La familia de mi padre era más importante que la de mi madre, pero él nunca hablaba de ello. El padre de mi padre era Reb Samuel, rabino adjunto de Tomaszow; su padre había sido Reb Isaiah Konsker, practicante y erudito jasid, sin oficio religioso; el padre de Reb Isaiah había sido Reb Moshe, conocido como el sabio de Varsovia y autor de La carta sagrada. Su padre había sido
Reb Tobías, vecino de Sztekcin, y su padre, Reb Moshe, rabino de Neufeld. Este Reb Moshe había sido discípulo del famoso Baal Shem Tov (el fundador del jasidismo). El padre de Reb Moshe había sido Reb Zvithirsch, rabino
de Zhorker.
Las raíces de mi abuela paterna, Temerl, se remontaban aún más atrás en el tiempo. El padre de mi padre, Reb Samuel, rehusó durante muchos años convertirse en rabino y, en lugar de ello, se dedicó al estudio de la Cábala. Ayunaba con frecuencia, y transpiraba tan copiosamente, cuando rezaba por
la mañana, que su mujer tenía que prepararle una camisa limpia cada día, cosa que, en aquellos tiempos, era un lujo desconocido. La madre de la abuela de Temerl era joyera, con lo que ayudaba a su marido, y mi abuela se dedicó
a lo mismo. En aquel tiempo, las funciones de la esposa eran tener niños, cocinar, llevar la casa y ganar dinero mientras el marido estudiaba la Torá. En lugar de quejarse, nuestras abuelas daban gracias a D-os por haberles proporcionado unos maridos estudiosos. En sus últimos años, cuando mi abuela ya no podía ganar dinero, mi abuelo consintió en convertirse en rabino.
Durante años, Reb Samuel se encerró en sí mismo y mantuvo su promesa de guardar silencio. La abuela Temerl, por el contrario, departía con la gente y era muy querida. Era hija de Hinde Esther, a la que el famoso rabino Shalom Belzer había ofrecido asiento cuando fue a visitarle. El más ferviente deseo de mi
abuela era que sus hijos estudiaran la Torá. Su hijo mayor, Isaiah, se estableció en Rohatyn, en Galitzia. Era muy rico y un devoto practicante jasid.
Dos de sus hijas se habían casado en Hungría y uno de sus hijos había muerto. Mi padre, el menor de los hijos, recibió todo el amor y los cuidados de su madre. A ésta le satisfacía que fuera erudito y muy apegado
a las costumbres judías, mientras otros jóvenes se aficionaban a las cosas mundanas, vestían a la moda y leían los periódicos y revistas hebreas que
ocasionalmente llegaban a Tomaszow. Nada de esto afectó a mi padre, que continuó llevando las medias largas y las sandalias tradicionales, un pañuelo anudado al cuello y las peot de cabello cayéndole a los lados. De niño comenzó a escribir un comentario sobre las Escrituras, y los otros muchachos
le rehuían por su forma de ser tan introvertida, molestos por su falta de interés por sus juegos de lobos y ovejas -o tarjetas durante Janucá-, su superioridad y su retraimiento.
Mi abuela quería que mi padre -que a los dieciséis ya lucía una hermosa barba
roja- se casara joven, pero los futuros suegros, con dinero, no se sentían atraídos por los jóvenes anticuados; y, además, para complicar aún más las cosas, mi abuela se empeñó en que la novia proviniera de una familia de rabinos y no de comerciantes. Cuando, finalmente, mi padre se comprometió, murió su prometida y a él lo llamaron a filas. Para un joven como mi padre no podía haber nada peor que tener que servir al Zar, pero la abuela no permitió que se automutilara para evitar el servicio. Así que su único recurso era rezar a D-os.
Por entonces era costumbre celebrar un sorteo en el que los reclutas que obtenían los números más altos quedaban exentos del servicio militar. Mi padre sacó un número alto, salvándose así, incluso, de la humillación previa de tener que desnudarse ante un médico. Durante muchos años no dejó de hablar del favor que D-os le había dispensado.
