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            “El que domina su cólera, domina a su peor enemigo.” Proverbio idish
 
 La ira, esa pasión tan
 arrebatadora, tan autodestructiva, y
 la mayoría de las veces tan innecesaria,
 ante un pequeño estímulo o
 una provocación, nos lleva, a veces,
 a convertirnos en auténticos salvajes.
 Pero el pecado de la ira, tal como
 otros aspectos de la vida humana,
 es una cuestión de grados. A veces,
 la ira incluso es un movimiento, o una
 reacción, que puede indicar simplemente
 que estamos vivos, y por lo
 tanto nos conduce a rebelarnos contra
 injusticias, amenazas o abusos,
 que el mundo moderno nos prodiga
 tan generosamente.
 Y, aunque yo crea que un punto
 de cólera es necesario, cuando ésta
 se convierte en
 un movimiento
 instintivo y pasional,
 entonces la
 furia se despierta,
 nos ciega, nos estupidiza y nos convierte
 en una especie de bestias obcecadas.
 Este es un exceso nada gratuito,
 y a veces sumamente peligroso
 (especialmente cuando uno choca
 con un taxista).
 Como en muchas cosas de la
 vida, con los vicios capitales, primero
 hay que tener una cierta experiencia.
 Si eres una persona tan pacífica que
 nunca te has enfadado, y aunque te
 describan mucho acerca de la ira,
 nunca la entenderás. Si eres justo, te
 puedes sentir arrebatado por la ira,
 como me ocurre a mí de vez en cuando.
 Allí te toparás con el pecado. Y
 aunque consideres y busques motivos
 para la justicia de tu ira, éste es
 un estado que no te mejora, sino
 todo lo contrario: te empeora.
 Hoy, en un mundo con tendencia
 a la ira fácil, cada vez son más bajos
 los niveles de paciencia y reflexión,
 y por el contrario son cada vez más
 los casos de discordia y confrontación.
 Pero lo que veo realmente peligroso,
 es la posibilidad de que en
 algún momento se conjugue la ira
 con el razonamiento, y que se concrete
 un nefasto mix que respalde lo
 que algunos llaman la ira razonada.
 Esto, que es un contrasentido, puede
 ser una base riesgosa para justiLos días de furia
 En el mundo griego, se definía a la ira como el producto
 de “un apetito desordenado de venganza”. Y tal
 era así que, para que se transformara en pecado era imprescindible
 que existiera el desorden como lo contrario
 a la razón. Los antiguos pensadores griegos consideraban
 que, de existir un orden ético previo que justificara la
 ira, ésta tendía a suprimir el mal y restablecer el bien.
 Como observamos, es muy difícil que los que somos
 coléricos por naturaleza llevemos la ira a un nivel realmente
 destructivo. Pero aquellas personas que tienen un
 umbral de ira muy alto, es decir que se bancan la bronca
 sin chistar, se van cargando de a poco hasta que al final
 la última gota rebasa la copa, y terminan estrangulando
 al portero cuando bajan a la calle o indistintamente al primer
 pobre diablo que se les cruce. Entonces comienzan
 las preguntas de los vecinos: “¿Cómo ha podido ser, si
 era una persona tan tranquila?”. En cambio, con un tipo
 de carácter podrido, todo hubiese sido distinto porque
 hubieran estado prevenidos.
 Por ello, no hay por qué tolerar el enfado gratuito de
 los otros, por más carácter podrido que tengan. No hay
 nada peor que el que va echando en su mochila todo lo
 que le causa fastidio, hasta que al final se rompen las
 costuras y ocurre un desastre. Es más controlable la persona
 de habitual mal genio, que aquella que pierde los
 nervios ocasionalmente, tal como aquellos asesinos que
 siendo normalmente gente pacífica (y a veces sometida),
 un día se rayan y terminando matando a hachazos a
 medio mundo, para aparecer al otro día en la tapa de los
 diarios. (O al menos -dependiendo del diario- en la página
 central de la sección policial.)
