En la lectura de la Torá de la última semana, en la parashá Vaierá, observamos una de las cualidades de Abraham Abinu, nuestro patriarca: el jésed, su vocación de brindarse al prójimo. Abraham estaba dolorido luego haberse practicado el brit milá -la circuncisión-, fuera de su tienda el calor era agobiante, y nadie andaba por los caminos. Esta situación le resultaba angustiante, ya que a nuestro patriarca le encantaba hacer ajnasat orjim, recibir invitados, para agasajarlos e imbuirlos de fe en el Creador. Precisamente, Hashem vio esta situación y decidió enviarle tres ángeles disfrazados de humanos, uno de los cuales le anunciaría la llegada al mundo de su hijo Itzjak.
Hoy en día se ve claramente que ningún padre puede garantizar el camino que seguirá su hijo; la juventud se revela en la convicción que es la dueña de la verdad, y que los progenitores están equivocados. Sin embargo, Abraham Abinu tuvo la fórmula del éxito: educar a su hijo con jésed, brindándose a él, y transmitiéndole Irhat Shamaim, el temor y la sumisión al Creador en todos sus actos. Nuestro patriarca fue sometido a constantes y duras pruebas, quizá la más difícil también la vemos en esta parashá: Hashem le ordena que tome a su hijo y lo ofrezca como sacrificio. La respuesta de Abraham la relata la propia Torá: se levantó temprano, preparó él mismo el burro, cargó lo necesario para la tarea y condujo a su hijo al lugar del sacrificio. Habiendo tenido un hijo a los cien años, se le pide que lo ofrezca como corbán al Creador. ¿Cómo se sentiría cualquier padre teniendo que matar a su propio hijo? El no tuvo dudas.
¿Cuál era el espíritu con que Abraham practicaba el jésed? ¿Lo hacía para obtener reconocimiento, fama o dinero? Al contrario, su actitud era de absoluta humildad; he aquí otras de sus cualidades.
Para entenderlo mejor, basta con preguntarse: ¿cuándo nos sentimos más contentos, cuando damos un regalo o cuando lo recibimos? Suponiendo ahora que queremos entregarle un presente muy importante a una personalidad, ¿acaso no estaríamos felices si esta persona, sea un rey, o un presidente, acepta nuestro regalo? Así es como se sentía Abraham cada vez que abría las puertas de su hogar para recibir a quienes lo visitaban.
Un rabino destacó en una oportunidad la importancia que tenía cada miembro de su comunidad. Expresó que dada la naturaleza de su tarea, le resultaba a veces difícil tomar contacto con otros judíos, ya que permanecía mucho tiempo dentro de la institución, y por lo tanto cada uno de los miembros de su comunidad tenía un rol fundamental en el acercamiento de la gente a la Torá. Cada persona, en su actividad diaria, tenía la posibilidad de mostrar el camino de la Torá, cumpliendo de esta forma con el precepto que cada judío es garante por el prójimo, y que es su obligación alertarlo cuando cree que está cometiendo un error o una transgresión.
Este concepto es radicalmente opuesto al de quienes profesan religiones que sólo siguen la palabra de sus líderes, y son meros fieles sin ningún compromiso del uno por el otro.
Cualquier persona preocupada por el estudio de la Torá que busca transmitir lo que aprende, cualquiera sea la actividad comercial o profesional que desarrolle, para que otros -que tal vez no hayan tenido oportunidad de hacerlo- puedan incorporar una pequeña cuota de nuestros libros sagrados, y esa persona lo haga con humildad y coherencia entre lo que dice y lo que hace, teniendo en cuenta lo que predica pero sobre todo cómo actúa, seguramente podrá favorecer a otros a acercarse al judaísmo.
Tanto quería Hashem a Abraham por sus cualidades, su humildad y su entrega desinteresada al prójimo, que le prometió que de él saldría un pueblo que seguiría fiel en Su camino. Hoy, cuando ya pasaron más de tres mil años, vemos como la promesa se cumplió
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