Manuel Molares do Val, periodista español, en uno de sus artículos asevera que "Los israelíes no lloran", y lo sustenta en el hecho de que en los muchos atentados en sus poblados y ciudades, ellos "no gritan, no se mesan los cabellos ni se arrojan ceniza, y si alguien queda descuartizado por un misil, retiran silenciosamente sus despojos de las ramas de algún árbol, de la pared donde están pegados".
Ese estoicismo es cierto, tanto que es un mandato religioso, una característica cultural de este pueblo magnífico que ha sobrevivido esclavitud, diáspora, holocausto y nada ha logrado matarles la condición humana, la dignidad y sobre todo la fuerza vivificante. Pero sí lloran… y lloran y han llorado mucho, tanto que su lugar más sagrado es el Muro de los Lamentos, y una de sus leyendas más hermosas habla de siete justos que sufren por los males del mundo.
Pero a diferencia del judío, está el impudor de los otros que se regodean ondeando vísceras y mostrando aberrantes malas costumbres. Así acota Molares do Val "Cuando un helicóptero o un avión israelíes lanzan un ataque preciso sobre el lugar de donde salieron los Kassan, los terroristas ya han huido dejando varios niños palestinos allí".
Y claro, sus cadáveres aparecen en las pantallas de TV de todo el mundo, abrazados por plañideras que gritan histéricamente y por hombres que las secundan. Hombres y mujeres que sacrifican a sus hijos en aras del odio. Cadáveres que le van perfecto al discurso antijudío, al rencor que anida en los resentidos, en los sociópatas, en la prensa sesgada, en el antisemita que hoy se fusiona con una izquierda canalla que como en Venezuela ha comprado el mandato de un psicópata como Admanidejad y lo está convirtiendo en política de Estado.
Y quiero que esta reflexión mía sea prueba de mi militante solidaridad con el pueblo judío, con el Estado de Israel y específicamente con mis amigos de la comunidad judía venezolana a los que un régimen excluyente pretende borrarle sus derechos.
Eleonora Bruzual
Venezuela
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