Habirus: Los primeros hebreos
Para el siglo XVII AEC, Abraham Abinu, el primer Patriarca judío y padre del monoteísmo ético, huyendo de su ciudad natal de Ur (Mesopotomia), terminó estableciéndose en la tierra de Canaán, dirigiendo un numeroso clan. Este acontecimiento, tan común en aquella época donde aún el concepto de nación no existía, y las sociedades se aglutinaban así en diferentes tribus
y clanes, mayormente errantes, significaría para el mundo en su conjunto y en especial en aquella zona del Medio Oriente, un momento clave que cambiaría la historia del mundo hasta nuestros días.
Pero en lo que respecta al pueblo judío, si fue Abraham quien difundió los principios del monoteísmo ético en su época, correspondió a su nieto Jacob dar existencia a un pueblo diferenciado, Israel, en el cual su nombre y el pueblo se relacionan inextricablemente.
No obstante ello, el modo de denominar a los antepasados de los judíos siempre ha rectamente a formar parte de una lengua a otra para denominar en general a los pueblos errantes o hebreos.
Hebreos, en efecto, aparece en el Pentateuco, y significa “los hijos de Israel”, pero sólo cuando lo usaban los egipcios o los propios israelitas en
presencia de egipcios. Desde aproximadamente el siglo II A.E.C., cuando fue usado así por el tanaíta Ben Sira, la palabra hebreo fue aplicada al lenguaje de la Biblia como idioma sagrado o Lashon HaKodesh, y a todos los trabajos posteriores escritos en ese idioma. Como tal, perdió gradualmente su matiz peyorativo, de modo que tanto a los propios judíos como a los gentiles que simpatizaban con ellos, a veces les pareció preferible al término judío como denominación racial. Por ejemplo, en el siglo XIX fue muy usado por el movimiento reformista en Estados Unidos, y así tenemos instituciones como el Colegio de la Unión Hebrea y la Unión de Congregaciones Hebreoamericanas. Pero no obstante ello, los antepasados de los judíos nunca eligieron denominarse hebreos. Cuando cobraron conciencia de una identidad nacional, el término que usaban, normativo en la Biblia, era el de israelitas o hijos de Israel, y esto es lo que confiere a Jacob su significado principal.
La primera mención del término, acaeció cuando Jacob fue rebautizado por Mandato D-vino con el nombre de Israel (luego de su lucha con el ángel) y fue en ese preciso momento -por así decirlo- en que los judíos cristalizarían irreversiblemente su identidad como pueblo.
Por otra parte, respecto al término judío (yehudi) se relaciona con el Reino de Judá luego de la separación de los dos reinos -Israel al norte y Yehuda al sur-, y comenzó a ser utilizado, mayormente, en la diáspora luego de la destrucción del Primer Gran Templo y el posterior exilio babilónico (por ejemplo Mordejai Hayehudí, o Mardoqueo el judío).
De Abraham a Jacob Israel: los inicios del pueblo de D-s
En el Génesis se describe muy extensamente la vida de Jacob que, en efecto, fue notable. Hombre próspero, Jacob se convirtió en aún más acaudalado que Abraham o su padre Isaac, y la influencia económica y militar que ejercía en su entorno pagano era creciente (la toma de la ciudad de Siquen -Shjem en hebreo- es un claro ejemplo). Pero no obstante ello, si bien todavía se lo describe como un “extranjero” en Canaán, a semejanza de su padre Isaac, precisamente en el curso de su vida se terminarían de cortarse, finalmente, estos nexos con el este y el norte, y sus seguidores comenzaron a verse vinculados de un modo
más o menos permanente con la tierra de Canaán. Y esto, de modo tal que, incluso cuando viajaban a Egipto en periodos de hambre para conseguir alimentos, el mandato D-vino era que regresaran a Canaán inexorablemente.
En cuanto jefe nacional epónimo, fue Jacob-Israel el que habría de establecer la primera estructura política a través de las doce tribus que comenzarían a formar este pueblo. Estas tribus, Rubén, Simeón (Leví), Yehudá, Isajar, Zebulún, Biniamín, Dan, Naftalí, Gad y Asher descendían de los diez hijos de Jacob, y de dos de los hijos de Iosef (Efraím y Menashé), según la tradición bíblica.
