Especial para Comunidades
En una clásica novela policial, la pregunta inmediata que surgiría luego del brutal atentado que cegó la vida del político y empresario Rafik Hariri es: ¿Quién se beneficia de esta muerte? La respuesta obvia es, Siria. Hariri era una prominente figura libanesa, un hombre muy conectado financiera y políticamente con las elites de su país, de la región y de varios países del mundo, y un fuerte opositor a la presencia siria en su país. La asociación del régimen sirio con la muerte de Hariri es tan obvia que ha llevado a algunos analistas a preguntarse por qué habría Bashar Assad de ordenar el asesinato de un personaje tan respetado mundialmente cuya muerte inevitablemente pondría a Siria en la pole position de los sospechosos usuales.
Los motivos son muchos según Gary Gambill, un analista político de Freedom House. En primer lugar, uno de los pocos actores que podrían efectuar algo tan políticamente osado en territorio libanés sin temor a ser castigados por los patrones sirios, son justamente los propios sirios. El Líbano es además una zona muy castigada por asesinatos políticos atribuidos a agentes sirios en el pasado: el líder druso Kamal Jumblatt, los presidentes Bashir Gemayel y Rene Mouawad, y el mufti Asan Khaled entre los más prominentes, así como un intento de asesinato el pasado octubre contra el ex ministro de economía y comercio Marwan Hamadeh. La cantidad de explosivos empleados indica una clara intención de garantizar la muerte de Hariri (no tan solo enviar un mensaje) y el transporte de los mismos en una capital custodiada por policías entrenados para detectar coches-bomba y repleta de agentes secretos sirios sugiere connivencia del más alto nivel.
Pero por sobre todo, el contexto político. A fines de 2004, en una rara muestra de comunión política libanesa, varios movimientos políticos que integran la oposición a la ocupación siria del Líbano se reunieron en el hotel Bristol en Beirut y emitieron una declaración de denuncia de la forzada reforma constitucional mediante la cuál Siria extendió el mandato del gobierno-títere de Emil Lahoud el previo agosto. Según el experto Robert Rabil, esto marcó la primera vez desde la independencia libanesa en 1943 en que drusos, sunitas, maronitas, izquierdistas y otras sectas libanesas (salvo los shiítas, aliados sirios) formaran un bloque político intra-comunal similar al que estableció el pacto nacional de 1943. En febrero del presente año, un nuevo encuentro del bloque opositor en el hotel Bristol exigió la retirada total de las tropas y agentes sirios. Hariri, quién había renunciado a su cargo ministerial en el gobierno en protesta por la injerencia siria y había mantenido cierto perfil bajo, se había sumado a esta iniciativa, algo que alteraba fuertemente la balanza de fuerzas políticas en la arena libanesa.
Otros desarrollos inquietantes para los sirios en la escena internacional completaban un cuadro peligroso para sus intereses. En una extraña instancia de cooperación diplomática franco-estadounidense, en septiembre del año pasado el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptó la Resolución 1559 que exige la retirada siria del Líbano. A fines de 2003, la administración Bush había adoptado the Syrian Accountability Act que impone sanciones económicas sobre Damasco. En su discurso del “Estado de la Unión”, el presidente Bush había pronunciado sendas advertencias al gobierno de Assad por su conducta; la que incluye participación en el mercado mundial de la droga, patrocinio del terrorismo internacional, procuración de armamento no convencional, apoyo a insurgentes iraquíes, retención de activos del gobierno de Saddam Hussein en bancos sirios, y la ocupación del país vecino. (Asimismo, EE.UU. e Israel han estado presionando a la Unión Europea para que incluya a la agrupación fundamentalista Hizbullah, apoyada por Irán y Siria, a su lista de movimientos terroristas). Viendo el cierne de amenazas al orden político impuesto en El Líbano, Damasco decidió actuar de la manera usual: con la violencia política.
Pero el tiro salió por la culata. EE.UU. retiró a su embajador de Damasco y, nuevamente junto a Francia, generó una petición solicitando a la secretaría de la ONU que investigue el atentado contra Hariri. La comunidad internacional reaccionó consternada e incluso la prensa progresista criticó duramente al régimen sirio. Que todo el espectro político libanés (a excepción de los aliados sirios, los shiítas del Hizbullah y del grupo Amal) haya puesto su condena en las puertas de Siria –en lugar de Israel, como suele ser el caso frente a cualquier inconveniente árabe- es todo un indicador de hasta que niveles ha llegado el hartazgo popular con la interferencia siria en los asuntos domésticos del Líbano.
Un momento político especial ha surgido para que la familia de las naciones derribe una de las ocupaciones más brutales del Medio Oriente. Por el bien de los libaneses, de la estabilidad regional y de los más altos valores de la libertad, esperemos que esto pronto suceda.
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