Cuando la noticia de que el fiscal encargado por la causa AMIA, Alberto Nisman, presentó la grave denuncia contra el Gobierno argentino por encubrimiento, vino a mi mente aquello mismo que ya había rememorado el año pasado, al darse a conocer que Argentina había firmado un memorando con Irán. Pensé en la imagen de Menachem Beguin dirigiéndose a una audiencia en 1952, para denunciar el prospectivo acuerdo entre Israel y Alemania (Occidental) en concepto de millonarias reparaciones por la Shoá. Encontré por alguna razón un inquietante punto de comparación entre aquella situación, y la imagen, captada por la prensa, del canciller Héctor Timerman junto con su homólogo iraní, firmando el memorando de entendimiento.
Beguin, “el más judío y menos israelí” de los primeros ministros, es recordado por su infranqueable adherencia a sus convicciones morales, al espíritu de la tradición judía, y su nulo interés por comprometer frente a discutibles necesidades pragmáticas del Estado. Pues para Beguin, que se formó siendo testigo del antisemitismo europeo y la locura hitleriana, la Estatidad judía era una herramienta, y no un fin en sí mismo. Israel para él, la cuna del pueblo, era el hogar que recibía y reconectaba a cualquier judío con su esencia. La distinción entre judío e israelí era para él una cuestión de formalismo, y no de sustancia. En sus discursos, Beguin hablaba en términos del pueblo judío, y no así tanto en una labia que denotara alguna afiliación nacional. En este sentido, posiblemente allí se encuentra la razón por la cual no pude evitar relacionar, o mejor dicho contrastar, a Timerman con Beguin.
En su momento, el ex primer ministro acusó al Gobierno israelí, encabezado por Ben-Gurión, de “vender” la memoria de los seis millones de judíos muertos por los nazis. Esto sin importar la necesidad pragmática de obtener fondos para construir un Estado de cero, que además debía absorber a cientos de miles de nuevos inmigrantes. Mientras que el líder laborista miraba para adelante y pensaba en un Estado, el líder revisionista miraba para atrás y pensaba en el legado de un pueblo. El episodio, que terminó con la aprobación de las reparaciones, con 60 parlamentarios por el sí contra 51 por el no, permanece en los anales como uno de los sucesos políticos más controversiales de la historia de Israel. No sin razón, Begin denunció que los alemanes nunca podrían pagar por sus pecados, y era tal su perseverancia, que prefirió renunciar a la primera jefatura, entre otras razones, antes que estrechar la mano de un jefe de Estado alemán.
Timerman, que participó de “la venta” de la causa AMIA a cambio de una alianza con Irán, desde luego que no es Ben-Gurión. Su carácter, hasta donde este columnista puede observar, refleja una inquietante mezcla entre arrogancia e inseguridad. La primera cualidad viene dada por su trayectoria como hombre de letras, y por su aparente entendimiento sobre el estado y funcionamiento del globo. Así bien, la segunda viene dada por su evidente falta de iniciativa, y su incapacidad para desprenderse de las dependencias del poder central.
Timerman, el ministro de exteriores, es todo menos un estadista. Pese a recibir una educación de prestigio en Estados Unidos, y pese a adquirir posición gracias a su carrera como activista en pro de los derechos humanos, el hombre carece de coraje para hacer de la pluma una espada. Esto en el sentido de que no puede, ya desde una posición de poder, velar por todo aquello que dice creer. Sin cuidado por los principios que una vez supo enarbolar, en su caso, la política argentina no ha probado ser una plataforma para las acciones, y seguramente muy a su pesar, hasta se ha convertido en una pesadilla. Pues como funcionario, Timerman es y será un monaguillo de Cristina Kirchner. Seguramente, reservándose su derecho a opinar, las objeciones del capataz de la diplomacia argentina caen en oídos sordos. En vista de sus compañeros de gestión, mancomunados en la incuestionable lealtad al líder, Timerman debe ser una suerte de militante marrano, alguien que no puede desprenderse del todo de su condición acomodada o de su formación burguesa privilegiada.
Estas razones posiblemente tengan mucho que decir del esmero que pone el canciller por demostrarse “bien” argentino y “poco” judío. Timerman se exaspera cuando desde la comunidad judía se lo crítica, y más aún cuando las quejas las presentan los israelíes. Para él, Israel, entidad que le permitió a su padre sobrevivir a la última dictadura, no tiene autoridad moral para arremeter contra la Argentina por pactar con Irán. Pero Timermar, poco diplomático en sus quehaceres, se enoja y estalla, como si con ello pudiese ocultar su herencia e identidad. En su mal genio, llegó a decir que “Israel no habla en nombre del pueblo judío y no lo representa”.