Al respecto, los grupos de doce tribus (a veces seis) eran usuales en el Mediterráneo oriental y Asia Menor hacia fines de la Edad del Bronce. Los griegos las llamaban anfictionías, palabra derivada de un término que significa morar en. Quizá el factor unificador no era solamente el linaje común, sino la devoción común a una determinada deidad, y muchos de los seguidores de Iaacov, así como los de Abraham, no descendían directamente de ellos pero adherían a
sus creencias, tal como en el caso de Eliezer, siervo de Abraham.
El hecho destacado es que Jacob-Israel está asociado con el momento en que los israelitas cobraron conciencia de su identidad común por primera vez, aunque en el marco estructural de un sistema tribal, que ya era antiguo, y al que consideraban sumamente valioso. Los nexos religiosos y de familia eran igualmente sólidos, e inextricables en la práctica, como lo serían a lo largo de toda la historia judía posterior. En tiempos de Jacob, los nómades aún transportaban con ellos los dioses del hogar pero ya era posible pensar
también en términos de dioses nacionales, y no solamente en deidades tribales e incluso individuales (especialmente en Sumeria y Egipto).
Abraham, quien tenía sus propias creencias religiosas en un D-s único e invisible, algo incomprensible para aquella época, si bien era tratado
con respeto por su poder económico -y también militar- seguía siendo visto como un extraño y un viajero, al no adoptar ninguna de las innumerables
prácticas paganas de la época.
No obstante ello, recién dos generaciones después, con la adopción por Jacob del nombre Israel, sobrevino el momento que señaló definitivamente
el punto en que el D-s de Abraham instalaría su adoración, definitivamente, en el suelo de Canaán (posteriormente el Reino de Israel), y elegiría a la progenie de Jacob, los israelitas, como el pueblo elegido para difundir Sus mandatos.
La hambruna
Si bien sabemos que, al igual que su abuelo Abraham y su padre Isaac, Jacob ya conformaba una tribu económicamente exitosa, sobrevino en Canaán una terrible hambruna que empujó a la familia de Jacob hacia Egipto. Esto no era nuevo:
el Cercano Oriente carecía de agua abundante, mientras que en Egipto las tierras fertilizadas todos los años por los cienos del Nilo se producían
campos y vergeles. Además, cada vez que una sequía se prolongaba en Oriente más de lo esperado, afluían las tribus asiáticas de Canaán, Capadocia y Mesopotamia a Egipto. Por otra parte, los hiksos -que los hebreos habían conocido en Hebrón y con los cuales Abraham estableció una excelente relación-, ya habían conquistado Egipto desde el sur de Palestina y el Alto Nilo, estableciendo allí un régimen de tolerancia particularmente amistosa hacia los hijos de Jacob y
sus respectivas tribus. Gracias a una fuerza militar superior, debida sobre todo al uso de caballos para tirar de los carros -técnica que aún los egipcios
no dominaban-, tomaron el poder en Menfis, y luego en Tebas, fundando la ciudad-santuario de Avaris y desplazando así a los dioses egipcios para imponer el culto pagano al dios Seth.
Su faraón, Seti I, el primer monarca hicso, afirmó ser el ahijado de su dios, Seth, en reemplazo de Horus, y quien protegía la producción de los oasis. Precisamente en el mismo momento, más al norte, entre los hititas -que también
estaban en su apogeo- se encontraban las primeras huellas escritas de la presencia de los apirus (hebreos) en textos que evocaban a personajes cuyos
nombres podrían ser los de Abraham, Isaac y Jacob.
Hicsos y judíos En el siglo XVII (A.EC.) -en el período egipcio conocido como Segundo Período Intermedio- un pueblo de costumbres sumamente primitivas, los
hicsos, cuya etimología significa reyes pastores o monarcas extranjeros, de
origen asiático y probablemente de raza semita aunque con mezcla aria, dominaron
sin demasiado esfuerzo a los egipcios nativos. Imponiéndose en esta tierra y hasta Siria, desde su sede en Avaris, en el Delta Oriental del Nilo, su
primer rey fue el faraón del Alto y Bajo Egipto (salvo Tebas) Salitis, quien desplegando un ejército de 240.000 hombres para la defensa del nuevo territorio,
habría de constituir la primera maquinaria bélica en esa zona del planeta.
