Al cumplirse el 70 aniversario de la muerte del Maestro Janusz Korczac no quisiera dejar de relatar un hecho sucedido en Buenos Aires que se relaciona a este insigne mártir.
Corría el mes de Mayo de 1962, el médico, pediatra, profesor, escritor y periodista Florencio Escardó se presentó en la escuela Scholem Aleijem y dio la primera de cuatro charlas para padres en el salón de actos. Al finalizar la misma invitó a los miembros de la dirección y del gabinete psicopedagógico al acto de reinauguración y ampliación del Pabellón Pediátrico dependiente de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, que había sido inaugurado precariamente por él mismo, en el año 1957, para el próximo viernes por la mañana.
Escardó se desempeñó durante 45 años en el Hospital de Niños Ricardo Gutierrez. Fue médico, jefe de servicio de la Sala de Niños y posteriormente director del hospital. Él también fue profesor titular de la cátedra de Pediatría y Puericultura de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, y como tal, logró trasladar la asignatura al Hospital de Niños en 1957. Produjo profundas transformaciones en pediatría, a partir de proponer la atención del niño, considerando a la familia en su totalidad, pues entendía que tratar al niño enfermo aislado de su entorno íntimo, retardaba su recuperación.
En su alocución, en el acto, dirigiéndose al público presente dijo aproximadamente lo siguiente:
Krojmalna 92, esa era la dirección; allí funcionaba el Asilo de Huérfanos Israelitas de Varsovia.
Dicha institución estaba organizada como ninguna otra, era una república infantil, donde cada miembro era llamado por su nombre y respetado como ser humano.
La amargura del hecho mismo, por ser asilo, estaba dulcificada fundamentalmente por dos presencias: la del director, su compañera y sus colaboradores. Él, uno hombre cuya vida estuvo dedicada a los niños: médico y pedagogo. Ella, Stefania Wilczynska, su alumna y su mujer. Él escritor, publicó muchos ensayos sobre pedagogía y varios libros, entre ellos, uno bellísimo “Si volviese a ser niño”.
Pero era demasiado hermoso, demasiado humano, demasiada paz para los huérfanos judíos. Lo hermoso, lo humano, lo pacífico son valores que los nazis no podían comprender ni tolerar. Polonia se desangraba bajo la cruz esvástica. Los nazis ocuparon Varsovia.
El asilo quedó encerrado tras las murallas del gueto; desde allí el director trataba de salvar a sus chicos, luchaba desesperadamente para salvar a esta inocente “república infantil”. Pero no fue posible. Los pequeños judíos debían morir; por eso, por ser judíos. El director sería eximido del sacrificio. No tenía más que permitir que los niños fuesen trasladados a las cámaras de la muerte en Treblinka y Maidanek.
Pero el director se llamaba Janusz Korczac y era un hombre con mayúscula. No admitió la excepción y exigió que se le permitiese permanecer con sus huérfanos hasta el último momento. Exigió a las autoridades nazis que le permitan acompañar a sus niños por el último sendero al que la barbarie nazi los condenó.
El permiso le fue acordado. Así, una mañana neblinosa, los habitantes del gueto vieron desfilar la más macabra procesión que registra la historia de nuestra civilización; una fila de niños encabezada por Janusz Korczac marchaba hacia las cámaras de gas. Delante iban los más pequeños. Dos de ellos en brazos de Korczac; así atravesaron las calles hasta llegar a los vagones del ferrocarril.
Y entonces Janusz Korczac tuvo miedo. Miedo de abandonar a sus niños solos en la muerte, solos en la agonía, solos en el estertor del gas. El director entró en el vagón del ferrocarril transformado en cámara letal, donde morirían los niños, una muerte de mártires.
Fiel a su fe, a sus ideas y a sus niños, murió Janusz Korczak, cuyo cuerpo fue incinerado y las cenizas llevadas por los fieros vientos a todos los ámbitos del mundo, juntamente con las cenizas de millones de otras víctimas.
El nombre de Korczac se recuerda poco, casi nunca se habla de él. Pocas veces se lo reverencia porque una vida como la suya, es una amenaza viva para los cobardes.
Pero aún hay quienes poseen memoria y voz sonora para despertar el respeto y el recuerdo. Por eso es que reinauguramos y ampliamos el Pabellón de psicología y psicohigiene infantil, dependiente de la cátedra de pediatría del Hospital de Niños. El nombre que se ha dado a ese pabellón es el de Janusz Korczak. Y la voz sonora, y la memoria ferviente se personificaron en la decisión de Bernardo Mandelbaum, que acompañado por sus colaboradores planificó, construyó y reequipó el pabellón y lo donó para que los niños pudiesen ser dignamente atendidos.
A partir de ese día, un conjunto de especialistas recorrerán las aulas y los consultorios del pabellón; la psicología del niño se aposentará en habitaciones claras y cómodas. Y antes de entrar, las madres y los hijos leerán, escrito en letras oscuras: Pabellón Janusz Korczak.
Un nombre que es un desafío y un reclamo. Un nombre que mantiene en vigilia nuestra memoria. Un nombre para la vergüenza de una época y para el alerta de hoy.
Janusz Korczak es un nombre para enseñar a nuestros hijos; para que aprendan a reconstruir en el viento la figura de un hombre que, solamente por haberlo querido, marchó invencible y definitivo hacia las cámaras de gas, llevando entre sus brazos a los dos más pequeños; conduciendo una procesión de niños a quienes no quiso abandonar.
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