 Normalmente, el individuo iracundo busca defectos
 en forma permanente, tropieza con la gente dando gritos
 y creando situaciones incómodas, pero a su vez tiene un
 límite. Y aunque, si te lo ves venir, lo evitas, en cambio
 aquel que está con un aire amable y de pronto pega un
 rugido y te salta al cuello, esa es la ira que no hay manera
 de controlar porque te agarra en cualquiera.
 La ira como indignación
 Pero no obstante todo esto, también
 la ira puede ser un motor para poner
 en marcha a las personas. Si te pones
 a reflexionar sobre el hambre en el
 mundo, en la cantidad de chicos que
 mueren diariamente por su causa, y llegas
 a la conclusión de que se trata de
 una situación indignante e intolerable para una persona decente, tal vez por el camino de la razón no movilices
 a mucha gente. Pero si argumentas en contra, poniendo una película
 de un gordo seboso arrebatando un pedazo de pan a un niño
 famélico, entonces la gente sentirá tal indignación, que será capaz de
 echarse a la calle para impedir que eso ocurra, añadiendo, posteriormente,
 (y como en la Revolución Francesa) un eventual paso por la
 guillotina de las cabezas responsables.
 Pero la ira por sí sola, como sublevación ante abusos e injusticias,
 rara vez logra resolverlos. Puesto que una ira razonable, en forma de
 indignación, es imprescindible para buscar una solución, ésta deberá
 estar acompañada por momentos de calma que permitan pensar cómo
 encontrar el camino efectivo.
 Toda situación de conflictividad social debería manejarse por la vía
 de la reflexión, y sin necesidad de ilustraciones patéticas. Por el contrario,
 los líderes demagógicos que quieren controlar a las masas, intentan
 permanentemente despertar y manipular su indignación, tirándole
 la culpa a otros para mantenerse en el poder. Por ejemplo: el proceso
 para que las mayorías respalden las guerras, mayormente pasa por
 crear una figura diabólica del enemigo, y así cargarse de una razón,
 espuria las más de las veces.
 El origen de las guerras
 Es curioso que la ira sea uno de los tópicos en los que más han
 coincidido tanto la ultraderecha norteamericana como el mismísimo
 Osama bin Laden. Ambos llevan a la práctica el convencimiento de que
 Dios está con ellos, y que combaten al amo supremo de los infiernos
 (es decir, el otro). En síntesis, vivimos ante el peligro de señores que
 aseguran que han identificado al Mal en
 todos aquellos que le llevan la contraria.
 Esto, que es una situación preocupante, incluso
 desde el punto de vista clínico, nos
 retrotrae a la presencia de la frase-lema de
 la época de las Cruzadas: “Dios lo quiere”.
 El problema de la inseguridad
 Por otra parte, también es cierto que,
 en una sociedad que no siente repulsión
 por ciertos y determinados actos, se puede
 pensar que dicha sociedad está con las
 defensas por el suelo. Cuando los robos,
 asesinatos y violaciones, son cosas de todos
 los días, y para peor, cuando la gente
 se acostumbra a ellos y deja, con resignación,
 de indignarse, es porque la sociedad
 va directamente a convertirse directamente
 en una jungla.
 Y, como siempre, están los dos polos
 opuestos. Por un lado, aquellos que piden
 “mano dura” pueden constituir una comunidad
 paranoica que llame “terrorista” al que
 no respete los semáforos (aunque tampoco
 esté muy lejos de serlo). Pero por otro
 lado, si esta misma sociedad permite que
 niños de siete años sean martirizados en
 el trabajo infantil sin indignarse, o que sus
 conciudadanos estén amenazados de
 muerte por haberse expresado en un periódico,
 esto, que también es una actitud
 enfermiza, y por añadidura hipócrita, sólo
 pretende defender la seguridad del que
 más tiene.
 Humor: el antídoto supremo de la ira.
 Es cierto también que la ira es una especie
 de droga que te hace sentir intensamente
 vivo. Y es así que el iracundo lo pasa
 en forma estupenda mientras está enfadado,
 porque suben sus energías, se carga
 de adrenalina, y tiene la sensación de quemarse
 de indignación. Pero en la realidad,
 y si eres un poquito consciente, luego te
 sientes avergonzado de haberte creído un imponente rayo destructor, como una tormenta
 vista desde adentro.