Fue así que los invasores tomaron algunas costumbres de los egipcios,
como por ejemplo el idioma y las manifestaciones artísticas, y el arte de la guerra se profundizó en calidad, surgiendo una nobleza guerrera y adoptando el uso de equinos, el carro de combate, y el poderoso doble arco. Paradójicamente, todas estas novedades bélicas habrían de ser utilizadas, posteriormente, por los antiguos príncipes nubios tebanos para reconquistar Egipto y expulsar en su momento a los hicsos, conformándose así una nueva casta militar que gobernaría Egipto hasta la llegada de Alejandro Magno en el siglo IV A.E.C.
De religión pagana, los hicsos tenían al dios principal, señor del cielo, de
la fecundación y de las tempestades, Baal, al que identificaron prontamente
con el dios egipcio Seth, representativo de las fuerzas naturales, la violencia
y las guerras (de alguna manera, la versión mesooriental del dios vikingo
Odin)
Pero no obstante su religión pagana, los hicsos -tal vez por sus orígenes semíticos- se inclinaban más por una forma de monoteísmo primitivo y concreto,
representando a su dios Seth (antiguamente Baal) en la forma de un ser animalesco cuadrúpedo, que aún hoy resiste toda clasificación zoológica.
Poseyendo forma humana con cabeza animalesca, la primera representación conocida se encuentra en la cabeza de maza del rey Horus Escorpión, un monarca hicso de la primera dinastía. Deidad de la fuerza bruta, de lo tumultuoso y lo incontenible, Seth también era el señor del mal, la guerra y la violencia, y resumía en una misma representación, lo que la Cábala llama los niveles máximos de impureza vinculados con las magias negras.
Aún así, con estas diferencias radicales de creencias con los israelitas, los
hicsos habrían de recibir cálidamente a las tribus de Israel asignándoles una de
las regiones más fértiles del bajo Egipto en el Delta del Nilo: la región de Goshem (Gueshem en egipcio).
Goshem La Tierra de Goshem, a pocos kilómetros al sur de la capital hicsa de Avaris, donde fue construida posteriormente la ciudad de Pi-Ramsés en la dinastía faraónica del XII AEC, fue un gran centro administrativo, donde José, hijo dilecto del patriarca Jacob, construyó su casa. Tal como nos relata el libro del Génesis (45:10), Goshem parece haber sido la zona de Egipto cercana al palacio del Faraón de José, en el Delta del Nilo, monarca que también residía en una parte del año en la ciudad de Menfis.
Otro dato interesante acerca de los hicsos, y que tal vez explique su bienvenida
hacia los judíos, es que a pesar de disponer de una gran organización militar los hicsos carecían de dotes administrativas y evitaban el trabajo agroganadero.
A diferencia de los israelitas, los hicsos se dedicaban casi exclusivamente
a la guerra y al dominio a través del cobro de impuestos, pero carecían de un orden productivo mínimo que les permitiera subsistir y mantener a sus ejércitos. Y en ese punto, los israelitas, con su gran capacidad administrativa
(cuyo epítome fue Iosef) y su experiencia en pastoreo y ganadería, les venían
como anillo al dedo. Tal como nos relata el Génesis (46:31–34): “Y José dijo a
sus hermanos, y a la casa de su padre: Subiré y le haré saber a Faraón, y le
diré: Mis hermanos y la casa de mi padre, que estaban en la tierra de Canaán,
han venido a mí. Y los hombres son pastores de ovejas, porque son hombres
ganaderos; y han traído sus ovejas y sus vacas, y todo lo que tenían. Y cuando
Faraón os llamare y dijere: ¿Cuál es vuestro oficio? Entonces diréis: Hombres
de ganadería han sido tus siervos desde nuestra juventud hasta ahora, nosotros
y nuestros padres; a fin de que moréis en la tierra de Goshem, porque para
los egipcios es abominación todo pastor de ovejas”.
Iosef y la llegada a Egipto
Los buenos tiempos
Si Iosef fue el gran ministro-estadista de un gobernante extranjero, también
se constituyó como el modelo de muchos judíos posteriores en el curso de los
dos mil años diaspóricos. Sagaz, agudo, observador e imaginativo, Iosef no sólo
era un soñador, sino que poseía la capacidad creadora necesaria para interpretar
fenómenos complejos, pronosticar y prever, y también para planear y administrar.
