Más o menos una década después de los fallidos Acuerdo de Principios de Oslo, una nueva novela, con un guión similar, parece haber sido escrita en la apacible ciudad suiza. Como entonces, oscuras y secretas “negociaciones” fueron mantenidas a espaldas del pueblo de Israel por un pequeño grupo de iluminados (o al menos eso creen de sí mismos), con el fin de llegar a una paz “definitiva” con los palestinos. De igual modo, el resultado de los contactos fue dado a conocer con bombos y platillos, en medio de un gran festival mediático, contando con el beneplácito de Kofi Annan, Jacques Chirac, Tony Blair, otros líderes europeos igualmente favorables a la posición palestina, y del ex presidente norteamericano Jimmy Carter, hombre que debió abandonar la Casa Blanca hace más de 20 años por su cúmulo de desaciertos en política exterior.
Las “negociaciones” fueron encabezadas por el político laborista Iosi Beilin, por parte israelí, y por Yasser Abed Rabo, por el lado palestino. En el caso de Beilin, fue acompañado por Amnon Shahak, Abraham Burg y Amram Mitzna, además de otras figuras menos conocidas (incluyendo algunos empresarios y oportunistas diversos), aunque ningún miembro del gobierno acompañó la iniciativa, ni fue invitado a hacerlo. La delegación palestina, por su parte, con el apoyo de Arafat, aunque no de manera explícita. El “acuerdo” alcanzado accedía a casi todas las demandas palestinas, incluyendo la creación de un Estado Palestino totalmente independiente, el desmantelamiento de los asentamientos, poblados y ciudades israelíes en Judea, Samaria y Gaza, la reinstauración de la dominación árabe en aquellos territorios, y la pérdida para el Pueblo Judío de la Ciudad Antigua de Jerusalem (una vez más), incluyendo el Monte del Templo y el Muro Occidental, por medio de una nueva división similar a la que existía antes de 1967.
El desmantelamiento del propio Estado de Israel no está previsto en el acuerdo (al menos no de manera de explícita), razón por la cual los grupos islámicos radicalizados no lo aprobaron. Sin embargo, tal como lo señaló el analista Shlomo Avineri, se deja la puerta abierta para que los palestinos puedan reinstalar el tema del “retorno” de la diáspora palestina: el documento no habla de “judíos”, sino sólo de “israelíes”. Ulteriormente, los palestinos podrían argüir que los judíos no constituyen un pueblo al que le asisten derechos nacionales, y reclamar luego que miles de palestinos sean implantados en Israel, convirtiéndolo así en una suerte de estado binacional (aparte del estado palestino adyacente a sus fronteras). Para reforzar esta presunción, Avineri destaca que el acuerdo no niega explícitamente el “derecho al retorno” exigido por los palestinos, pero en cambio cita a la Resolución 194 de la ONU y a la Iniciativa Saudita, que en el mundo árabe se interpretan como lo mismo.
El “acuerdo” de Ginebra –que no compromete a ninguna de las partes por ser una iniciativa privada-, contó con un cálido apoyo en las capitales europeas –especialmente en las más hostiles a Israel-, en El Cairo y otras varias capitales árabes, y fue criticado ásperamente en Israel, tanto en círculos gubernamentales como no gubernamentales. El prestigioso diario Jerusalem Post, por ejemplo, lo consideró como “la farsa de la paz”. Las críticas no se limitaron al partido oficialista Likud y sus aliados de coalición, sino también al Laborismo, en donde también cosechó expresiones de desagrado. Shimon Peres, Ehud Barak y Biniamin Ben Eliezer fueron algunos de los que se manifestaron contrarios al documento. En Washington, el Secretario de Estado Colin Powell anunció que recibiría a los principales referentes del “acuerdo”, Beilin y Abed Rabo, lo que provocó una cierta “euforia” entre los auspiciantes del arreglo, pero una declaración posterior de la Casa Blanca, tomando cierta distancia, terminó enfriando el entusiasmo inicial de sus autores.
Para concluir -más allá del evidente disparate de la iniciativa-, cabe de destacar que, según parece, la izquierda israelí (o al menos una parte de ella), sigue sin hacer la autocrítica de su actuación en los años ’90, que derivó en los Acuerdos de Oslo y en sus desastrosas consecuencias. Mientras esta crítica no tenga lugar, es muy probable que siga relegada al rol opositor con un creciente grado de alienación respecto de la opinión pública.
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