Con la muerte de Alberto Nisman posiblemente haya muerto también la causa AMIA. Será sumamente difícil hallar un sucesor tan comprometido con la investigación del caso, tan enteramente apto para la tarea y tan decididamente valiente para llevarla hasta sus últimas consecuencias.
Amén de que se hallase un digno reemplazante, éste no podrá apartar de su mente el hecho de que el fiscal principal de esta causa murió de un tiro en la sien a cinco días de haber denunciado al gobierno por encubrimiento y a horas de exponer las evidencias ante el Congreso de la nación. Y aún si se encontrase a la figura idónea y ella estuviese determinada, la historia de esta causa judicial y política está a estas alturas tan irremediablemente contaminada que siempre llevará consigo el estigma de la eterna sospecha sobre sus conclusiones.
Alberto Nisman se hizo cargo de las investigaciones tras una década de desvaríos, mentiras y complots que habían enturbiado la causa de un modo tal que ya casi nadie creía sinceramente que pudiera llegar a buen puerto. Milagrosamente, él rescató la investigación del lodazal en que había caído y -con el respaldo político del primer gobierno kirchnerista y la asistencia de los servicios de inteligencia- identificó a los iraníes como los perpetradores a través de su grupo de choque terrorista, Hezbollah.
Tan sólida era su tesis y tan concretas sus pruebas, que la Interpol emitió circulares rojas; es decir, alertas de captura globales contra funcionarios del más alto nivel del régimen iraní. Su trabajo fue formidable.
Pero entonces algo cambió. El presidente Néstor Kirchner partió y su esposa, Cristina Fernández, lo sucedió. Fuera de la mirada pública, Buenos Aires estaba negociando con Irán un acuerdo secreto para destrozar la causa AMIA y refundar las relaciones diplomáticas y comerciales con Teherán. Energía a cambio de granos y un alineamiento geopolítico con los ayatollhas, eran los vectores de la nueva orientación nacional. Un 27 de enero de 2013, Día Internacional de Recordación del Holocausto, se firmó un Memorando de Entendimiento entre ambas naciones, una de las cuales era miembro de la Task Force internacional para educar sobre el Holocausto, y la otra era una negadora compulsiva de la existencia del mismo.
El detalle del simbolismo fue leído en clave de ironía. En rigor, era un insulto antijudío planificado. Una burla insolente de los negociadores contra la comunidad judía argentina y mundial, y contra toda persona de bien en el orbe.
Trascendida la noticia, muchos analistas políticos, periodistas, intelectuales y legisladores advirtieron el engaño. Pero debieron pasar un buen par de años hasta que el fiscal solventara con evidencia y encuadrara en una denuncia histórica de altísimo voltaje político lo que varios sospechábamos.
Nisman acusó a la presidenta argentina y a su canciller (a la sazón, judío) de complotar con los iraníes responsables del atentado para exonerarlos de toda imputación y allanar el camino hacia la plenitud económica bilateral. Presentó inicialmente escuchas telefónicas entre un agente iraní y un militante-patotero allegado al gobierno argentino que involucraban a la Casa Rosada en la conspiración y anunció que mostraría más pruebas -contenidas en cientos de CD- ante el Congreso de la Nación. No pudo hacerlo.
Alberto Nisman fue el Elliot Ness argentino, como atinadamente señaló un observador norteamericano. Al igual que Ness, Nisman se paró ante un enemigo implacable y en apariencia intocable. A diferencia de aquél, no vivió para verlo pagar por sus crímenes. Esta es nuestra deuda moral con este notable fiscal: asegurar que todos aquellos implicados en su muerte y en el ataque contra la AMIA de hace 20 años penen por ello
|
|
|
|
|
|