Cuando me pidieron una opinión sobre familias ensambladas, me quedé pensando en que era un término extraño para mí. Hasta ese momento, yo asociaba la idea de un ensamble con la música clásica, también con el jazz, folklore, tango u otras. Siempre relacioné la idea de un ensamble con un grupo de músicos que se juntan para mezclar instrumentos musicales de diferentes familias como de las cuerdas, las de viento, las de la percusión, incluso para combinar los de una sola familia como el cuarteto de cuerdas, pero nunca con las parejas que, luego de una separación o divorcio, vuelven a armar otra familia.
“Los tuyos, los míos y los nuestros”, fue la película (1968) interpretada por Henry Fonda y Lucille Ball, dirigida por Melville Shavelson. Ella es una mujer viuda con ocho hijos, que se enamora de un oficial de la marina, viudo con diez hijos, que los presenta un amigo común. Poco tiempo después, se casan, formando una enorme familia que deberá enfrentarse con los problemas que puede acarrear una familia tan numerosa. Años más tarde, en 2005, se hizo una remake mostrando a la pareja “ensamblándose” luego de respectivos divorcios (en la anterior eran viudos), en la que los problemas de convivencia y mutuo respeto no tienen la dimensión de la película original pero quizás, esta última se acerca más a lo actual.
Y ¿a qué me refiero al hablar de lo actual? Los seres humanos no han renunciado a convivir y reproducirse y, los que resuelven no casarse, no por eso renuncian a la vida en pareja ni a compartir un hogar. Coincido con Santiago Kovadloff, “no se aspira al aislamiento sino a la convivencia, sea ésta la que fuere y con quien fuere”. Coincido con el filósofo, en que “Occidente sufre una formidable anemia moral. El auge del hedonismo y del individualismo ha alentado el desprecio por los deberes más elementales”. Por otra parte, debemos tener en cuenta el hecho de que la mujer es hoy más autónoma, y lo que esto puede significar para ella y para los hijos.
Las nuevas familias
En los últimos años, la vida familiar cambió tanto y tan drásticamente que no deja de desconcertarnos. La familia tipo (mamá y papá con sus hijos bajo el mismo techo) se desdibuja, dando lugar a la llamada la familia posmoderna con la consiguiente inestabilidad de los vínculos. Los más vulnerables son los niños y jóvenes. Estos últimos, se encuentran inmersos en una nueva cultura afectiva, muchas veces marcada por vínculos contingentes o casuales, alejados del amor. También, que los hijos mantienen contactos más íntimos con las empleadas domésticas que con sus padres, o ven más horas las pantallas televisivas o digitales que a sus progenitores. El resultado es que hoy, nos encontramos con familias ensambladas y otras más o menos disgregadas.
Sin embargo, no estoy de acuerdo con hablar de crisis del modelo tradicional, sino de ciertas transformaciones que afectan directamente a los lazos familiares, transformaciones no necesariamente patológicas, pero que, muchas veces, conllevan patologías, desvíos que se pronuncian en estas épocas en las que todo vale y se cae en el riesgo de caer en el prejuicio del desprejuicio.
Los mismos adolescentes se quejan de que los padres, especialmente la madre, están demasiado tiempo fuera de la casa y los dejan solos, siendo los mismos padres los que tienen conductas marcadas por la falta de parámetros. La falta de respeto mutuo, que se observa en algunas parejas, afecta no sólo a los integrantes de la pareja sino a los hijos. Los padres no parecen darse cuenta que, cuando se descalifica al otro o se lo insulta, quien lo hace también se lo dice a sí mismo porque es el que hizo esa elección.
Son muchos los interrogantes que despiertan los nuevos modelos familiares que van constituyéndose como un rompecabezas al que han de unirse las piezas del mejor modo posible. Leemos en el Talmud: “Ningún contrato matrimonial se hace sin discusiones” Es decir, que no es posible que no las haya en la vida de pareja. Lo que sucede es que, en estos tiempos, por la mayor independencia para resolver la vida afectiva, se supone que la gente se está escuchando más a sí misma pero, en verdad, como dijo el filósofo polaco Zygmunt Bauman, el desapego en los vínculos anuncia una cultura del egoísmo que termina por debilitar los lazos sociales y, los familiares, además de la fragilidad de los sentimientos amorosos en la pareja.
Bauman expresa en su libro “Comunidad”, que “no puede haber una comunidad sin un sentido y una práctica de la responsabilidad. Y si la capacidad de carga de los puentes se mide por la fuerza de sus pilares más débiles, la solidaridad de una comunidad se mide por el bienestar y la dignidad de sus miembros más débiles”. Estas palabras pueden sernos útiles para pensar en lo que las familias ensambladas o no, deberían reflexionar acerca de la responsabilidad de los padres para con los hijos porque, tomando las palabras del pensador, “son nuestras diferencias y no nuestras similitudes, las que están construidas artificialmente. La crueldad es crueldad se ejerza donde se ejerza y contra quien quiera que se emplee” y el abandono o postergación de los hijos porque “la vida es corta” o “hay que vivir el momento”, es, en mi parecer, una de las formas de la crueldad, porque el des-amor es una expresión de la crueldad.
Quiero aclarar que no todas las familias ensambladas proceden de esa manera. Muchos constituyen nuevas familias que logran entre sí, una comunicación basada en la consideración por el otro y en intentar lograr, pese al dolor y el desconcierto inicial, la mejor armonía posible. Es decir, un buen “ensamble”, que en música significa aprender a tocar junto con otros músicos, desarrollando la capacidad de "oír" y de comprender los diferentes códigos establecidos.
El amor como logro de la libertad
Como vemos, pese al supuesto fin de las idelogías o de la historia, y de que la familia tuvo su lugar entre tantas anunciadas muertes simbólicas, algunos autores, como la psicoanalista francesa Elizabeth Roudinesco, se pregunta por qué ahora, después de décadas de cuestionamientos y críticas virulentas, la familia, en su versión de comienzos de siglo, vuelve a ser aquel lugar en el que todos quieren ser incluidos.
En lo personal, considero el matrimonio por amor como un logro de la libertad. En “El malestar en la cultura”, Sigmund Freud señaló que el ser humano “toma el amor como punto central y espera la máxima satisfacción del amar y ser amado”. El amor sexual era considerado entonces el método por excelencia para conseguir la felicidad. Y esta idea hoy sigue manteniendo su vigencia.
Para el judaísmo, la familia es su núcleo básico porque es la garantía de su identidad, de la transmisión de sus valores, la transmisión de la propia historia que nos lleva a recordar siempre el pasado en pos de mejorar el hoy. Es decir, recordar para no repetir es una clave del judaísmo.
Pero hay otra cuestión propia del pensamiento judío y es la que, pese a darle su lugar a la posibilidad de que el amor se termine y, por eso, el divorcio. Al amor, la seducción, el deseo de salir al encuentro del otro aún cuando todo parece haber sido perdido, es decir, a los encuentros y desencuentros propios de la vida de una pareja, también hace referencia el Talmud.
Quiero concluir con una cita muy interesante del Talmud, que retoma el mito de la creación, en estos términos: “Es natural que sea el hombre el que corteja a la mujer y no la mujer al hombre. Porque la mujer fue una parte del hombre y aquel que perdió, busca reponer su pérdida“.
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