Cuando Ben-Gurión logró que la Knesset aceptara recibir reparaciones por parte de Alemania, implícito en el acuerdo estaba la culpa y ergo la responsabilidad histórica autoasumida de los alemanes. De antemano estaremos todos de acuerdo que el dinero no puede reparar la muerte de una persona inocente. Ninguna cifra puede dar cuenta del valor de la vida humana. No obstante, aún en estas circunstancias, el pragmatismo de Ben-Gurión tiene justamente sustento en el hecho de que el Estado alemán asumió responsabilidad. De hecho, Alemania enseña a sus jóvenes hasta el día de hoy sobre el genocidio judío, y el imperativo de que tal cataclismo nunca más pueda repetirse.
Con Irán la situación es manifiestamente contraria. En el Wiedergutmachung con Tehrán, no solo que el régimen de los ayatolas no admite ninguna responsabilidad, llámese ninguna “reparación espiritual”, sino que desde la fría lógica de la realpolitik Argentina no recibe absolutamente nada a cambio. Contrario a lo especulado por los presumidos e inútiles estrategas oficialistas, con Irán como socio, Argentina no logrará satisfacer su aguda crisis energética. Tampoco pudo con Venezuela, y tampoco saldrá ganando con Bolivia. Por alguna razón, Cristina piensa que Occidente está muriendo, y que vale la pena apostar por un multilateralismo dominado por Estados con Gobiernos populistas. Resulta paradójico que la política exterior argentina tome como pilar la defensa de los derechos humanos, un legado del liberalismo occidental, y que al mismo tiempo, la conducción de la misma, resulta en el creciente aislamiento e irrelevancia de Argentina en la comunidad internacional.
No es mi propósito discutir aquí qué tan mal asesorada está la presidenta. En todo caso, si ese fuese el tema en cuestión, podríamos presentar argumentos, señalar a funcionarios públicos, hablar de intereses, corrupción y de ideologías. Pero volviendo al principio, lo que me pregunto es porqué alguien como Timerman – alguien letrado, educado y con un colchón financiero respetable – podría darle la espalda a su pasado, y traicionar certeramente su futuro. Me arriesgo a sentenciar que el ministro pasará el resto de sus días en un completo ostracismo social. Ningún futuro presidente, incluso heredero de Kirchner, lo querrá en su gabinete. Desde luego, ni que hablar de la comunidad judía. Timerman no podrá pisar una sinagoga nunca más sin causar alboroto. Si no es con insultos, será recibido con indiferencia.
¿Qué diría Menachem Beguin sobre un sujeto así? Seguramente estaría desconcertado. Se preguntaría, al igual que muchos de nosotros, por qué no renunció: ¿Cómo es que decidió pactar con Irán antes que dimitir? ¿Estaría amenazado por el Gobierno? Podría ser que sí. Sin embargo hay que tener coraje o bien ser bastante cobarde para negar las raíces propias, y abandonar la causa de la justica y la verdad por la que millones de personas perecieron en el holocausto. Lo mínimo que podía, y debería hacer Timerman es renunciar. Si tanto miedo les tenía a los matones de la señora mandamás, seguramente podría haberse refugiado en la trastienda de la oposición.
Beguin, un cautivador orador nunca corto de palabras, santificaba la vida judía, y evitaba por ello denigrar su carácter insultando a sus adversarios. Polemizaba, se comunicaba y respondía con altura. Al caso, sospecho que tal habría sido su comportamiento si estuviese obligado a telefonear a Timerman para pedirle explicaciones. Begin quizás consideraría indigno dirigirle la palabra, pero si hay algo de lo que no tengo dudas, es que vería en el canciller a la figura del judío colaboracionista, aquel que trabajó con los nazis, sacrificando su honor y su alma a cambio de la autopreservación. Esta visión debería perseverar especialmente entre la comunidad judía argentina, especialmente a partir del asesinato del fiscal.
La vida continua, mas siempre nos recuerda del pasado con sus alegorías. El destino quiso que el memorando se firmase un 27 de enero, en el día internacional para la conmemoración del genocidio cometido contra los judíos. El acuerdo que crearía, en teoría, una “comisión de la verdad”, es una infamia de la cual Timerman nunca podrá despegarse. Bajo su guardia, la diplomacia argentina estuvo preparada para sacrificar la memoria de las víctimas de la AMIA. Timerman por lo cual será visto como un colaboracionista de Irán; como un cobarde sinvergüenza, cómplice del terror.
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