Hace algunas semanas un muy particular juicio penal ha estado avanzando, muy lentamente, en el ámbito de los tribunales de Paris, Francia. Sin embargo, nadie habla del caso, pese a sus tremendas características. De no ser por la crónica publicada por el “New York Times” que acaba de aparecer no me hubiera siquiera anoticiado de lo que sucede. Se trata de la investigación judicial en curso de un horrible suceso. Una pesadilla de torturas, realmente asesinato a sangre fría, de la que fuera víctima en las afueras de París un joven judío: Ilan Halimi, de apenas 23 años. Inocente, por supuesto. La causa debería concluir a mediados de julio próximo.Halimi fue no solamente secuestrado y maniatado, fue también golpeado, cortado, quemado y finalmente arrojado salvajemente a la calle, pese a su delicada condición. Murió enseguida, como podía esperarse, a consecuencia de las graves heridas recibidas. Como dos de los agresores tenían menos de 17 años al tiempo en que Halimi fuera víctima del horror descrito simplemente por ser judío, la ley francesa obliga a que el proceso siga adelante, a puertas cerradas. Con la mayor discreción posible, entonces. Sin generar “revuelo”. Ni las abominables características -claramente anti-semitas- del atentado han podido torcer la prohibición referida, de carácter general. Como si se tratara de un valor supremo, inflexible, el de una inexplicable “cultura del silencio” sostenida a toda costa. Que no puede, ni debe, ceder ante nada. No importa que hoy los dos acusados antes nombrados ya no sean menores de edad. Tampoco que no hayan actuado solos. La prohibición parece suprema, casi sagrada. Más que la vida. Más que el dolor. Más que la tortura.Gracias a Dios, la norma francesa no tiene alcance extraterritorial y podemos aquí, lejos, referirnos al caso. Los acusados son, en rigor, muchos. 27 personas, nada menos. Todas de entre 20 y 35 años de edad. Jóvenes, pero no inmaduros. Respecto de ellos testimoniarán 162 personas. Y se expedirá medio centenar de peritos de diversos orígenes y especialidades. El líder de la cobarde pandilla asesina es Youssouf Fofaza, de 28 años, de origen nor-africano. Ciertamente no es un menor. Está acusado de secuestro, tortura y barbarismo, así como de asesinato premeditado, todo lo cual en Francia debe considerarse agravado por el hecho de haber sido un acto de claro contenido anti-semita. Sus colaboradores enfrentan -todos- cargos más o menos parecidos, incluyendo -irónicamente- el de “no prestar asistencia a una persona en peligro”. El mencionado Fofaza, incorregible, sin remordimientos y desafiante al extremo, al comenzar el juicio sólo gritó “Allah Akbar”, esto es “Dios es Grande”. Como otros en su “mundo”. Como si hubiera actuado por cuenta y orden de un Dios que predica y quiere la muerte. A lo que agregó luego el insulto de señalar como su propia fecha de nacimiento el 13 de febrero de 2006, el día en que su víctima inocente fue encontrada postrada, ya sin vida, abandonada al costado de las vías de un ferrocarril. De no creer, pero el odio provoca en algunos (demasiados) estas actitudes insanas que poco y nada tienen de humanas. Quizás porque no advierten que lo cierto es que quien mata por odio, se está suicidando como hombre.Entre los abogados defensores del mencionado Fofaza aparecen Emmanuel Ludot, el penalista que oportunamente se había ocupado de la defensa del tirano Saddam Hussein, e Isabelle Coutant-Peyre, la actual esposa de Carlos, el sanguinario terrorista más conocido como “el Chacal”, una mujer que ha actuado como defensora en procesos contra conocidos fanáticos fundamentalistas. Todo coincide, queda visto.
Cuando en la Argentina arrecia el anti-semitismo, y aparecen agresiones anti-semitas de grueso calibre, es bueno que estas cosas -también lamentables- que ocurren en otras latitudes salgan a la luz. El anti-semitismo no puede ocultarse, ni minimizarse. Ni en Francia, ni en la Argentina. Sólo conociendo dónde se nutre y cómo opera es posible enfrentarlo.
(*) Ex Embajador de la República Argentina ante las Naciones Unidas.
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