Especial para Comunidades.
Introducción.
A principios de 2006, nadie hubiera pensado que la sombra ominosa de la guerra se cernía, una vez más, sobre el Medio Oriente. Más allá de la siempre latente cuestión palestina, del fundamentalismo islámico y de las amenazas crónicas del terrorismo, en Israel los pronósticos eran optimistas; nadie quería escuchar nada acerca de peligros y acechanzas. Incluso las influyentes fuerzas armadas habían visto cómo los políticos competían entre sí para ver quién les recortaba más el presupuesto.
Pero ocultos en las sombras de Gaza, había quienes pensaban de otro modo.
En la noche del domingo 25 de junio, el teniente Hanan Barak luchaba por mantenerse despierto en la cúpula de mando de un tanque israelí, estacionado en el puesto de Telem Shalom (Neguev Sudoccidental). Súbitamente sintió dos explosiones en la parte trasera del blindado; sorprendido, tanto él como el sargento Pavel Slutzker, que lo acompañaba en la torreta, se asomaron por la escotilla para echar un vistazo de lo ocurrido. Aún aturdidos por los impactos -que no habían producido mayores daños en el tanque-, observaron en la penumbra a un grupo de hombres con uniformes y armas israelíes que corrían hacia ellos; es posible que hayan creído que venían a socorrerlos.
Pero venían a matarlos; los hombres, comandos palestinos de Hamas, que habían llegado a Telem Shalom a través de un túnel de 1 kilómetro de largo excavado desde una población palestina aledaña, en la Franja de Gaza, treparon hasta la parte superior del vehículo y luego de forzar a los 2 israelíes salir, los acribillaron a balazos. Aprovechando la escotilla abierta, arrojaron una granada al interior, hiriendo a otro soldado; increíblemente, un cuarto efectivo israelí -que se encontraba en la parte delantera- no fue visto por los terroristas, y logró así salvar su vida. Un segundo vehículo (un transporte blindado de personal), fue volado por los palestinos, pero se encontraba vacío. Mientras tanto, refuerzos de Tzahal habían empezado a acercarse al lugar, topándose con elementos palestinos que se habían parapetado en las cercanías aguardando su previsible llegada; minutos más tarde, el primer terrorista caía muerto por los disparos israelíes. Eludiendo a las fuerzas hebreas, los terroristas que quedaban lograron escapar, pero llevándose como botín al tercer israelí, herido por la granada. Su nombre: Gilad Shalit.
Así comenzó la guerra.
El efecto Mariposa.
Hay una curiosa teoría según la cual una determinada concatenación de pequeños eventos fortuitos puede terminar en un evento catastrófico. Por ejemplo, el aleteo de una mariposa en Norteamérica puede concluir en una feroz tormenta en Europa. Se la conoce, justamente, como la Teoría del Efecto Mariposa, y bien podría aplicarse a este conflicto.
¿Cuándo habrá empezado a aletear la mariposa de la guerra en la Tierra de Israel? Algunos historiadores del futuro tal vez señalen los días de la retirada de Gaza, cuando un extraño Ariel Sharon tomó la decisión más polémica de su vida política: evacuar las colonias que él mismo había ayudado a crear.
Sobre qué animó a Sharon a adoptar semejante medida, se podrán hacer toda clase de conjeturas, pero la verdad permanecerá oculta para siempre. La mente intrincada y ajedrecística del viejo general solía adelantarse varios pasos a las jugadas de su oponentes, pero el hecho es que nadie más que él sabía a dónde quería llegar.
El evento que siguió sí fue inesperado: el desplazamiento del veterano Shimon Peres de la conducción del partido Avodá por parte del dinámico sindicalista Amir Peretz. El recambio en Avodá provocó una tormenta política cuyos efectos aún perduran; como un toro en San Fermín, Peretz arremetió contra la coalición de gobierno de manera tan previsible como estúpida. Sharon simplemente se hizo a un lado y dejó que Peretz embistiera contra la pared, haciendo caer la coalición y forzando elecciones anticipadas de las que se sabía ganador.
El tercer evento de la secuencia fue aún más desconcertante: Sharon abjuró del Likud, su hogar político, para formar Kadima, un partido sin raíces destinado nada más que a ganar los comicios venideros, y de paso, propinarle a Bibi Netanyahu un castigo electoral tan duro que lo obligase a salir del Likud; una vez que Bibi estuviese afuera, el viejo Arik volvería al Likud, su casa, y formaría junto con Kadima y otros partidos menores la coalición de gobierno más fuerte de la historia de Israel.
Hasta aquí, nada más que un poco del inofensivo folcklore político israelí. Pero entonces, algo salió mal.
Una tormenta perfecta.
El cuarto evento ocurrió el 5 de enero de 2006, cuando el maltratado cuerpo del viejo héroe de Israel dijo basta, y junto con él, los sueños de grandeza para el país por el que había luchado toda su vida. Lo que sobrevino luego fue una elección surrealista, con una derecha desconcertada y fracturada en veinte pedazos, y una izquierda despreciada reducida a la insignificancia. De aquellos comicios -el quinto evento- emergió una rocambolesca coalición en la que ninguno de los partidos tenía más del 25% de los votos, y en la que estaban reunidos antiguos halcones del Likud, laboristas moderados y pacifistas acérrimos, como el propio Peretz, que incluso había adherido a los ridículos Protocolos de Ginebra, promovidos por un farsesco Iosi Beilin alejado del poder.
Dicen que la política es el arte de lo posible. Aún de lo disparatadamente posible. Fue entonces que Olmert decidió aceptar que Peretz, un hombre sin ninguna experiencia militar, ocupara la decisiva cartera de Defensa, en medio del estupor del público y de la cúpula castrense. Quien que había sido tan efectivo para organizar huelgas de maestros y cabildeos en la Histadrut, decidió que era bueno para su carrera política jugar a ser John Wayne en el Ministerio de Defensa, y así suplir su mayor falencia. Incapaz de entenderse con los militares –o incapaz de ser su ministro-, decidió crear, a principios de mayo, una “oficina de enlace” entre el Estado Mayor y el Ministerio de Defensa (algo insólito y sin precedentes), poniendo a su cargo general retirado Mijael Herzog, hombre de su confianza, quien en la práctica oficiaría de alcahuete del ministro. El malestar que provocó entre los generales fue tan grande que el propio Ramatkal (Jefe del Estado Mayor Conjunto), general Dan Halutz, solicitó a Olmert que asumiera él mismo el mando político del Tzahal, puenteando al Ministro de Defensa.
Pero nada distrajo a los israelíes de su preocupación por la marcha de la economía, el mundial de fútbol y otras banalidades. Ni siquiera el triunfo de Hamas en las elecciones palestinas -el sexto evento-, el programa nuclear iraní, o los cohetes Qassam, que empezaron a hacerse rutina en el sur del país. Y para enfrentar las amenazas, un gobierno sin experiencia, dividido e intrínsecamente inestable.
Con semejante caos, no es de extrañar que en algún lugar de Teherán alguien preparara un plan para agredir, una vez más, al estado hebreo. Los ayatollahs sabían que tenían que adelantarse si no querían sufrir, gracias a su plan atómico, la misma suerte que Saddam Hussein con sus armas de destrucción masiva. El cielo se iría ennegreciendo con el correr de los meses, al compás de las amenazas del presidente iraní, aunque los israelíes tuvieran los oídos sordos, cansados ya de Intifadas, atentados suicidas y violencia. Se avecinaba una tormenta. Una tormenta perfecta.
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