Sólo después de haber logrado evitar el servicio militar, la familia de mi padre
cayó en la cuenta de lo viejo que era para ser soltero. ¡Veintiún años! Con su
larga túnica, las sandalias, el ceñidor ajustado a la cintura, el bonete debajo del gorro de terciopelo, la barba y las largas crenchas, daba la impresión de ser un veterano jasid. Con un solo deseo -vivir como judío- estaba totalmente inmerso en su religiosidad y apenas hablaba con los demás. La única prenda que le faltaba a su vestimenta era el chal de las oraciones que llevaban los hombres casados. Los otros jóvenes, que llevaban botas relucientes y gafas con montura de oro, se burlaban del deseo de santificación de mi padre; pero era la verdad. Quería purificar su alma hasta un grado tal que le fuera posible hacer milagros. Leía, además de la Guemará y las Escrituras, libros de jasidim y
algún que otro libro de la Cábala. Aunque a su madre le encantaba su forma de ser, resultaba extraño para los demás. Las hijas de familias rabínicas leían libros modernos, vestían a la moda, iban de tiendas, paseaban sin la compañía de personas mayores, hablaban “alemán” y, a veces, hasta lucían sombreros modernos. Era preciso que los rabinos jóvenes supieran algo más de temas prácticos, de comercio y negocios, y mi padre no era el tipo de yerno que se
ajustara a esas premisas. Se concertó entonces su enlace con la hija del rabino de Bilgoray, bien conocido en la región y que, anteriormente, había sido rabino de Maciejew, que está cerca de Kowel, y, antes, de Purick, en la provincia de Szedlce. Era de esa clase de rabinos que vivían en el pasado. Una vez que
se presentó una compañía de actores en Bilgoray, se enfundó su abrigo, se dirigió al cobertizo donde estaban actuando y los echó de allí, junto con los
espectadores. Aun cuando Bilgoray estaba cerca de las ilustradas ciudades de
Zamoscz y Shebreshin, donde vivía el hereje Yacob Reifman, mi abuelo dominaba Bilgoray, con el apoyo de los ancianos de la ciudad y del jasidismo. Para
los pocos eruditos que había en Bilgoray, mi abuelo era un fanático y un oscurantista; a despecho de esto, era respetado y temido. Alto, fuerte y vigoroso, conservando todos sus dientes y el pelo, a pesar de los años,
era conocido también como matemático y experto en gramática hebrea. Ejercía un dominio como el de los antiguos líderes, y, mientras vivió, Bilgoray fue una ciudad pía. El enlace proyectado creó cierta inquietud en mi padre porque, a pesar de la religiosidad del rabino de Bilgoray, se sabía que permanecía tan aferrado a la tradición que encontraba impuro hasta el jasidismo, con sus gesticulaciones, sus cánticos, sus visitas a los tribunales rabínicos y sus aspiraciones místicas. Regía la ciudad de forma despótica; su propia familia temblaba ante él. Además, sus dos hijos eran famosos por su agudo ingenio. Mi padre temía no encajar en aquel ambiente.
Pero resultaba absurdo desaprovechar aquella oportunidad. Mi madre tenía por aquel entonces dieciséis años y era conocida por su prudencia y erudición. Le habían propuesto dos candidatos; uno era mi padre, y el otro, el hijo de una familia rica de Lublin. Mi abuelo le preguntó que a cuál de ellos prefería.
-¿Quién es el más aficionado al estudio? -preguntó ella.
-El de Tomaszov.
Aquello zanjó la cuestión para ella, pero su familia se sintió avergonzada
durante la firma del contrato, a causa del aspecto de la familia de mi padre. La abuela Temerl llevaba un vestido de satén que podía haber estado de moda cien años antes, y su sombrero, un sinfín de lazos, adornos y cintas, como nadie había visto jamás. Hasta su forma de hablar resultaba arcaica y mi padre parecía más un suegro que un novio. Su padre, Reb Samuel, permanecía callado. Mi padre no habló nada con los otros jóvenes, que intentaron charlar con él de tiendas, casas, relojes, viajes y política. El no sabía de nada, excepto de servir a D-os; no hablaba polaco ni ruso, y ni siquiera era capaz de escribir su dirección en caracteres gentilicios. Fuera de la Torá y de sus rezos, el mundo, para él, estaba lleno de espíritus malignos, demonios y duendes.
Cuando conoció a su futuro marido, mi madre se sintió turbada ante aquel hombre
de espesa barba roja; pero cuando vio la forma en que discutía sobre temas religiosos con su padre, le respetó e, incluso, le admiró. A mí me dijo que también le gustaba tener un novio cinco años mayor que ella. La abuela Temerl le regaló a mi madre una cadena de oro tan pesada que era difícil llevarla puesta. Debía tener unos doscientos años. Durante varios meses, a partir
de entonces, mi madre se la enseñaba a sus amigas. Tenía un cierre hecho a mano,
de los que ya no se hacen.
Mi abuela materna, Yanna, era una mujer amargada y escéptica que, sin menoscabo de su religiosidad, lo enredaba todo. La abuela Temerl, por el contrario, era toda dulzura y citas bíblicas. Lo que en Yanna era melancolía, en Temerl
era alegría; y mientras Yanna lo criticaba todo, Temerl no cesaba de referirse constantemente a las maravillas de Dos.
La abuela Yanna tuvo curiosidad por saber cómo iba a sostener mi padre a su familia cuando se terminaran sus ocho años de estudios, pero la abuela Temerl repetía, convencida de corazón, que D-os proveería, como siempre.
¿Acaso no había enviado a los judíos el maná, cuando cruzaban el desierto?
Yanna contestó con sequedad.
-Eso fue hace mucho tiempo.
-D-os es el mismo siempre -dijo Temerl.
-Ya no nos merecemos ningún milagro -le replicó Hanna.
-¿Por qué no? -contestó Temerl-. Nosotros podemos ser
buenos y piadosos como nuestros antepasados.
Ésta era, más o menos, la forma en que se expresaban.
Luego, Temerl regresó feliz a su casa, convencida de que el futuro de su hijo estaba en buenas manos. Reb Samuel continuó sin decir nada, el abuelo de Bilgoray regresó a sus libros y Yanna sintió aumentar su sensación de inquietud.
Estaba convencida de que su hija menor acabaría siendo una indigente.
Extraido del libro Krochmalna N° 10, de Isaac Bashevis Singer.
Ediciones SM 1983 -España-
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