La caricatura que adorna la nota de Mario Vargas Llosa, titulada “El Estado palestino”, plasmada centralmente en la página de opinión de La Nación el sábado 1 de octubre, es impactante y preciosa. Presuntamente refleja a Palestina corporizada en una odalisca occidentalizada por la visión del ilustrador, el genial Nuno: ella es pelirroja, de ojos claros, piel blanca, delgada y cautivante, y se exhibe en sonriente esplendor. De su nuca vuelan al viento flores y la bandera palestina. Tal como pintores renacentistas retrataron a Jesús de Nazarteh como si hubiera sido Jesús de París -un apuesto hombre blanco de ojos azules- Nuno nos entrega una Palestina idealizada y romantizada al límite máximo de la imaginación y del sesgo occidental. La caricatura es una perfecta caricatura de la parcialidad periodística contemporánea.
Nuno ha hecho un excelente trabajo, como siempre. Ha captado la esencia del mensaje del autor y lo ha transformado en una ilustración extraordinariamente elocuente. La Palestina presentada en toda su hermosura y candor es exactamente como ella es vista por el Premio Nobel de Literatura peruano. Aunque, en rigor, Vargas Llosa se vale de la causa palestina para criticar a Israel más que para efectuar una defensa de esa causa. Tal como el difunto José Saramago y otros tantos anteriormente, los palestinos le son funcionales al escritor como vehículo de denostación de los israelíes. A diferencia de Saramago y otros, Vargas Llosa hace ello mientras apela al viejo truco del antisemita infantilmente convencional, sólo que con un leve twist: del “yo tengo un amigo judío” como preludio al ataque judeófobo, él pasa al “yo tengo un amigo israelí” como antelasa para su diatriba antiisraelí. Eso no hace de Vargas Llosa un antisemita, simplemente un copión: se vale de un recurso tan poco original como carente de credibilidad.
Con alarmante deshonestidad, él se presenta como un “amigo de Israel” para proceder a cuestionar -con la prosa punzante tan típicamente suya- prácticamente todas las políticas del gobierno actual, hallando en el premier Benjamín Netanyahu y en el movimiento de los colonos a los principales responsables por la ausencia de la paz. En su nota encontraremos referencias -infaltables en un texto de este tenor- a “las corrientes más extremistas del lobby judío norteamericano”, a una sociedad israelí en pleno “proceso de radicalización derechista” y a una dirigencia israelí cautiva de un “encasillamiento prepotente”. Una vez sentada la noción de la culpabilidad oficial israelí por la ausencia de la paz, el escritor expande su condena del gobierno de Israel hacia la nación de Israel, la que “ha perdido aquella superioridad moral que la opinión pública del mundo entero le reconocía” y cuyo sistema democrático “ha perdido su carácter modélico” para transformarse en un estado opresor que tiene al pueblo palestino “cautivo en su propio país”, sometido a “una servidumbre colonial intolerable en el siglo XXI”. El autor se ocupa en dejar saber que su crítica (feroz) se nutre de una genuina preocupación por el destino del estado judío: “la sistemática destrucción de la sociedad palestina” que Jerusalem lleva adelante es fruto de sus “políticas suicidas” que ponen en peligro “la supervivencia de Israel”. Según parece, Vargas Llosa tan sólo quiere salvar a Israel de sí misma y ve en los minoritarios israelíes de ultraizquierda -que en su visión peculiar sólo ellos luchan por la paz- al bastión moral del país. “Los verdaderos amigos de Israel”, dice solemnemente, “debemos aliarnos con ellos”.
¿Pero quién es un verdadero amigo de Israel? Afortunadamente, Vargas Llosa enfrenta el asunto y ofrece la siguiente definición: “A mi juicio, es amigo de Israel quien, reconociendo el derecho a la existencia de ese país -admirable por tantas razones-, obra, en la medida de sus posibilidades, para que ese derecho sea reconocido por sus vecinos árabes e Israel, garantizado su presente y su futuro, pueda vivir en paz y armonía dentro de fronteras seguras e internacionalmente reconocidas”. Esta definición es aceptable, lo que resta por determinar es en que medida los textos de Vargas Llosa encajan con la misma. Uno puede citar múltiples artículos de Carlos Alberto Montaner o de Pilar Rahola, por dar dos ejemplos, y apreciar que encuadran cómodamente con la definición. ¿Pero puede uno con objetividad identificar algún artículo de años recientes de Mario Vargas Llosa y ver en él los elementos de su propia definición? ¿Es criticar artículo tras artículo las políticas de Israel asistir al esfuerzo de que ella sea reconocida por sus vecinos? ¿Es ignorar los dilemas reales de la seguridad israelí ayudar a que algún día goce de fronteras seguras? ¿Es cuestionarla continuamente contribuir a que Israel pueda vivir en paz y armonía a futuro?
Seamos claros: Vargas Llosa tiene el perfecto derecho a abrazar la posición ideológica e intelectual que él desee concerniente a Israel y a ser todo lo parcial, tendencioso -e incluso malicioso- que le venga la gana. Él tiene el derecho a seguir publicando notas espantosamente críticas de Israel en todos los diarios del mundo que él quiera y en todos los idiomas que guste. Incluso tiene el derecho a continuar con su prédica inverosímil de que su motivación es puritana y su intención, noble. Pero él debe tener algo igualmente en claro. Ello podrá seguir seduciendo a los editores de El País en España y al Comité Nobel en Suecia. A muchos judíos, sin embargo, sus proclamas de amistad nos suenan huecas.
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