Discreto, trabajador, capaz en todos los asuntos económicos y financieros,
también era dueño del conocimiento arcano judío y sabía cómo aprovecharlo
en beneficio de su pueblo. Como le dijo el Faraón en su momento, “no hay entendido ni sabio como tú”.
En cuanto a la validez histórica de su existencia, los datos que la corroboran
no son menores. A partir de las expediciones arqueológicas de principios del
siglo XX, su historicidad ha sido comprobada una y otra vez, en los diferentes
papiros descubiertos, tal como nos la relatan detalladamente las Sagradas Escrituras. En efecto, algunos de los episodios más trascendentes de su vida hallan eco en la literatura egipcia. El intento de seducción por la esposa de
Putifar, quien enfurecida ante el rechazo de José recurre a la calumnia consiguiendo después que lo encarcelen, figura exactamente en una antigua narración egipcia, titulada Relato de los hermanos, que alcanzó por primera vez
forma escrita en un manuscrito sobre papiro que se remonta al 1225 A.E.C.
Por otra parte, en el siglo XIV AEC, la trayectoria de José tuvo su analogía en
la de un semita llamado Yanhamu, gobernante egipcio en la época del faraón
Ajenatón, y más tarde, el mariscal de la corte del faraón Menefta fue un semita
llamado Ben Ozen. La mayoría de los detalles de la vida de Iosef (cuyo nombre
egipcio era Safnat Paneah), dispersos y con los nombres cambiados, fueron
revelados paulatinamente, a lo largo de los años, con los descubrimientos
posteriores de antiguos papiros egipcios, confirmando así cabalmente las
fuentes bíblicas.
Por otra parte, y también según las investigaciones históricas, que los
semitas occidentales llegaron a Egipto en elevado número es algo seguro. Estos
inmigrantes (o habirus), solían arribar pacíficamente; a veces lo hacían de
buena gana buscando comerciar y trabajar; y otras veces, como en el caso
de Jacob, los empujaba el hambre, pues el Nilo era el proveedor más regular de
excedentes de grano. Hay un famoso pasaje en un papiro egipcio, el Anastasi, en que los guardias fronterizos egipcios comunican al palacio el paso de una tribu que llega buscando pastos y agua. Más aún, y al respecto, el papiro N° 1116, que se conserva en San Petersburgo, muestra a un amable faraón que dona raciones de trigo y cerveza a varios jefes habirus, a quienes identifica como provenientes de la tierra de Canaán.
Ramsés II:
El comienzo de la opresión
A partir del siglo XVI, y con la paulatina expulsión de los hicsos por el príncipe tebano Amosis I hacia el sur de Palestina y los territorios del actual Sudán, Tebas pasaría a convertirse en la capital egipcia del antiguo imperio, y que prometía renacer de sus cenizas.
Si bien al principio los judíos fueron mirados con recelo por los nuevos gobernantes tebanos -quienes veían en ellos unos aliados de los hicsos-, los israelitas no fueron expulsados ni perseguidos, por las mismas razones que en su momento impulsaron la tolerancia de los hicsos. Esto es: por su dominio de la agricultura y ganadería, y también porque para aquella época los judíos ya habían comenzado a manejar -con éxito- el comercio de granos hacia otras zonas del Medio Oriente.
Coincidente con un periodo de gran expansión exterior y desarrollo interior,
estos nuevos y aguerridos gobernantes extendieron sus dominios tanto en Asia
(donde llegaron al mismísimo río Éufrates, en Mesopotamia) como en Kush (Nubia,
región central de África). Esta nueva dinastía de faraones (desde Amosis I hasta
Tutmosis IV) erigieron una casta gobernante militar que habría de ejercer cada
vez más presión sobre sus vasallos israelitas.
Pero la historia de los imperios no siempre es lineal. Bajo el hijo de Tutmosis
IV, Amenhotep IV o Ajenatón, se inició una reforma religiosa tendiente al monoteísmo solar (el culto a Ra), sucintándose así la oposición del clero politeísta de Amón, quienes ya se habían constituido como una auténtica sacerdocracia. Asesinado el faraón Ajenatón por una conspiración sacerdotal, los seguidores politeístas de Amón no tardarían en dirigir sus miradas hacia los israelitas, a quienes culpaban de haber influido, con sus creencias monoteístas, al asesinado faraón Ajenaton.
