“Ella me daba la mano y no hacía nada mas. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano y eso era amor.” (Mario Benedetti)
Había concluido el primer seder de Pesaj, cuando una persona amiga se acercó para preguntarme si todavía significaba algo el amor. Sorprendida, atiné a responderle que significaba tanto, aún en nuestros días, que era el tema principal no sólo en la literatura sino en el cine, y que, para convencerse, debería volver a ver “Cinema Paradiso” (Italia, 1988). Respondió que no sólo la había visto varias veces, sino que lo había ayudado a entender qué es lo que ponía en juego el amor. Y agregó que si bien trataba del amor, estaba el amor en todas sus formas: el amor de los padres, el amor fraternal, el amor entre el hombre y la mujer, el amor a Dios. Después de semejante respuesta y luego de despedirnos, repasé la trama de la película. Recordé que relataba la historia de un cineasta italiano que, desde muy chico, había descubierto su amor por el cine, ayudando a proyectar películas en Cinema Paradiso, un cine local. Recordé también, no sin escozor, que la mayor parte de la película transcurría poco después de la Segunda Guerra Mundial, a finales de la década de 1940. En esos aciagos momentos, Salvatore, entonces de seis años de edad, hijo travieso y por demás inteligente de una viuda de guerra, se dejó llevar tanto por ese amor que pasaba cada momento libre, en el cine que mencioné. Ahí desarrolló una amistad con el proyeccionista, Alfredo, quien, compadecido por el pequeño, le permitió ver películas en la cabina de proyección. En las escenas de varias de las películas que se mostraban, se escuchaban los abucheos de la audiencia, causados porque las mismas habían sido censuradas: las películas de repente saltaban, eludiendo las escenas besos o abrazos, porque el sacerdote local había ordenado que estas secciones fueran recortadas. Seguramente, los que las vieron, también las guardan en la memoria, no como Alfredo, que supo esconderlas en su cabina. La mayoría son escenas de besos apasionados unos, muy tímidos otros, pero todos rebalsados de amor.
Lo mencionado nos lleva a hablar del enamoramiento, un estado que “recuerda más a los fenómenos anímicos anormales que a los normales” (Freud, 1912). Es posible hablar desde el amor a sí mismo hasta la elección de un objeto de amor, al que los enamorados se refieren a través de canciones, poemas, cuentos y novelas, en las que se intenta describir los sentimientos ante la presencia y, por qué no, la ausencia de amor. Como a Freud le atraían los mitos griegos, llamó “narcisismo” a un conjunto de características psicológicas sobre la base del mito de Narciso, que despreció a la ninfa Eco, y que, al verse un día reflejado en el agua e intentar apoderarse de esa imagen (sin saber que era la suya propia pero que para él era un ideal), murió ahogado. Es decir, al rechazar el amor por un otro distinto, y entronizar su yo como el objeto único de amor, Narciso muere. El psicoanalista francés J. Lacan teorizará la fase del espejo como momento constituyente en el proceso del desarrollo del yo, que tiene que ver con la captación amorosa de uno mismo. El mito nos habla de un reflejo, de un querer verse a sí mismo en y a través del otro, pero, en el caso de la pareja, se torna necesario poder verlo y aceptarlo también, como un otro diferente con el que va a ser posible crear un lazo de amor, lazo sostenido en las diferencias además de en las coincidencias.
El narcisismo, normal en un estadio dentro de desarrollo psicosexual, puede cobrar dimensiones psicopatológicas: la psicosis, por ejemplo. Lo cierto es que del amor a sí mismo, normal en el desarrollo del sujeto, se pasará al amor por un otro separado, distinto de él. Lacan dice que el amor da cuenta del deseo de que dos sean Uno, y que las ideas de oposición y las de coincidencia responden, pese a su contradicción, a una trama de hechos reales en los que la pareja humana funda su vínculo. El hecho de que cada sexo parece buscar en el otro una parte de sí mismo perdida, me recuerda a la frase del Talmud: “Es natural que sea el hombre el que corteja a la mujer y no la mujer al hombre. Porque la mujer fue una parte del hombre y aquel que perdió, busca reponer su pérdida“. En mi novela “El espejo de las palabras”, dice la protagonista que uno se ve en las palabras del otro, a lo que le agrego que esto es así porque el mismo lenguaje es un espejo. Por eso la importancia de saber elegir las palabras destinadas al otro, es pos de un mejor estar. Los seres humanos no han renunciado a convivir y reproducirse y, los que resuelven no casarse, no por eso renuncian a la vida en pareja ni a compartir un hogar. Coincido con Santiago Kovadloff, con que no se aspira al aislamiento sino a la convivencia, sea ésta la que fuere y con quien fuere. El curso de la vida amorosa del individuo depende, en gran medida, de cómo se logra el desplazamiento del impulso amoroso desde personas de la familia primaria a aquellos que forman un círculo más amplio. Freud destaca una corriente de amor sensual y una corriente de ternura en los vínculos amorosos, que en un primer tiempo en la evolución del sujeto actúan de modo independiente sin confluir en una unidad. Recién con la maduración y la evolución afectiva del sujeto, la corriente de ternura y la de sensualidad se depositan en la relación amorosa. El enamoramiento no debe ser prescindente del vínculo sexual. La pareja puede ser tal, cuando ambos encuentran el lenguaje común para el deseo y la ternura.
“Eres mi vida / ¿Cómo iba yo a imaginarme que esta ciudad estaba hecha a la medida del amor? / ¿Cómo iba a imaginarme que estuvieras hecho a la medida de mi cuerpo mismo? / (…) /Me gustas / (…) / Eres mi vida. Fragmento del guión de Hiroshima mon amour, escrito por Marguerite Durás.
Vivir es convivir, no sobrevivir, y para convivir hay que reconocer que no estamos solos, que está el otro y que con él tenemos que ver el modo de poder convivir, aunque el otro, afortunadamente, tenga sus diferencias. Es otro, ni mejor, ni peor. Es sencillamente otro. Aceptar esto, lleva su tiempo pero, como dijo Charles Chaplin: "El tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto."
Según el diccionario etimológico de Joan Corominas, existir, del latín exsistere, salir, nacer, aparecer, deriv. de sistere que es colocar. Entonces, no basta con estar para existir sino que esto siempre requiere un movimiento hacia los otros seres, incluso hacia las cosas. Respecto de lo que acabo de enunciar, viene al caso el pensamiento de Erich Fromm, tomado de su libro: “El arte de amar”: Si amo realmente a una persona, amo a todas las personas, amo al mundo, amo la vida. Si puedo decirle a alguien "Te amo", debo poder decir "Amo a todos en ti, a través de ti amo al mundo, en ti me amo también a mí mismo".
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