cosas debían tener una explicación, a pesar de tener miles de conjeturas.
Tal vez en el párrafo anterior, en lugar de apelar a la palabra “explicación” debiera haber dicho justicia. Sin embargo, los hechos demuestran que la inoperancia de aquellos y estos jueces, investigadores, policías y todo quien estuviera vinculado a la recolección de datos, ha sido tan grande que ni siquiera existe una explicación sobre la cuál se pueda investigar, sino no sería serio que al día de la fecha se siga discutiendo si hubo o no coche bomba.
Por su parte, la clase política no tuvo -ni tampoco luego de la bomba en la AMIA- el orgullo suficiente, ó aunque más no sea, un poco de dignidad como para entender que una bomba enviada por un país extranjero que estalla en suelo argentino no es otra cosa que una declaración de guerra. Y lo que estoy diciendo no es que se imite la represalia de Estados Unidos luego de lo de las Torres, pero sí, que por lo menos se empleen todos los elementos habidos y por haber en pos de saber quién, cómo y por qué fue; es que resulta inaceptable ver la complacencia con la que nuestros gobernantes acariciaban la misma mano que había asesinado a ciudadanos de este país y todo con el indignante propósito de no perder los lazos comerciales que se garantizaban haciendo la vista gorda al espinoso tema del atentado, es decir, insultando la sangre que nuestros ciudadanos dejaron en la esquina de Arroyo y Suipacha.
Hoy solo existe la lucha de los familiares y la comunidad judía que dejarán las huellas de sus manos en cada puerta que haya que golpear, que dejarán su pisada en el asfalto en cada marcha en la que el grito furibundo sea justicia, porque ellos sí tienen dignidad, porque ellos sí sienten en su corazón que las pa-labras “nunca más” no sólo debe ser el reclamo para que no se sucedan más golpes militares, sino también para que en esta tierra no vuelva a derramarse sangre inocente sin que exista una explicación y un responsable.
|
|
|
|