Posteriormente, con la muerte de Ajenatón y después de un período de debilidad
monárquica, las castas militares vuelven a conquistar el poder que hasta
ese momento estaban en mano de los sacerdotes. La dinastía XIX, o Ramésida,
iniciada por Ramsés I, no sólo limitó el poder de los sacerdotes paganos egipcios, sino que también comenzó a oprimir firmemente a los israelitas con impuestos gravosos a veces impagables. Pero fundamentalmente bajo Sethy I y Ramsés II, la situación de los israelitas terminaría agravándose hasta tal punto, que al no poder pagar sus impuestos, terminarían convirtiéndose en esclavos del despótico gobernante Ramsés II.
De acuerdo a las Sagradas Escrituras, al comienzo del Libro del Éxodo, se
afirma que los egipcios: “Les impusieron (a los israelitas), pues, capataces para aplastarlos bajo el peso de duros trabajos; y así edificaron las ciudades de almacenamiento para el faraón, Pitom y Ramses”. Constatando esta afirmación bíblica, sabemos de hecho que Rameses II, -el constructor más prolífico desde los creadores de pirámides del Imperio Antiguo- inició colosales obras de construcción en Pitom, (la actual Tell er Rataba), y en el lugar que llamó, en recuerdo de sí mismo, Rameses o Pi Ramesu -la moderna San el-Hagar- sobre el brazo tanático del Nilo.
Estos faraones de la Decimonovena Dinastía, provenían de esa región del
delta a la que trasladaron el gobierno central -cerca del país bíblico de Goshem
(precisamente donde residían los israelitas)- utilizando para ello los servicios
de gran número de trabajadores forzados o esclavos. Un papiro del reinado
de Rameses II, el 348, dice textualmente: “Distribúyanse raciones de grano a
los soldados y a los habiru (hebreos) que transportan piedras al gran pilón de
Rameses”.
El Éxodo
El nacimiento de una nación y la recepción de la Torá
Con el Éxodo israelita de Egipto en el 1312 AEC (2448 en el calendario hebreo), se habría de iniciar una etapa fundamental. Si para ese momento los israelitas estaban solamente constituidos como pueblo, a partir de allí, y fundamentalmente con la entrega de la Torá -su Constitución Nacional-, los
judíos ahora podían ser considerados como una nación propia en dirección
a su propio territorio: Eretz Israel o la Tierra Prometida.
Los relatos acerca de las plagas de Egipto, y los restantes milagros y
maravillas que precedieron al Éxodo, han dominado de tal modo nuestra lectura del segundo libro de la Torá, que a veces perdemos de vista el mero hecho físico de la rebelión y la fuga exitosas de un pueblo esclavo, y que se constituyó en el único caso registrado en la Antigüedad. Este episodio, que
se convirtió a lo largo de los siglos en un recuerdo fundante para los todos
los judíos en cada Pesaj, hizo que el Éxodo reemplazara poco a poco a la Creación misma como el hecho fundamental y determinante de la historia
judía al haber recibido la Torá.
De hecho, podemos ver que el código mosaico fue, y es, el único factor
aglutinante del pueblo judío a lo largo de su historia. Más aún, no son sólo las
Sagradas Escrituras el único código que ha sobrevivido intacto a lo largo del
tiempo (pensemos solamente -guardando diferencias- en el Código de Hamurabi, el más renombrado de la época y que apenas perduró sólo un siglo); el código mosaico, y en especial el decálogo, dio origen a las grandes religiones monoteístas posteriores (tanto el cristianismo, como posteriormente el islamismo). El impacto universal que representó la revelación de la Torá en el Monte Sinai, representó un salto cualitativo en la evolución de la humanidad,
en su conjunto, hasta nuestros mismos días.
Y es así que algo portentoso debió haber sucedido en las custodiadas fronteras
de Egipto que persuadió a los testigos oculares de que D-os había intervenido
directa y decisivamente en su favor. El modo de relatar estos milagros
y describirlos, detallada y concienzudamente, especialmente en la festividad de
Pesaj, imprimió en las generaciones posteriores la firme creencia de que esta demostración única del poder de D-os en su beneficio, era el acontecimiento más
notable de toda la historia de las naciones.
Y realmente, hasta nuestros mismos días, sigue siendo así.
N. de R.: si el presente artículo fue de interés para el lector, le recomendamos, para una comprensión más acabada del tema, el artículo “La trascendencia de Moisés” en la página 36 de esta misma edición.
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