 Por lo general, procuro tener una representación
 humorística de las cosas
 como contrapeso hacia mi propia ira. Porque
 el colérico se toma todas las cosas
 demasiado en serio, Tanto las que lo merecen
 y las que no, termina perdiendo de
 vista los temas verdaderamente importantes.
 En el iracundo, siendo la vida una eterna
 molestia, no existe el sentido del humor
 ni siquiera para las cosas domésticas.
 En lo personal, creo que me pueden
 hacer cualquier cosa, siempre y cuando
 piense que la persona no tuvo mala intención.
 Si he pedido en un restaurante
 un estofado y me traen un gazpacho, digo
 “el gazpacho está bien” y me lo como, si
 me convenzo de que fue un error involuntario.
 Pero cuando veo mala fe o arrogancia,
 entonces pierdo el control y me dan
 ganas de tirarle el mozo el gazpacho por
 la cabeza.
 La ira masiva o la explosión social
 Fútbol y protesta
 Casi siempre la ira es explosiva y apasionada,
 incluso trasladándose a conductas
 masivas. Por ejemplo, 500.000 personas
 en las calles de Madrid protestando
 por la invasión de Bush a Irak, parecían
 muchas. Pero la realidad era que había
 otras cuatro millones que no fueron tomadas
 por la ira y no salieron a la calle. Lo
 cierto es que son más vistosos quienes
 toman una ciudad, cortan sus calles o nos
 empapelan con panfletos de tinta fresca.
 Pero lo que también ocurre y como tan
 acostumbrados están los argentinos, es
 que los estallidos de ira colectiva suelen
 mostrarse, incluso, como una simple celebración
 futbolística. La comparación
 vale, porque cuando los simpatizantes de un determinado equipo de
 fútbol ven que su mejor jugador ha hecho un partido horrible, todo es
 indignación y odio contra el pobre hombre (que no suele ser muy pobre).
 Pero si marca un gol apenas comenzado el siguiente encuentro, entonces
 el odio de la multitud se transforma en una adoración hacia el héroe
 maradoniano. Es decir, que la experiencia del gran sentimiento compartido,
 pasa del espanto al amor sin solución de continuidad.
 Y como lo que se opone a la ira es la paciencia, ésta es una de las
 virtudes a las cuales muy pocos acceden. Por ejemplo, yo soy muy poco
 paciente, pero creo que a medida que pasan los años uno gana en realismo.
 Ya que a mi parecer, las virtudes no son más que distintas formas
 de realismo, entonces los vicios son simplemente el producto de una
 mirada poco realista.
 Y respecto de esta tan apreciada virtud, también existe una paciencia
 constructiva que tiene que ver con la conciencia de que muchas
 cosas (las verdaderamente importantes) no se pueden cambiar de hoy
 para mañana. Por lo tanto, si creo que el sistema financiero es abusivo,
 no sería una buena idea quemar los bancos con los banqueros adentro
 (aunque ganas no me faltan). En cambio, y dejando de lado cualquier
 inclinación piromaníaca, lo ideal podría ser gestionar, a través de un
 honesto partido político (de ésos que ya no hay) la propuesta de medidas
 y leyes que sean útiles al conjunto de la sociedad. Seguramente
 esto, que me va a llevar más tiempo y paciencia, va a ser mucho más
 eficaz que poner una bomba en el club de los banqueros, volando así a
 todos los plutócratas (que repito, ganas no me faltan).
 Como vemos, si la paciencia es constructiva cuando aplaza una reacción
 virulenta, hasta tener mejores caminos para ejercerla, si ésta toma
 simplemente la forma de apatía o resignación frustrada entonces puede
 ser, en ocasiones, peor que la ira.
 La paciencia es operativa cuando piensas que la espera, finalmente,
 va a llevar a que puedas intervenir en el cambio de circunstancias y
 mejorar la situación tuya y la del mundo. Pero en el momento en que
 pierdes la esperanza de lograr un cambio, entonces entras en el peor de
 los mundos. La paciencia es buena. La resignación no.
 
 
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