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Periódico Judío Independiente
Una carpa en Jerusalém
Por Julián Schvindlerman
Por Julián Schvindlerman
Colaborador de Comunidades

Imaginemos por un instante una carpa erigida en Buenos Aires en 1994 en honor del terrorista suicida que se inmoló al volar la AMIA y a 85 personas, adornada con fotografías del “mártir” y banderas del Hizbullah. O concibamos una carpa similar, en una casa ubicada en las inmediaciones del World Trade Center, clavada en el corazón de Manhattan luego del 11 de septiembre de 2001, para rendir tributo a los kamikazes de Al-Qaeda que estrellaron dos aviones repletos de civiles contra las torres gemelas. ¿Podemos anticipar la reacción social y política ante semejante ultraje? Pues bien, en el Estado de Israel esto ha ocurrido, y la respuesta de parte de la ciudadanía y de las autoridades ha sido tan alucinante como para relegar a segundo plano la ofensa inicial.

El jueves 6 de marzo, Alaa Abu D´heim ingresó a la yeshiva Mercaz Harav armado con una ametralladora y acribilló a sangre fría a ocho adolescentes antes de ser abatido. La sociedad no había siquiera comenzado a asimilar la magnitud de la tragedia, cuando sus familiares en la parte árabe de Jerusalém montaron una carpa para recibir las condolencias y la cubrieron con retratos del jahid y con banderas palestinas así como del Hamas y del Hizbullah; dos agrupaciones que llaman abiertamente a la destrucción de Israel. Así, con una carpa abierta al público y a la vista del mundo entero, fue honrado impunemente un asesino de judíos en la capital de Israel. Hubo protestas, naturalmente, pero lo que merece atención aquí es la reacción opuesta, la de indecisión oficial y de empatía popular. El Ministro de Seguridad Pública Avi Dichter explicó que, legalmente, nada prevenía a los deudos árabes montar la carpa del duelo al terrorista, razón por la cuál no podía ella ser desmontada. “No tenemos la autoridad legal para cerrarla” indicó. Pero como sí existe una ley que prohíbe la manifestación de simpatía con organizaciones terroristas, entonces había elementos para pedir a los deudos que remuevan las banderas del Hamas y del Hizbullah que agraciaban la escena. El Primer Ministro se reunió con oficiales para debatir el asunto. El Instituto Nacional del Seguro dijo que no cubriría los gastos del funeral del terrorista pero que esa decisión debía ser sometida a los expertos “para ver si puede ser justificada legalmente“. A nivel popular, se registraron situaciones no menos delirantes. “Necesitamos comenzar a pensar en un compromiso y en como aceptar al otro y al diferente, incluso si no apreciamos sus costumbres” declaró ante la prensa un padre israelí que había perdido a un hijo en un atentado terrorista antaño. El parlamentario Dov Khenin tildó de “castigo colectivo” a un posible desmantelamiento de la carpa. La activista de la izquierda radical Tali Fahima fue al lugar a dar el pésame a la familia D´heim. Para cuando había transcurrido casi una semana de la masacre, el Ministro de Defensa Ehud Barak dio la orden de demoler la casa del terrorista.

Durante aquellos primeros días posteriores al ataque, mientras Israel ponderaba el detalle jurídico y evaluaba con minuciosidad científica la diferencia entre lo legalmente permisible y lo no permisible, concluyendo que flamear las banderas de agrupaciones terroristas era indebido, más no así el rendir tributo a un asesino de israelíes en plena capital de la nación, las autoridades jordanas -sin tantas tribulaciones- ordenaron sin más la prohibición de erigir una carpa idéntica a la de Jerusalém, que estaba siendo montada por otros parientes de Abu D´heim en Ammán. Poco tiempo antes, el gobierno kuwaití había decidido deportar a los ciudadanos que habían participado de una manifestación en conmemoración del terrorista Imad Mughniyeh, asesinado en febrero en Damasco. Al traer estos ejemplos no se está sugiriendo que Israel adopte los patrones de comportamiento político de otros países de la región, tan solo se está notando la ironía de que hayan sido dos naciones árabes las que han evidenciado mayor firmeza ante la apología del terrorismo anti-israelí que el propio estado judío.

Ciertamente, Israel es una democracia. Pero es una democracia en tiempos de guerra. Y no es mostrando sensibilidad y tolerancia como se derrota a un enemigo; el fin último en las contiendas. La adhesión a la Ley es un imperativo social, pero ella debe dar espacio para la acción en casos de ofensa a la conciencia pública como claramente lo es un atentado terrorista y su posterior glorificación. Si con estas actitudes los israelíes buscan agradar ante el mundo, pueden olvidarse de ello. El mismo día del atentado en Mercaz Harav, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra adoptó una resolución de condena contra Israel por la escalada de violencia en Gaza. El texto de la resolución no hacía mención alguna a la masacre de Jerusalém. Treinta y tres países votaron a favor y sólo uno, Canadá, en contra. Dieciséis naciones occidentales se abstuvieron, a excepción de Suiza que -abandonando su tradicional neutralidad- votó a favor. En Nueva York, el Consejo de Seguridad no pudo reunir los votos necesarios para condenar el ataque en Jerusalén, luego de que Libia objetara el texto de la resolución. Y en cuanto a los palestinos, ellos estaban demasiado ocupados celebrando la atrocidad como para tomar nota de la consideración israelí hacia los familiares del asesino. Miles salieron a festejar a las calles de Gaza, a rezar plegarias de agradecimiento a las mezquitas, a repartir caramelos y a disparar sus rifles de la “liberación” hacia el cielo infinito.

Una periodista israelí advirtió que el mismo día del baño de sangre en Jerusalém, otro árabe murió en el país en circunstancias diferentes. Se trató de un joven beduino de 28 años, enlistado voluntariamente en el ejército israelí, que murió al pisar una mina en la frontera con Gaza. Temiendo represalias por parte de los palestinos o la propia comunidad árabe de Israel, su familia decidió no divulgar su nombre y evitar el funeral militar con honores. La paradoja trágica del caso es evidente: un árabe-israelí que dio su vida por su patria debió ser sepultado en secreto bajo el hálito de la vergüenza, mientras que otro árabe-israelí que masacró a civiles indefensos fue despedido con orgullo. Esto es todo un comentario relativo al sentimiento reinante en la comunidad árabe-israelí, sentimiento que el gobierno nacional ha contribuido poco en modificar con el ejemplo de su desubicada delicadeza hacia la carpa de la infamia.



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