La Voz Judía


La Voz Judía
Pesaj- Historias breves de antaño
“Y fue la noche…”

Había terminado el día en la Yeshivá Mir y el bajur ieshivá estaba regresando a su casa para pasar Pesaj junto a su familia. Pero aunque Pesaj se denomina jag ha’aviv (fiesta de la primavera), nadie podría haberse dado cuenta de que la primavera se aproximaba por lo que se apreciaba desde el interior del tren. El paisaje de una Rusia helada y cubierta de nieve se extendía a ambos lados de los vagones del tren y hasta donde podía llegar la vista.
“Por lo menos estamos dentro del tren”, le señaló al bajur un amigo mientras se enrrollaba al cuello una gruesa bufanda de lana. “No hace calor, pero al menos tampoco hay viento”.
El amigo del bajur miró por la ventana y dijo: “Yo no soportaría hacer este viaje con un vagón abierto”.
El bajur ieshivá apenas asintió con su cabeza. Cuando el tren llegó a la siguiente estación, se levantó y buscó su bolso.
“¿Adonde vas?”, le preguntó su amigo sorprendido.
“Radin”.
“¿Radin? ¿Por qué?”.
“Para ver al Jafetz Jaim, por supuesto”.
“Pero, ¿cómo vas a llegar hasta allí?”
“A caballo y en tren”, le respondió con una sonrisa el bajur ieshivá, y abrió la puerta del vagón y saltó hacia la plataforma.
Al salir del tren un viento helado le punzó el rostro a tal punto que saltaron lágrimas de sus ojos. Durante un instante, estuvo tentado de cambiar sus planes de visitar Radin y volver a meterse en el tren. Pero este ya se había puesto en marcha y se alejaba de la estación, así que el joven caminó detrás de los otros viajeros que habían descendido junto con él dirigiéndose hacia una calle donde los esperaban los cocheros.
El joven encontró a un cochero dispuesto a hacer el viaje hasta Radin. Antes de partir el chofer lo ayudó a acomodarse las pesadas cobijas que lo ayudarían a protegerse del viento helado. Pero así y todo, en el momento en que llegaron a Radin –a las tres de la madrugada- el bajur ieshivá tenía los huesos calados por el frío y temblaba sin poder controlarse.
Dado que habían llegado a una hora tan tardía, el cochero hizo bajar al joven del carro y lo metió en una taberna. El bojur intentó rezar Ma’ariv, pero estaba tan congelado y exhausto que decidió descansar por unos minutos. El se metió en la cama y se envolvió en el pesado cobertor cubriéndose hasta la cabeza, y no se despertó hasta la hora en que debía rezar shajarit.
Estaba tan excitado de haber llegado a Radin que se había olvidado por completo que no había rezado Ma’ariv la noche anterior. Cuando terminó de rezar corrió a la casa del Jafetz Jaim; no quería perder ni un momento y estuvo preparando una lista de preguntas para hacerle. Sin embargo, cuando estuvo dentro de la habitación, no tuvo ocasión ni siquiera de abrir la boca. Después de echarle una mirada, el Jafetz Jaim le dijo:
“Hace mucho tiempo atrás, las monedas de oro y plata eran tan comunes que las monedas de bronce casi ni se usaban. Hoy en día, en cambio, cuando el dinero escasea tanto, hasta una pequeña moneda tiene un gran valor.
“Lo mismo sucede con el pueblo judío. Hace años, las generaciones tenían una gran riqueza: la de la Torá y la tefilá. Por lo tanto, cuando un solo judío se olvidaba de rezar Ma’ariv, eso no era considerado como una tremenda falta hacia Shamayim. En cambio hoy, que las generaciones son tan pobres y les faltan tantas mitzvot, hasta un simple Ma’ariv tiene un valor enorme para el Altísimo”.
El bajur ieshivá no pudo más que mirar sorprendido al Jafetz Jaim. La lista de preguntas que había llevado cayeron en el olvido. Pero él nunca olvidó lo que había aprendido esa mañana sobre la importancia que para los judíos tiene Ma’ariv.

“la Torá habla de cuatro hijos…”

Resultaba muy embarazoso. Tan embarazoso que nadie quería hablar de ello, o incluso pensar sobre ello. No obstante, era imposible que los jasidim del Chernovitzer Rav lo ignoraran.
En Iom Tov, cuando todos se reunían en torno al Rabino, para escuchar sus palabras sobre la Torá y compartir el aura de kedushá que rodeaban al tzadik, era dolorosamente notorio que faltaba alguien: el hijo del Rav, que no sólo se había alejado del camino de la Torá y las mitzvot, sino que había caído en inimaginables profundidades.
Pero, ¿qué podían ellos decir? ¿Qué palabras de consuelo podían darle? ¿Cómo podían ellos, simples jasidim, entender siquiera las razones por las cuales tan terrible situación había acontecido? Parecía no haber explicación ni ningún bálsamo que aliviara el dolor que ellos sentían cada vez que pensaban en ese hijo perdido.
Hasta que una vez ellos oyeron a su Rebe hablar con Ribonó Shel Olam:
“Hashem, es cierto que mi hijo ha caído muy bajo. ¿Pero yo que puedo hacer? Yo soy su padre. Si él me pide algo, yo tengo que dárselo. Y seguramente, para Ti va a ser lo mismo. Nosotros somos Tus hijos. Seguramente Tú, nuestro Padre, debes darnos a nosotros todo lo que nosotros necesitamos!”

 

La tribuna Judía 45

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